domingo, 4 de marzo de 2018

Homilía del III Domingo de Cuaresma - Jesús y el templo (Jn 2, 13-25)


P. Carlos Cardó SJ

 
Cristo expulsando a los comerciantes del templo, óleo sobre lienzo de Domenikos Theotokópoulos “El Greco” (1600 aprox.), Galería Nacional de Londres
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio".
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.  Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". 
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". 
Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él se refería al templo de su cuerpo. 
Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.
El templo era el principal lugar del culto judío, que tenía como centro la celebración anual de la Pascua con el sacrificio del cordero. Miles de corderos se inmolaban en el atrio del templo; se quemaba la grasa y la carne se dividía: una parte se llevaba a las casas para la comida pascual y otra se destinaba al santuario para ser vendida por los sacerdotes. Además, como los corderos tenían que ser puros, el templo garantizaba su pureza suministrando sus propios animales a un precio más caro.
Aparte de esto, todo israelita tenía que pagar al templo un impuesto de medio siclo de plata (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24) en moneda nacional, no extranjera (considerada impura), para lo cual se habían instalado innumerables mesas de cambistas. Con el correr del tiempo, el templo se enriqueció: tenía campos, rebaños, carnicerías, curtiembres y talleres de hilados y confecciones de lana, con cientos de trabajadores. Llegó a ser una poderosa empresa administrada por los sacerdotes, que amasaron grandes fortunas con aquel negocio sucio.
Nadie criticaba esa corrupción: ni los nacionalistas celotes que veían el templo como el símbolo de la nación; ni los fariseos que exigían el cumplimiento de las leyes, ni los intelectuales escribas que las interpretaban, ni los ricos saduceos que se habían apoderado de la función sacerdotal.
Jesús no se deja impresionar por la riqueza y poder de aquella institución. Su conciencia crítica lo lleva a desenmascarar aquella perversión. Su gesto no es un simple arrebato de ira, sino que expresa la actitud valiente de los grandes profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia y dado su vida por la defensa de la verdadera religión.
Expulsando a los mercaderes, Jesús reprueba aquella corrupción abominable que consiste en usar la religión para obtener ganancias y oprimir a la gente. El templo, el mundo de lo religioso, no puede dividir a la gente, generando privilegios y poderes indefendibles.
El gesto de Jesús va acompañado de un anuncio: Destruyan el templo y en tres días lo construiré. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra y aplicándola al templo de piedra, la usarán como la acusación formal para conseguir la sentencia de muerte contra Jesús. Los discípulos, por su parte, sólo la entenderán en la mañana de Pascua. Se acordaron de lo que había dicho, y creyeron..., es decir, que el edificio del templo podía caer (como de hecho ocurrió con la destrucción de Jerusalén por las tropas de Tito el año 70), pero que el cuerpo de Jesús, destruido en la cruz por el pecado del mundo, sería resucitado y levantado a lo alto por Dios, como el templo nuevo de su presencia continua en su pueblo, el santuario de la adoración en espíritu y en verdad (de que habló Jesús a la Samaritana – cf.  Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.
Así mismo, el templo de Dios somos nosotros también. ¿No saben –dice san Pablo– que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo y ese templo son ustedes (1 Cor 3,16). El mismo Pablo considera la vida cristiana como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que crece hasta formar un templo consagrado al Señor, del que formamos parte por medio del Espíritu (Cf. Ef 2,19-22) para ser morada de Dios.
El pecado y el mal de este mundo destruyen el templo santo que es la persona humana. Con nuestros desórdenes personales, llenamos el templo –que somos nosotros– con otros dioses, objetos de nuestro interés, que son indignos del lugar santo; convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene y limpia, recupera y rehace.
San Pedro en su primera carta da un contenido comunitario a la imagen del templo y dice: ustedes como piedras vivas, van construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe 2,4-5). 
La comunidad eclesial es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio espiritual agradable a Dios. En este templo, además, todos somos necesarios, como son necesarias todas las piedras del edificio. Formamos una unidad por encima de raza, lengua, o nación. No hay poderes sino servicios diversos, carismas y dones que Dios distribuye para que actúen en comunión y se pongan a disposición de los demás, a fin de constituir un cuerpo en el que no haya ninguna división.

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