jueves, 31 de mayo de 2018

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó SJ
La visitación, óleo sobre tabla de Jakob y/o Hans Strüb (1505, aprox.), Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid, España
Por entonces María tomó su decisión y se fue de prisa a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».
San Lucas, que escribe a cristianos no judíos provenientes del paganismo, quiere con este pasaje de la visita de María a Isabel darles a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo.
¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el libro de los Jueces, cap. 4, y el de Judit, cap.13).
María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡ Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen.
Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” y “referente” para hombres y mujeres creyentes. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un cántico de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador.
Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso.
El cántico de María, el Magnificat, se sitúa dentro de la corriente espiritual de los salmos, con el mismo estilo poético de su pueblo, henchido de fe, alegría y gratitud. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En María canta toda la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios.
El Magnificat es también una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.
María nos ayuda a descubrir a Dios en nuestra vida. Por eso, la Iglesia entona todas las tardes el Magnificat, como el reconocimiento de que Dios cumple siempre su promesa. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

miércoles, 30 de mayo de 2018

La autoridad como servicio (Mc 10, 35-45)

P. Carlos Cardó SJ
Llamada a los hijos de Zebedeo, óleo sobre tabla de Marco Baisati (1510), Academia de Bellas Artes de Venecia, Italia
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir". 
Él les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?". 
Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria". 
Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?". 
"Podemos", le respondieron.
Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados".
Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos. 
Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud".
En su camino a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos sobre la fidelidad en el matrimonio y sobre el uso adecuado de la riqueza. A continuación les habla del poder, quizá la más intensa y ardiente pasión de los seres humanos. Quiere fortalecerlos para que, al verlo caer en manos de los poderosos, inerme y sin defensa, no se desilusionen de Él. Pero los discípulos no entienden y, sin importarles las enseñanzas de su Maestro, se ponen disputar entre sí sobre los primeros puestos en el grupo.
El tema del poder acompañó a Jesús a lo largo de su vida. Ya al comienzo de su actividad pública, el diablo lo tentó, ofreciéndole una forma de poder sobre las naciones, que significaba un modelo de salvador-mesías opuesto a los planes de Dios.
Después, pudiendo Jesús ubicarse en las esferas del poder, optó por mantenerse alejado de los poderosos, que defraudaban la confianza de la gente, oprimían a los débiles, transmitían falsas imágenes de Dios y se enriquecían con la religión.
Sus mismos discípulos pretendieron disuadirlo del tipo de mesías con el que se identificaba, que empleara la violencia para instaurar el reino de Dios, y, sobre todo, que dejara de pensar en ir a Jerusalén, adonde podía acabar mal. Pero Jesús no dio marcha atrás y los exhortó a buscar la verdadera grandeza que se obtiene en el servicio: el que quiera ser el primero, ha de ser el último y el servidor de los demás (9,35).
Al igual que Pedro, los discípulos no pensaban como Dios, sino como los hombres. Obraban en ellos las motivaciones de búsqueda de poder, honor y dominio. Santiago y Juan, poniendo de manifiesto lo que todos los del grupo sienten, hacen ver claramente que no quieren ir detrás, como correspondía al discípulo que seguía a su Maestro, sino delante de todos, en los puestos de mayor importancia.
Jesús tiene explicarles pacientemente en qué consiste la verdadera grandeza a la que deben de aspirar. ¿Pueden beber el cáliz de amargura que yo voy a beber o pasar por el bautismo por el que yo voy a pasar?, les pregunta. Beber el cáliz significa comulgar con Él, identificarse con Él hasta participar de su mismo destino en un servicio a los demás hasta la muerte. El bautismo por el que tiene que pasar significa hundirse en el abismo del sufrimiento, el pecado y la muerte de sus hermanos, movido por el amor que lo lleva a dar la vida por ellos.
Los otros discípulos, al ver el proceder de Juan y Santiago, se molestan porque sienten amenazadas sus propias ambiciones. Jesús, entonces, profundiza en su enseñanza. Les hace ver lo que sucede en las naciones cuando los que gobiernan ejercen el poder oprimiendo al pueblo. Y proclama tajantemente: ¡No debe ser así entre ustedes!
Esto es lo que deben evitar. Honores, prestigio, poder, obtenidos oprimiendo a la gente, es lo más contradictorio y nefasto que puede haber en quienes quieren ser seguidores de Jesús. Y este principio vale para todos —pequeños y grandes— y vale también para la Iglesia, que no puede dejar de confrontarse con él si no quiere reproducir —en sus instituciones, en sus representantes y en los cristianos comunes— lo que ocurre en cualquier institución mundana.
La enseñanza de Jesús culmina en la frase: El Hijo del Hombre no ha venido para que lo sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos. Tenemos aquí la clave para entender quién es Jesús y cuáles eran las motivaciones que orientaban su vida. Ésta es también la razón de fondo que lleva a los cristianos a concebir la vida como servicio, como don recíproco de vida, entre hermanos y hermanas, hijos e hijas de un mismo Padre. Sólo en esta perspectiva encuentra la persona humana la verdad de su ser y la verdad de Dios, tal como Jesús nos la ha revelado. Sólo así la persona se relaciona con Dios por medio de la fe verdadera que se demuestra amando y sirviendo a los demás.
La búsqueda del poder ha sido siempre causa de división en los grupos humanos y también en la Iglesia desde sus orígenes. La ambición, el ejercicio abusivo de la autoridad y, en general, las diversas formas de carrerismo con las que los hombres buscan destacar por encima de los demás, sigue siendo un tema actual en la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Pero el hecho es que tarde o temprano a todos nos toca asumir alguna forma de poder, en la medida en que nos corresponde ejercer alguna función de autoridad, dirigir a otros, tomar decisiones, ya sea en el campo político, empresarial, familiar o en cualquier organización a la que pertenezcamos. 
Frente a esto, el evangelio es claro: hay dos formas diametralmente opuestas de ejercer el poder: la que aplica la jerarquía de valores de éxito y dominio según el mundo, y la que se guía por el valor supremo del servicio a los demás, a ejemplo de Jesús.

