viernes, 1 de diciembre de 2017

La parábola de la higuera (Lc 21, 29-33)

P. Carlos Cardó SJ
La Higuera, óleo sobre lienzo de Hermenegildo Anglada Camarasa “Hermen” (1917), colección privada, España 
Jesús hizo a sus discípulos esta comparación: "Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol. Cuando comienza a echar brotes, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el Reino de Dios está cerca. Les aseguro que no pasará esta generación hasta que se cumpla todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán." 
A las cuestiones que los discípulos se hacían sobre el fin del mundo, Jesús responde empleando imágenes que evocan las del género literario de la apocalíptica judía, y que proyectan una visión de la historia en la que se desarrolla el plan de salvación en etapas sucesivas: primero el juicio sobre Jerusalén, luego el tiempo de la Iglesia y finalmente el de la venida del Hijo del hombre y del establecimiento del reino de Dios.
Ahora, con la parábola de la higuera, aclara sus palabras sobre lo que se le viene encima al mundo (Lc 21, 26) y sobre la inminencia de la liberación. Hace ver a sus discípulos que su actitud de espera no debe ser ni la de los fanáticos que esperan con impaciencia el fin, ni la de los escépticos y resignados que no esperan nada.
La contemplación de los cambios que aparecen en la higuera le sirve a Jesús para enseñar a los discípulos a estar atentos a los acontecimientos de la historia y discernir en ella los signos que permiten intuir, ya ahora, el paso de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad. Cuando la higuera empieza a echar brotes, se puede saber que el verano ya está cerca, los nuevos tallos y las hojas que aparecen anuncian las frutas de verano. De ahí Jesús saca esta conclusión: Aprendan a interpretar esas otras señales; cuando las vean, sabrán que el reino de Dios está cerca.
Es necesario discernir su venida en lo ordinario de cada día. La historia tiene valor salvífico, en ella actúa el Señor, en ella se da el paso de la vieja a la nueva creación. La esperanza tiene el carácter de lo cotidiano, pues el cristiano tiene ya el Espíritu Santo que le permite vivir anticipada la vida eterna en las experiencias de fraternidad, justicia y equidad que se pueden promover aquí y ahora.
Estas experiencias concretas sostienen la esperanza en el futuro, que traerá el don de Dios pleno y para siempre. Es la esperanza que Jesús quiere inculcar en los discípulos con expresiones de cuño apocalíptico como: les aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. No indica una fecha concreta ni permite un cómputo cronológico, pero asegura la venida del reino como el don por excelencia de lo alto. La historia, por la presencia del Resucitado en ella, contiene, como la yema de la higuera, el fruto de la futura resurrección. La parábola va contra las desviaciones del cristianismo que prometen una salvación futura sin relación con la historia.
Actitud característica del cristiano es el discernimiento. Vive buscando en todo la presencia de Dios y su voluntad, para adaptar a ella su conducta. Sabe que en todo está Dios y que hay un contenido de esperanza en toda realidad. Por eso no se deja embotar la conciencia por la desconfianza o por la frivolidad que impiden ver más allá de lo sensible e inmediato. 
Su búsqueda continua en la oración lo libra también de la insatisfacción que sobreviene a quien sólo se interesa por las cosas transitorias del presente porque no ve un futuro que le apasione y lo empuje a cambiar, a dar de sí, a crear. La esperanza anima, dinamiza, motiva con la satisfacción de la meta, con el gusto del fruto que despunta. El cristiano discierne por dónde viene el futuro nuevo y distinto que todos deseamos y aporta para su construcción todo lo que es y todo lo que tiene.  

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