lunes, 4 de diciembre de 2017

Curación del criado del centurión romano (Mt 8, 5-13)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y el centurión, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1575 aprox.), colección del Museo de Arte Nelson-Atkins, Kansas City, Missouri, Estados Unidos
En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un oficial romano y le dijo: “Señor, tengo en mi casa un criado que está en cama, paralítico, y sufre mucho”. Él le contestó: “Voy a curarlo”.Pero el oficial le replicó: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa; con que digas una sola palabra, mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; cuando le digo a uno: ‘¡Ve!’, él va; al otro: ‘¡Ven!’, y viene; a mi criado: ‘¡Haz esto!’, y lo hace”.Al oír aquellas palabras, se admiró Jesús y dijo a los que lo seguían: “Yo les aseguro que en ningún israelita he hallado una fe tan grande. Les aseguro que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos”.
El milagro del siervo del centurión tiene su paralelo en Lc 7, 1-10 y en Jn 4, 43-54, donde se trata de un funcionario subalterno del rey Herodes Antipas; aquí es un centurión, oficial romano de la guarnición de Cafarnaum. Se trata, pues, de un personaje de buena posición social y económica, pero que ante la enfermedad de su criado, al que aprecia mucho, se siente impotente. Ante la realidad de la enfermedad y de la muerte se pone de manifiesto la radical impotencia del hombre. De eso sólo Dios salva.
El relato pone de relieve la relación entre Palabra, fe y vida, y la oferta del don de la salvación a todas las naciones. Los milagros de Jesús en el evangelio son signos naturales que tienen un significado espiritual. Jesús enseña con su palabra y también con sus obras. El signo visible de la curación del enfermo es importante, incluso necesario, pero más importante es lo que significa.
Por eso, como en varios otros relatos, la narración del hecho prodigioso es sólo el cuadro exterior de lo que más interesa, que es la enseñanza que contiene. Es de notar que quien enseña aquí es un centurión pagano: enseña a creer confiadamente en la persona de Jesús y en el poder de su palabra. Se dirige a Él llamándolo Señor, no por simple cortesía, sino porque ha reconocido la autoridad y poder de Dios en su persona y en su palabra. Por eso cree antes de ver el signo realizado en favor de su criado. Todavía no ha ido Jesús a curarlo y ya él proclama: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.
La inserción de un texto profético (tomado de Is 49,12; 59,19; Mal 1,11) subraya la otra enseñanza del pasaje: el anuncio de la admisión de los paganos a la salvación, simbolizada en el banquete celestial, en compañía de los patriarcas, y del cual quedan excluidos los judíos, que eran los primeros destinatarios. A ese pueblo que lo rechaza, Jesús propone el modelo de fe que les da un pagano. Como Abraham que era un extranjero y que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé y fue constituido padre en la fe de una posteridad bendecida, así también el centurión romano que, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, viene a ser modelo de esa fe que hace extensiva la bendición de Abraham a todas las familias de la tierra.
Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que mi criado quede sano. La humildad  es otro componente de la fe. Repetimos las palabras del centurión creyente cuando nos acercamos a recibir el Cuerpo del Señor. No somos dignos, lo que se nos da no depende de nuestros méritos. Todo es don y gracia.
Sea cual sea nuestra condición o el estado en que estemos, cabe siempre la certeza de que el Señor oirá nuestra petición. Pidan y se les dará. Y hay que dejar a Dios enteramente el curso de los acontecimientos. La fe no necesita ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta la Palabra que refiere lo que Él ha hecho por nosotros.
La confianza es base de la fe y del amor. Dios nos ha mostrado su amor en la entrega de su Hijo, y Jesucristo atestigua  su credibilidad con la absoluta coherencia de su mensaje y de su conducta, y sobre todo con la entrega de su persona. No hay mayor amor que quien da la vida por sus amigos (Jn 15,13). Eso debe bastar.
A continuación, Mateo pone un breve sumario de la actividad sanante y liberadora de Jesús. La intención parece ser introducir un texto de Isaías sobre la figura del Siervo de Dios, que carga consigo los dolores y sufrimientos del pueblo. Jesús, el Siervo, asume como propias nuestras flaquezas y enfermedades, que se convierten en el lugar de nuestro encuentro y unión con Él. 

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