martes, 29 de mayo de 2018

Recompensa prometida al desprendimiento (Mc 10, 28-31)

P. Carlos Cardó SJ
El lavatorio de los pies, témpera y oro sobre lienzo de Duccio di Buoninsegna (1308), Museo dell’ Opera del Duomo, Florencia, Italia
Pedro le dijo a Jesús: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido". Jesús respondió: "Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y, campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna. Muchos de los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros".
¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Estas palabras de Jesús, como aquellas otras que dijo a propósito del matrimonio: Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre, atemorizan a los discípulos. Entonces no viene a cuenta casarse, dijeron en esa ocasión. Entonces ¿quién podrá salvarse?, piensan en ésta, ¿cómo vamos a sobrevivir?, ¿tendremos seguridad o nos espera la miseria?
Como siempre, Pedro se hace el portavoz del grupo e interpela a Jesús: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Aduce méritos, reclama derechos. No se pone antes a sopesar el grado de su renuncia, si en realidad lo han dejado todo y si su seguimiento de Jesús es auténtico o esta mezclado con motivaciones no evangélicas.
Viene entonces la respuesta de Jesús, misteriosa, compleja, que puede prestarse a malas interpretaciones. Les aseguro que todo aquel que haya dejado… recibirá cien veces más.
No es que Jesús borre con una mano lo que ha escrito con la otra. Ni menos se puede manipular este texto para justificar el triunfalismo, las riquezas o el afán de lucro en la Iglesia. La respuesta de Jesús no va dirigida directamente a Pedro y al grupo, sino en general a todo aquel que lo siga, y está formulada como un principio general, que Pedro y los discípulos tendrán que ver si se aplica a ellos o no, si cumplen o no las condiciones y si experimentan realmente el amparo de Dios o no, y por qué.
Se recibirá cien veces más si se rompe toda atadura material o familiar que impida la libertad para poder adherirse a Cristo y colaborar con Él en la misión de propagar el evangelio. Con esta libertad y desasimiento, la persona se hace plenamente disponible para acoger el don que supera todas sus expectativas.
La promesa de compensación por la renuncia es espléndida: cien veces más, aquí y después de esta vida, en padres y hermanos, porque el discípulo pasa a formar parte de la comunidad de los que son de Cristo, en la que rige la norma del amor fraterno. Asimismo, por los bienes materiales dejados, encontrara el céntuplo en casas y campos. Todo ello se da en la nueva familia, que vive los valores del Reino (cf. Mc 4,11). 
Las cien casas equivalen a la vida hecha acogida y apertura a todos, a la nueva familia, de hombres y mujeres libres que se aman y cumplen la voluntad de Dios. Esta voluntad se realiza no en el tener sino en el dar y en el compartir. Lo que vale de una persona no es lo que tiene, sino lo que da. Se ve al final de la vida: a uno se le recuerda por lo que ha dado… El verdadero rico es el que da, no el que acapara.

