domingo, 18 de marzo de 2018

Homilía del V Domingo de Cuaresma – El grano de trigo caído (Jn 12,20-33)


P. Carlos Cardó SJ
Jesús consolado por un ángel en Getsemaní, óleo sobre cobre de Carl Bloch (1873), Museo de Historia Nacional, Hillerod, Dinamarca
Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora!  ¡Padre, glorifica tu Nombre!".
Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir.
Unos griegos, venidos a Jerusalén para la Pascua, quisieron ver a Jesús. Ellos representan a todos los que serán atraídos a Jesús cuando sea levantado sobre la tierra. Serán el fruto del grano caído en tierra. A partir de este hecho, Juan desarrolla una serie de temas que clarifican el sentido de la entrega de Jesús en la cruz.
El primer tema es el de “la hora”: Ha llegado la hora. La presencia y acción de Dios en Jesús se manifestará gloriosamente en su muerte. En la “hora” de su paso de este mundo al Padre, será glorificado como el Hijo y se pondrá de manifiesto la relación que existe entre Él y Dios, y entre nosotros y Dios. A todos, judíos y griegos, se les revelará el misterio de la vida y muerte de Jesús: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.
Pero Jesús sabía que su crucifixión iba a ser un duro golpe a las expectativas que sus seguidores habían puesto en Él como Mesías. Por eso, no sólo intentó hacerles comprender que su forma de ser Mesías era radicalmente distinta a la idea del Mesías político, dominador poderoso que ellos esperaban, y que su crucifixión iba a significar la demostración suprema del amor de Dios y de su propio amor por la humanidad. En la cruz de su Hijo, Dios iba a establecer con la familia humana una alianza irrompible.
Jesús actuaba en perfecta sintonía con su Padre; vivía para el Padre y para los demás. Por eso, asume la misión que ha recibido de Él, no pasivamente, sino voluntariamente. Consciente, pues, de que la fecundidad de su obra depende de su muerte, hace una comparación de su propia entrega con estas palabras: “si el grano de trigo, que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere dará fruto abundante” (12, 24).
Con esta parábola, Jesús identifica su destino: cae, muere y da mucho fruto. El grano que muere se hace fecundo, da vida. Dando su vida, Jesús cumple el plan del Padre, fuente de vida, que le ha enviado al mundo para dar vida a todo lo creado. Jesús no podría actuar de otra manera. Poner a resguardo su vida, reservándosela sólo para sí, sería quedarse solo, dejaría de ser el Hijo que cumple la voluntad del Padre y da vida.
Pero la parábola del grano de trigo nos lleva también a profundizar en el sentido de nuestra propia vida. Por eso dice Jesús: “Quien ama su vida, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella en este mundo, la conservará para la vida eterna.” (12,25). En los otros evangelios, dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá” (Mc 8,35 par).
Jesús nos recuerda que el egoísmo vuelve estéril la vida. Quien centra su vida en sí mismo, buscando sólo su propio interés, rompe la relación esencial de la persona a los demás y acaba finalmente por quedarse solo, frustrando (perdiendo) su vida porque la vida es relación, entrega, amor. Quien sepa desprenderse de su propia vida, como Jesús, la pondrá al servicio de los demás, dará vida a otros y se realizará a sí mismo según Dios. Una persona así siente que su vida está sembrada como el grano de trigo, que fructifica en las manos de Dios para vida del mundo.
Después del anuncio de su pasión, nos dice el evangelio que Jesús experimentó una profunda congoja. Consciente de la muerte dolorosa e injusta que le esperaba, se sobrecogió de temor y de angustia. Él no va al encuentro de la cruz de manera impasible. Es un ser humano y la rehúye y se siente perturbado. Su sensibilidad le lleva a implorar a su Padre que lo libre de ese trance.
Pero no se deja llevar por su deseo sino por la voluntad de Dios: “¡Ahora mi alma está turbada! Y ¿qué voy a decir?, ¡Padre, líbrame de esta  hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (12,27). Esta angustia mortal anticipa la agonía que vivirá en el Huerto de los Olivos, cuando se sienta movido a clamar: “Padre aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
La carta a los Hebreos presenta esta imagen de Cristo probado por el sufrimiento, que “presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención de su actitud reverente”. Se nos invita ahí a considerar la pasión de Cristo como una oración escuchada. La angustia, asumida en la oración y transformada por ella, se convierte en ofrenda que Dios acepta, otorgándole a Jesús la victoria sobre la muerte. La oración de Jesús se convierte en el modelo de súplica en medio de la prueba.
Entonces –continúa san Juan– se oyó una voz venida del cielo, la misma que resonó en la Transfiguración: “Lo he  glorificado y de nuevo lo glorificaré” (12,28). Esta voz hace comprender el misterio de Jesús como Hijo de Dios. Ella hace comprender que la cruz no es un fracaso ignominioso, sino el lugar en que se revelará la gloria divina en Jesús. Esa voz nos da también a nosotros la certeza de que en la entrega de nosotros mismos consiste nuestra verdadera realización personal, que da fruto abundante.

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