miércoles, 13 de diciembre de 2017

¡Vengan a mí los cansados y agobiados! (Mt, 11, 28-30)

P. Carlos Cardó SJ
Q Train, pastel sobre papel de Nigel Van Wieck (1990), Nueva York.
(Fuente: http://www.nigelvanwieck.net/)
Jesús tomó la palabra y dijo: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana."
La invitación que hace Jesús, ¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!, se refiere —en primer lugar— a los judíos, que se veían forzados a practicar una religión convertida por los fariseos y doctores de la ley en una intrincada red de reglamentaciones minuciosas de la ley mosaica, que sofocaba la libertad de las conciencias y era muy difícil de cumplir (Cf. Mt 23,4).
Jesús se muestra como un maestro muy diferente. La ley que enseña para el ordenamiento de las relaciones con Dios y con el prójimo es un yugo suave y una carga ligera, porque es ante todo la respuesta agradecida al amor de Dios que hacen hijos e hijas a quienes creen en Él, y quiere ser amado y respetado con libertad, no por obligación ni por temor.
Además, la originalidad más característica de Jesús como maestro es que no reduce su enseñanza a la transmisión de normas y prohibiciones, sino que orienta a sus discípulos a una adhesión a su persona y a su mensaje, que equivale a seguirlo e imitarlo. A ello invita, no constriñe ni se impone. Ser discípulo suyo es entrar a una comunidad de vida con Él y con sus discípulos, caracterizada por relaciones mutuas de afecto y servicio, a través de las cuales, o al calor de las cuales, el discípulo va asimilando la forma de ser del maestro, sobre todo su amor misericordioso para con los pobres y los que sufren.
Por muchos motivos se puede pensar que la práctica de la fe cristiana hoy está muy lejos de aquella religión de la ley impuesta por el judaísmo fariseo. Pero no cabe duda que pervive aún como mentalidad en personas que buscan la seguridad de contar con el favor de Dios gracias al cumplimiento de lo que está mandado.
Se observa así la ley moral más por el temor al castigo o la esperanza del premio, que por el amor y gratitud hacia el Padre; pudiendo llegar incluso a un cumplimiento escrupuloso y rigorista de los detalles de la ley, pero sin poner en ello el corazón, que es lo Dios reclama.
Jesús llevó a la perfección y condensó toda la moral en su único y principal mandamiento. Pues la Ley entera se resume en una frase: Amarás al prójimo como a ti mismo  (Gal 5,14). Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la vanagloria de hacer las cosas para ser visto, en la hipocresía que lleva a juzgar a los demás, y en el orgullo de quien no puede aceptar la salvación como un don, porque prefiere tener la seguridad de ganársela con las obras que hace y los deberes que cumple.
El amor cristiano, en cambio, pone a la ley en su lugar, de medio y no de fin, y mueve a curar a un enfermo aunque la ley prohíba hacerlo en día sábado, o a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, aunque éste sea un comportamiento criticable. La nueva ley del amor ensancha el corazón, alivia y descansa, es justicia nueva, que me hace confiar no en lo que yo puedo hacer para santificarme, sino en lo que puede hacer en mí el amor de Dios (1 Cor 5,10).
De esta certeza brota la inquebrantable confianza. Jesús nos la asegura con sus palabras: Vengan, yo los aliviaré. 
Por eso san Claudio de la Colombière llegaba a decir en su Acto de Confianza: “Dormiré y descansaré en paz… Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de sus vidas o sobre el rigor de sus penitencias, o sobre el número de sus buenas obras, o sobre el fervor de sus oraciones. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Porque tú, Señor, sólo tú, has asegurado mi esperanza. En ti, Señor, esperé, y no quedaré defraudado. Y estoy seguro de que esperaré siempre, porque espero igualmente esta invariable esperanza”. 

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