lunes, 28 de mayo de 2018

El joven rico (Mc 10,17-30)

P. Carlos Cardó SJ
Hombre rico, óleo sobre lienzo de Matthias Stom (Siglo XVII), Palacio Comunal de Treviglio, Bérgamo, Italia
Cuando Jesús se puso en camino, un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?".Jesús le dijo: "¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre".
El hombre le respondió: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud". Jesús lo miró con amor y le dijo: "Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme". Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.  Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!".Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: "Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios".Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: "Entonces, ¿quién podrá salvarse?". Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él todo es posible". 
Jesús había declarado que no se puede identificar la vida con lo que uno tiene, pues eso significa echarla a perder: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? (8,36). Para ganar la vida y realizar el fin de nuestra existencia se ha ordenar el uso de todo lo que uno tiene. El pasaje de hoy explica de manera gráfica en qué consiste el mal uso de los bienes. Corresponde al encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20).
El saludo con que se presenta ante Jesús: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?, era superior al que se daba a los rabinos. Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer la bondad de Dios en su persona.
Aclarado esto, le responde a su pregunta, que no es una pregunta cualquiera. El joven quiere saber cómo alcanzar lo que toda persona anhela: una vida plena, bien lograda, realizada, no alienada, no errada ni echada a perder, es decir, la vida eterna que Dios dará a los que cumplen su voluntad.
Por eso Jesús plantea al joven la primera condición para lograrlo: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo, es decir, no mates, no seas adúltero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. El mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, lo deja para después y lo definirá como seguirle a Él: ¡ven y sígueme! (v.21), porque en él Dios se revela como Dios-con-nosotros.
El joven queda insatisfecho, quiere algo más. Es una buena persona que desde niño se ha portado bien, conforme a la ley. Jesús, que valora el corazón de las personas, lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo–  luego ven y sígueme.
Tener un tesoro en el cielo, es decir, tener a Dios como el tesoro, ha de ser la motivación. Cuando es así, cuando Dios es lo más importante, la persona puede renunciar a los bienes y destinarlos a resolver las necesidades de los pobres.
Al oír esto, el joven puso mala cara y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. No se animó a seguir a Jesús y nunca más se supo de él. La riqueza que había acumulado le tenía agarrado el corazón y le hacía imposible creer que Dios podía ser su tesoro, y que podía situarse ante sus bienes de manera diferente para preferir a Dios y ayudar a los demás.  Debió afectarle mucho a Jesús, pues lo había mirado con cariño, pero Él no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de los cielos los que tienen riquezas!
Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios.
¿Por qué una frase tan categórica? Lo que Jesús quiere decir con ella, empleando un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es que el dinero tiene un extraordinario poder de agarrar el corazón del hombre, hacerlo insensible a las necesidades del prójimo, llevarlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios. La ambición del dinero es una verdadera idolatría. Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción ya sean cristianos, judíos, musulmanes o ateos, en todas partes del mundo.
¿Acaso no es el dinero la causa de la mayoría de las corrupciones que afectan tanto a todos los países? ¿Acaso no es por el dinero que los hombres pierden hasta su honor y exponen aun a su propia familia a las desgracias más lamentables? Por eso Jesús emplea este lenguaje tan gráfico y tajante.  Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho y goce.
Lo que se retiene con ambición, eso divide; lo que se comparte, eso une. Emplear el dinero para llevar una vida digna y contribuir al desarrollo de la sociedad, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, en especial de los necesitados, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. Sólo teniendo a Dios como lo más importante en la vida y rechazando al ídolo de la riqueza se puede vivir la alegría de una vida honesta, anticipo del gozo pleno y eterno del Reino.
Sólo la gracia, que Dios da a todos sin distinción, puede hacer que el rico cambie de actitud frente a su riqueza, asuma los valores que Jesús propone y se salve. Este milagro se produce cuando la persona se pone ante Jesús que le hace ver: Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón
El evangelio nos abre los ojos a lo que ocurrió desde los primeros tiempos del cristianismo y sigue ocurriendo hoy: con qué facilidad las personas se corrompen cuando entre ellas y Dios, entre ellas y el prójimo, entre ellas y el bien del país, se pone de por medio el dinero. Pero por encima de las tendencias y deficiencias humanas, se alza siempre la gracia de Dios, que hace que los valores del evangelio sean respetados y practicados. 

