sábado, 4 de noviembre de 2017

Elegir el último lugar (Lc 14, 1.7-11)

P. Carlos Cardó SJ
La última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano el Joven (1586, aprox.), Museo del Prado, Madrid, España
Un sábado Jesús fue a comer a la casa de uno de los fariseos más importantes, y ellos lo observaban. Jesús notó que los invitados trataban de ocupar los puestos de honor, por lo que les dio esta lección: "Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no escojas el mejor lugar. Puede ocurrir que haya sido invitado otro más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga y te diga: Deja tu lugar a esta persona. Y con gran vergüenza tendrás que ir a ocupar el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ponte en el último lugar y así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, ven más arriba. Esto será un gran honor para ti ante los demás invitados.  Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".
Las comidas, en especial los banquetes festivos, tienen en casi todas las culturas un carácter simbólico: son acontecimientos en los que se reproducen ciertos valores y se establecen o refuerzan relaciones sociales. El comer no sólo sirve para alimentar el cuerpo, sino que se convierte en una costumbre o ceremonia en la que se inician o estrechan vínculos de amistad o de mutua pertenencia, se consolidan pactos y alianzas, se celebran acontecimientos importantes para la vida del grupo.
Las comidas en Palestina estaban regidas por determinados códigos de procedimiento, que Jesús no dudó en modificar para transmitir mejor el significado que el banquete tenía en la predicación de los profetas: simbolizaba el reino de Dios. Por eso, aunque  resultaba escandaloso, no dudaba en sentarse a la mesa con publicanos y gente de mal vivir. Con esta actitud no sólo abogaba por la superación de las barreras y divisiones que había entre la gente, sino que transmitía la idea de que Dios acogía en su reino a aquellos que, según las tradiciones judías, estaban excluidos de él. 
Por esto, las comidas de Jesús son tan importantes como sus curaciones de enfermos o el perdón que otorgaba a los pecadores. Con ellas Jesús anticipaba simbólicamente la venida del reino, enseñaba cómo acoger la invitación a él y extendía esta invitación a todos sin distinción, justos y pecadores, ricos y pobres, judíos y extranjeros.
Los fariseos y escribas, defensores de las tradiciones, criticaron duramente esta actitud de Jesús por considerarla excesivamente pretenciosa. Sin embargo, movidos por el ansia de protagonismo, manipulaban los códigos sociales de los banquetes y ceremonias para ocupar siempre los primeros lugares. Jesús desenmascara su hipocresía, a la que llama la “levadura de los fariseos”, y propone en cambio la lógica del reino. Dirá que hay que hacerse pequeños para entrar en el reino. Los que le siguen han de obrar con sinceridad y verdad, humildad y servicio, no movidos por otra manera de pensar.
La sociedad entonces y ahora motiva a la gente a la búsqueda de protagonismo basado en el tener, el poder y el aparecer superiores a los demás. Ignacio de Loyola en la meditación de las Banderas hace ver el dinamismo del mal espíritu en la vida del sujeto: induce primero a afán de riqueza, luego a búsqueda de honores (vanagloria) y termina afincando a la persona en la soberbia. 
El espíritu de Cristo, en cambio, mueve a amor a la sencillez de vida, a aceptación de las incomprensiones que se pueden sufrir como consecuencia del compromiso cristiano, y a humildad, como identificación con Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Fil 2, 8). No es fácil predicar hoy la humildad, en una sociedad que tras el valor de la búsqueda de superación, transmite imágenes falsificadas del “triunfador” como  modelo de identificación. 
Pero la humildad cristiana lejos de atentar contra la búsqueda del progreso personal y colectivo, libra a la persona de la mentira: le lleva al reconocimiento de su propia realidad, que incluye conocimiento de sus talentos y cualidades pero también de sus limitaciones y debilidades y lo impulsa a obrar de acuerdo con ese conocimiento. Saberse humilde no es sentirse inferior. “La humildad es andar en la verdad”, decía Santa Teresa.
El soberbio se engaña pretendiendo lo que no le corresponde. Cédele el puesto a éste –le dice Jesús– y, avergonzado, tendrá que ir a ocupar el último lugar. Por eso, cuando te inviten, acomódate en el último lugar. Entonces vendrá el que te invitó y te dirá: Amigo, sube más arriba. Al humilde Dios lo llena de su gloria, se refleja en Él. 
Esta manera nueva de pensar se ve reflejada en el canto de María, el Magnificat. Ella nos enseña a no sepultar los propios talentos –que hay que reconocerlos con gratitud– sino emplearlos de la manera más justa. El humilde es llamado amigo por Dios. Por eso, por tu gesto de humildad, dice Jesús: Amigo, sube más arriba.

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