miércoles, 3 de enero de 2018

El Cordero de Dios (Jn 1,29-34)

P. Carlos Cardó SJ
El triunfo del cordero de Dios, óleo sobre lienzo de Francisco Bayeu y Subías (1778-79),  Museo del Prado, Madrid
Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel". Y Juan dio este testimonio: "He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 'Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo'. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios".
Juan Bautista señala a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y lo reconoce como el portador del Espíritu divino, que va a bautizar con Espíritu Santo (Jn 1,33), y fuego, añaden Mateo y Lucas (Mt 3,11; Lc 3, 16).
¿Qué significado tiene la metáfora del Cordero? El cordero era la víctima del sacrificio de expiación y comunión de los judíos. En la pascua, cuando celebraban la liberación de Egipto, la comida del cordero evocaba la sangre de los corderos que salvó a Israel del exterminio (Ex 12, 7.12-13).
Asimismo, no cabe duda de que la designación de Jesús como el “cordero que quita el pecado” alude a los cánticos de Isaías sobre el Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), que cargará sobre sí el pecado del pueblo, y entregará su vida en expiación como cordero llevado al matadero, para traer a muchos la salvación.
La idea recorre todo el Nuevo Testamento: “Los han rescatado... con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha” (1 Pe 1,18-20); “vi un cordero como sacrificado... porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación...” (Ap 5,6ss); “nuestra cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7).
El evangelista Juan refuerza este significado al señalar que Jesús fue crucificado la víspera de Pascua (Jn 13,1; 18,28.39- 19,14.31.42), en el día y casi a la misma hora en que eran inmolados los corderos en el templo y que, en vez de romperle las piernas, como solían hacer con los crucificados, a Jesús no le rompieron ningún hueso –como estaba mandado para el cordero pascual (Ex 12,46; Num 9,12)– sino que un soldado le atravesó el costado con una lanza (Jn 19,36).
Volviendo al testimonio de Juan Bautista, vemos que declara haber visto que el Espíritu descendió sobre Jesús y se quedó en Él (Jn 1, 32). En su bautismo en el Jordán, el Hijo de Dios se sumerge en la condición humana y Juan ve que se cumple en él lo que había anunciado Isaías sobre el Mesías: Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor (Is 11,2).
Por eso los evangelios afirman reiteradamente que la razón por la que Jesús habló y actuó como lo hizo fue que estaba lleno del Espíritu divino. Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (Lc 1,35); es conducido al desierto por el Espíritu (Lc 4,1); expulsa los demonios por el Espíritu de Dios (Mt 12,28); en su muerte entrega el Espíritu (Jn 19,30), y en su Resurrección es elevado al Padre, desde donde envía a nosotros el Espíritu: Reciban el Espíritu Santo (Jn  20,22). Por esto es Él quien nos bautiza con Espíritu Santo, es decir, nos sumerge en la vida misma de Dios. 
Quienes en la Eucaristía comen la carne y beben la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo, quedan llenos de su Espíritu que forja unidad fraterna y enciende en ellos el fuego de su amor. «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomen, coman todos de él, y coman con él al Espíritu Santo…, el que lo come vivirá eternamente» (San Efrén [+ 373], Doctor de la Iglesia, Sermón 4, n.4). 

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