domingo, 27 de mayo de 2018

Homilía de la celebración de la Santísima Trinidad - En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
La Santísima Trinidad, óleo sobre lienzo atribuido a Francisco Caro (siglo XVII), Museo del Prado, Madrid
En aquel tiempo, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo". 
Jesús, antes de partir, envió a sus apóstoles a todo el mundo para hacer discípulos de todas las gentes y bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu Santo. Antes de que Mateo escribiera su evangelio, el bautismo se impartía en nombre de Jesucristo, aunque había iglesias en las que la liturgia bautismal incluía el nombre de las tres personas de la Trinidad, tal como las menciona sobre todo San Pablo (2 Cor 13,13; 1 Cor 12,4-6, cf 1 Cor 6,11, Ga14, 6,1 Pe 1, 2).
Probablemente hubo también el interés de asociar el bautismo cristiano al de Jesús, en el que resonó desde el cielo la voz de Padre, y el Espíritu Santo descendió hasta Él (Mt 3, 16s). La invocación del triple nombre afirmaba que los bautizados no solo recibían la fe en Cristo sino también experimentaban la infusión del Espíritu por el cual renacían a una nueva vida de hijos e hijas de Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro. La mención de las tres personas no implicaba aún el dogma trinitario, que se desarrolló más tarde, pero permite ver que en los primeros cristianos actuaba ya la fe en el misterio de Dios Trinidad.
Conviene recordar que “misterio” no es una suerte de enigma que no se puede comprender. En sentido cristiano, misterio es una verdad revelada, que conocemos porque alguien, en quien confiamos plenamente, nos la ha comunicado y que, una vez acogida, no deja de dársenos a conocer, produciendo efectos en nuestra vida. No es una idea abstracta sino una verdad que transforma la vida, dándole sentido y calidad.
El misterio de la Trinidad nos dice que Dios no es un ente abstracto y lejanísimo, sino vida y fuente de vida, y por eso es comunidad y relación. La expresión de San Juan: Dios es amor pone justamente de relieve la relación interna que constituye el ser de Dios: el que  ama (el Padre), el que es amado (el Hijo) y el amor con que se aman y se unen (el Espíritu Santo). Y como hemos sido creados a su imagen y semejanza, los seres humanos alcanzamos nuestro pleno desarrollo en nuestra relación de hijos e hijas para con Dios y de hermanos y hermanas entre nosotros.
Guiados por los profetas, Israel fue intuyendo progresivamente a lo largo de su historia, y siempre de manera velada y fragmentaria, el misterio del único Dios en tres personas. Vieron a Dios como Padre, creador y señor, que por pura benevolencia había escogido a su pueblo de Israel para desde él ofrecer a la humanidad el don de la salvación.
Experimentaron también el misterio de Dios al sentir la fuerza, que como fuego o viento impetuoso (espíritu) sostiene y orienta la creación, ilumina las mentes, dispone los corazones para el amor e instruye en el recto obrar conforme a la ley moral.
Y también por inspiración de los profetas, llegaron a intuir que, en el tiempo fijado, Dios enviaría un Salvador, el Mesías, el Señor. Anunciado como luz de las naciones, pastor, maestro y servidor, el Mesías haría posible la máxima cercanía de Dios con los hombres, y sería llamado Emmanuel, Dios con nosotros.
Pero podemos afirmar que sólo en Jesús de Nazaret, en su palabra y en sus actitudes, en su vida y en su muerte, llega a plenitud el conocimiento de Dios Trinidad. Ante la revelación de Dios en Jesús de Nazaret, las antiguas intuiciones de los profetas quedan opacadas. Podemos decir que sin Él, difícilmente habríamos podido conocer que Dios realiza la unidad de su ser en tres personas: como el Padre, a quien Jesús ora y se entrega hasta la muerte y es quien lo resucita; como el Hijo que está junto al Padre, nos transmite todo su amor liberador y en quien el mismo Dios se nos hace presente al modo humano; y como el Espíritu Santo que es la presencia continua del amor de Dios en nosotros y en la historia.
Jesús mantuvo con Dios una singular relación de cercanía e intimidad, que él expresaba con el lenguaje con que un hijo se dirige a su padre llamándole: Abbá. Mantuvo con él la más absoluta confianza: mi Padre me ha enviado y yo vivo por él; las palabras que les digo se las he oído a mi Padre; mi padre y yo somos una misma cosa. Al explicarnos esto, Jesús nos enseñó cómo y por qué Dios es Padre, suyo y nuestro. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.
Asimismo, Jesús reclamó para sí la plena posesión del Espíritu divino. Se aplicó, sin temor a ser tenido por pretencioso y blasfemo, las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado; me ha enviado a anunciar la buena nueva a las naciones... (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Y después de su resurrección, envió desde el Padre al Espíritu Santo como lo había prometido a los apóstoles. 
Por este mismo Espíritu tenemos acceso a Jesucristo, lo adoramos como Dios y hombre verdadero. Por él también tenemos acceso al Padre como hijos e hijas, liberados de toda opresión y temor. Por él formamos entre todos una familia especial, más allá de toda diferencia, la Iglesia en la que Cristo se prolonga por toda la historia. Este es el núcleo central de nuestra fe: un solo Dios que en cuanto Padre crea familia, que en cuanto Hijo crea fraternidad y en cuanto Espíritu Santo crea comunidad.
De este modo, el misterio de la Trinidad se convierte en nuestro propio misterio: nos realizamos a imagen de Dios no como individuos aislados sino formando comunidad. Misterio de comunión, la Trinidad nos hace apreciar esta verdad que da sentido a la vida: la verdad de la comunión fraterna, de la solidaridad, del respeto y la mutua comprensión, del afecto y la bondad, en una palabra, la verdad del amor. 
Por eso, la fe en Dios Trinidad, encuentra en el amor humano su expresión más cercana y sugerente. En la unión amorosa del hombre y de la mujer, de la que nace el niño, podemos tener una continua fuente de inspiración para nuestra oración y para nuestro empeño diario por hacer de este mundo un verdadero hogar. 
El misterio de la Trinidad Santa no es, pues, una teoría ni un dogma racional. Es una verdad que ha de ser llevada a la práctica. Porque quien confiesa a Dios como Trinidad, vive la pasión de construir una sociedad en la que sea posible sentir a Dios como Padre, a Jesucristo como hermano que da su vida por nosotros, y al Espíritu como fuerza del amor que une los corazones para formar entre todos una sola familia.

sábado, 26 de mayo de 2018

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

P. Carlos Cardó SJ
Angustia, óleo sobre lienzo de David Alfaros Siqueiros (1950 aprox.), Museo de Arte de Sao Paulo, Brasil
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer. Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana.»
Este trozo del evangelio de San Mateo es uno de los textos fundamentales del Nuevo Testamento. Consta de dos partes. La primera contiene el llamado grito de júbilo de Jesús (11,25-27). Hay quien afirma que estos versículos son quizá los más importantes de los evangelios sinópticos. La segunda parte, que debe ser interpretada unida a la anterior, se centra en la invitación de Jesús a participar en su experiencia vital del Padre, con la cual se aligera el yugo que podrían parecer sus enseñanzas y mandatos (11,28-30).
En la primera parte tenemos una típica oración de Jesús a su Padre. Resalta la intimidad con que se dirigía a Dios, llamándole Abbá. Pronunciada con toda su resonancia aramea, esta palabra expresa el gozo y la confianza del niño al comunicarse con su padre.
Abbá, con esta palabra tierna y primordial para quien la pronuncia y para quien la escucha, Jesús expresa el misterio insondable de Dios con la máxima cercanía que un hombre es capaz de experimentar, la intimidad que le une a su padre. Con ella también Jesús expresa la conciencia que tiene de sí mismo como alguien que no se entiende sino en referencia a Dios como padre suyo.
La palabra Abbá dirigida a Dios es central en la fe cristiana. Dios es para nosotros ternura de máxima intimidad, sin dejar por ello de ser al mismo tiempo el Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra. Dios es más íntimo a mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, padre y madre.
Jesús reconoce que su Padre tiene una voluntad que debe cumplirse. Consiste en el establecimiento de su reinado, que ya ha comenzado pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Lo podemos ver en la acción de quienes se dejan conducir por la fuerza del Espíritu de Jesús, y es el objeto de nuestra esperanza, pues culminará al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos.
La revelación de su ser Padre y la venida de su reino, Dios las ofrece como un don (gracia). La reciben los pequeños y los pobres, los de corazón sencillo y los humildes, pero permanece oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Los pequeños y los pobres de espíritu son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que se vuelva a ellos y los salve. Los sabios y entendidos, en cambio, no esperan más que lo que ellos son capaces de producir, no reconocen su necesidad de reconciliarse, se quedan llenos de sí mismos pero no de Dios.
Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos se haya revelado ya y todo aquel que lo acoge alcanza el poder de realizarse plenamente como hijo de Dios.
En ese contexto, dice Jesús: ¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré! Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud que la del temor servil, que lleva a cumplir la ley moral por el temor al castigo o la esperanza de premios.
Jesús no vino a abolir la ley, lo dijo así expresamente, y alabó a quien la enseña hasta en sus detalles. Pero advirtió que lo que Dios quiere es el corazón del hombre, no simplemente sus obras religiosas. Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de Dios que es amor.
Y yo los aliviaré. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la casa del Padre; la seguridad de que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la certeza de que sea cual sea el daño que pueda causar la maldad humana sobre la tierra, no impedirá la llegada de su reino.
La ley del amor que Él nos da no es carga que oprime. Mi yugo es suave y mi carga es ligera, nos dice. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y creatividad, de grandeza de ánimos y corazón ensanchado.
Vengan a mí… aprendan de mí que soy sencillo y humilde de corazón y yo les daré descanso. Responder a su llamada es aprender del corazón de Jesús man­sedumbre, humildad, sencillez, amabilidad. 
Corazón de Jesús haz nuestro corazón semejante al tuyo. 

viernes, 25 de mayo de 2018

El Matrimonio (Mc 10, 2-12)

P. Carlos Cardó SJ
El matrimonio de la virgen, óleo sobre lienzo de Luca Giordano (1688), Museo del Louvre, París
Jesús fue a la región de Judea y al otro lado del Jordán. Se reunió nuevamente la multitud alrededor de él y, como de costumbre, les estuvo enseñando una vez más. Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?".El les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?". Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella". Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido".Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. El les dijo: "El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio". 
Aunque en la Biblia, desde el Génesis, la relación del hombre y de la mujer aparece encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: No está bien  que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gén 2, 20-23), lo cual excluye cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del otro, en la cultura judía se había afirmado la superioridad del varón sobre la mujer, y se la refrendaba con la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse.
Por eso y para ponerlo a prueba, los fariseos le preguntan a Jesús si es lícito al marido separarse de la mujer. Jesús responde, en primer lugar, haciendo ver que Moisés permitió el divorcio por la dureza del corazón del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y le llevaba a la actitud parcial y legalista de contentarse con lo que señala la ley y sin aspirar a ideales más altos de amor y de servicio. En segundo lugar, basándose en el Génesis (2, 24), Jesús hace ver que la norma de Moisés sobre el divorcio había sido un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que parte de conveniencias humanas egoístas.
De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del hombre y mujer. Por el matrimonio forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas.
La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.
Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio.
Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas (1). Pero aunque esto sea verdad, y sean tan frecuentes los fracasos, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa…
No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido. Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente.
Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos.
Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la fidelidad se ve sólo como una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada. La indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.
Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. El evangelio nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar crisis.

jueves, 24 de mayo de 2018

La cena del Señor (Mc 14, 22-25)

P. Carlos Cardó SJ
La última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano el joven (1586), Palacio Real de Aranjuez, Madrid
Durante la comida, Jesús tomó pan y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomen, este es mi cuerpo.» Tomó luego una copa y, después de dar las gracias, se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos. En verdad les digo que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.»
Este texto eucarístico de Marcos termina con la solemne afirmación: Les digo en verdad (amén, amén, yo les digo) que ya no beberé más del fruto de la vid hasta  el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. Esta frase hacía ver a los primeros cristianos que cuando se reunían para partir juntos el pan y beber juntos el vino, no solamente recordaban la muerte del Señor, sino que comían realmente su cuerpo y bebían su sangre, es decir, unían íntimamente sus personas a la de Él, se creaba una verdadera comunión con Dios y entre ellos, cuya plenitud se alcanzará al final de los tiempos, cuando venga sobre todo lo creado el reinado de Dios.
Los evangelios sinópticos y Pablo concuerdan perfectamente en la intención de hacer ver a los cristianos de las futuras generaciones que Jesús, por las acciones y palabras que empleó en la cena que celebró con sus discípulos antes de padecer, interpretó su muerte como la culminación del plan de salvación que había recibido de Dios, su Padre, y que Él había querido cumplir plenamente por amor a sus hermanos.
En la última cena hay un Jesús que piensa en su muerte inminente y habla de ella  poniéndola en relación con el contenido central de toda su enseñanza y con el significado central de su propia existencia, que es el de una vida que se entrega para dar vida.
Al mismo tiempo, la cena del Señor se realiza en una situación cargada de expectativa. Hay allí un Jesús que piensa en el reino. Por eso, entiende y plantea la cena en términos escatológicos, como la anticipación de la alegría definitiva en el reino de su Padre.
Y es también una situación cálidamente familiar y fraterna: Jesús está reunido con el grupo de sus íntimos, con aquellos que han perseverado con Él en sus prueba, y a los que quiere mantener unidos a Él y entre sí, pase lo que pase. Por eso la celebración de su cena por los cristianos será constitutiva de la comunidad, en todos sus aspectos: porque une en comunión a los hermanos entre sí y con Cristo, porque es signo de su reino por venir y porque es también señal o instrumento de su presencia y de su obra salvadora en la historia. La eucaristía hace a la Iglesia.
La cena de Jesús puede enmarcarse en el contexto de las comidas comunitarias que tuvo durante su vida con gente de todo tipo de procedencia. Se ven en ella puntos de contacto con las formas habituales de comer propias de los judíos, en especial la de los banquetes festivos y, más concretamente, la de la cena de pascua.
En dichos banquetes son esenciales los elementos siguientes: la pertenencia mutua y la religación personal de los comensales por la afirmación y vivencia de su pertenencia al pueblo escogido; la acción de gracias por la liberación; la apertura de principio a todos los alejados, y el deseo de la reunión de todos los hijos de Dios dispersos. Por todo ello, esos banquetes eran “signo” precursor del incipiente reinado final de Dios. Pero estos datos, aunque ilustrativos, no bastan por sí solos para explicar lo que Jesús quiso hacer en su Cena.
Por eso, cuando los evangelios relatan la última cena, dan una descripción que incluye ya el modo cómo la primitiva Iglesia celebraba la liturgia eucarística. Subrayan como lo central la bendición del pan: Tomó el pan; pronunció la bendición y la acción de gracias sobre el cáliz: Pronunció la acción de gracias (Mt 26,26s; Mc 12, 22; 27; Mc 14, 23). Omiten la cena ritual judía y dan relieve a los dos momentos de la entrega y comunión del pan y del vino. Hacen ver así (y Pablo lo afirma con toda claridad en 1 Cor 11, 23-26) que la cena, unida inseparablemente a la cruz del Señor, es una comida sacrificial, un signo de la nueva alianza de Dios con nosotros y un sacramento de comunión.
En la cena del Señor, la antigua celebración de la liberación nacional se convierte en la conmemoración de la nueva liberación, la comida del cordero se sustituye por la comida de su propio cuerpo y la bebida de su sangre. Con esto, dejó a su Iglesia una comida que es acción de gracias y sacrificio al mismo tiempo. 
Y todo, a través de unos actos sencillos: ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino, y unas sencillas palabras: Esto es mi cuerpo..., esto es mi sangre. Sin embargo, en su misma sencillez, sintetizan mucho más de lo que un cristiano puede experimentar de una vez: el recuerdo de la despedida de Jesús, la actualización del sacrificio de su vida, la acción de gracias por lo que hace por nosotros, la expectación de su reinado, y la comunión fraterna, fundamento esencial de la

miércoles, 23 de mayo de 2018

Quien no está contra nosotros, está con nosotros (Mc 9, 38-40)

P. Carlos Cardó SJ
Diversidad, de Nataly Rodríguez Utrilla (14 años – nacionalidad peruana), ganadora del Concurso Internacional de Pintura “Mi pueblo, mi Planeta” (2010), Green Bees, Francia
Juan le dijo a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros”. Pero Jesús les dijo: “No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros”.
Dice el evangelio que en cierta ocasión Juan el apóstol le dijo a Jesús que habían visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo habían prohibido porque no formaba parte de su grupo. Querían tener la exclusiva, el monopolio de Jesús.
Probablemente Marcos escribe este texto pensando en las polémicas y grupos que surgieron dentro de la primitiva Iglesia. Recuerda a este propósito la exhortación que hizo Jesús a sus discípulos para que evitaran el sectarismo, procurando que las diferencias no sean causa de división, sino que contribuyan a una mayor riqueza de la comunidad mediante el respeto a la diversidad.
En una institución como la Iglesia no puede dejar de haber diferencias entre sus miembros, es completamente natural. Por eso, pretender imponer una uniformidad sería echar por los suelos la variedad de carismas, dones y servicios que el Espíritu suscita en la comunidad para el bien de todos. Por eso, se debe siempre procurar presuponer que el otro, aunque no piense o actúe como yo,  es movido por un buen espíritu, mientras no se demuestre lo contrario. Si el otro busca sinceramente servir a Cristo y a los hermanos, la actitud cristiana ante él ha de ser de respeto.
Es muy sabia y de gran actualidad a este propósito la actitud que San Ignacio exige en el que da los Ejercicios respecto a quien los recibe: debe estar dispuesto en todo momento a defender la postura del otro –su modo de pensar o de actuar, su religiosidad y espiritualidad propia, sus costumbres y modos de trabajar por los demás, etc. – y no a condenarla. Y si no la puede defender, ha de procurar dialogar, interrogarlo para ver cómo la entiende; y si está equivocado, le ha de corregir fraternalmente; y si esto no bastara, habría que buscar otros medios de ayuda más convenientes (cf, Ejercicios Espirituales, 22).
Desde esta actitud de apertura y respeto al otro, se puede aceptar con paz que existan personas buenas que hacen el bien, aunque no pertenezcan a instituciones o agrupaciones confesionales. Los que sí forman parte de ellas pueden juzgar a tales personas como hacían los discípulos de Jesús simplemente porque “no son de los nuestros”.
Al obrar así, dan a entender –lo quieran o no– que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si contaran con el monopolio de Jesús y de su evangelio a ellos solos concedido. Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen, pero Jesús es más grande que las instituciones, grupos y entidades creadas por los hombres.
Él es el único Maestro y todos somos discípulos. Es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen verdaderamente en nombre de Cristo, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia.
No se trata de que la gente nos siga a nosotros, ni de llevar a los demás por el mismo camino, sino que sigan a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia. Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros.
El evangelio nos cura de toda tendencia al círculo cerrado, al sectarismo intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. 
Amplitud de miras, respeto, diálogo, tolerancia y colaboración, son modos de ser que plasman los valores evangélicos que constituyen el ser de la Iglesia. Y no debemos olvidar que la verdadera unidad eclesial sólo se logra con el amor fraterno que lleva a suponer siempre en el otro rectitud, libertad y buena voluntad, y no precisamente lo contrario, aunque no logre entenderlo.