jueves, 30 de noviembre de 2017

Anuncio del Reino y llamamiento de primeros discípulos (Mt 4, 18-22)

P. Carlos Cardó SJ
Llamamiento de Pedro y Andrés, mosaico bizantino de autor anónimo (siglo VI), basílica de San Apolinar el Nuevo, Ravena, Italia
Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres". Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó. Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron. 
Después de ser bautizado por Juan y ser tentado en el desierto, Jesús da inicio a su actividad pública en la región de Galilea, junto al lago de Genesaret, y lo primero que hace es formar un grupo de discípulos. Caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro, y Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… Los llama cuando están en plena labor, echando la red, porque son pescadores, y les hace separarse del trabajo y de la vida familiar porque quiere simbólicamente prolongar su misión en ellos, hacerlos pescadores de hombres. La imagen de la pesca alude a la labor misionera.
Y ellos, dejando inmediatamente sus redes, lo siguieron. Lo dejaron todo. Jesús pasó a ser lo más importante en sus vidas, el valor supremo frente al cual todo resulta relativo: redes, barca, familia. Aprenderán a orientar todo hacia el servicio de Dios y el bien de los prójimos, sin dejarse llevar por afectos desordenados que les impidan seguir a Jesús.
El adverbio inmediatamente resalta la prontitud de la obediencia con que siguen la llamada del Señor: dejan las redes sin siquiera arrastrarlas a tierra. Idéntica respuesta dan Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (v. 22), y la frase paralela: dejando inmediatamente la barca y a su padre, le siguieron, demuestra la intención del evangelista de subrayar la prontitud y radicalidad con que se ha de seguir a Jesús.
La teología que subyace al evangelio de Mateo es fuertemente eclesiológica. De modo particular, el término «discípulo» hace referencia al miembro de la comunidad de la Iglesia, es decir, al cristiano que, por el bautismo, ha sido hecho discípulo y misionero.
La tradición cristiana, además, ha considerado a la región de Galilea, en la que Jesús realizó la mayor parte de su actividad pública, como el lugar de origen de ella misma. Allí nació la Iglesia, en esa zona pobre de Palestina y en la persona de esos pescadores que se convirtieron en seguidores de Jesús de Nazaret. Y así sigue naciendo y creciendo la Iglesia. Todos por tanto podemos sentirnos llamados en la persona de esos pescadores. Jesús cuenta con nosotros hoy como contó con ellos para prolongar su misión en el mundo.
La vida cristiana es la respuesta a esta invitación. Como los primeros discípulos, seguir al Maestro puede ser también para nosotros vivir con Él en comunión de vida, que nos irá transmitiendo una forma de ser, un solo sentir y pensar. Es identificación con Él. Sus palabras: Vengan conmigo, señalan que lo primero es la relación personal con Él, conmigo. Del estar con Él brotará todo lo demás: ser pescadores de hombres
No nos imaginemos cosas extraordinarias. Como los primeros discípulos, el cristiano escucha la llamada del Señor en su vida ordinaria, por profana que sea: como la oyeron Simón y su hermano Andrés cuando estaban pescando, o Mateo cuando estaba detrás de su mesa de cambista contando la plata de los impuestos. Incluso se puede estar haciendo cosas que van contra Cristo y contra los cristianos, como le ocurrió a Saulo. Hagamos lo que hagamos, la palabra toca nuestro interior, haciendo salir la verdad más profunda, que marcará el sentido de nuestra vida. Vente conmigo.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Las futuras persecuciones (Lc 21, 12-19)

P. Carlos Cardó SJ
Martirio de San Esteban, óleo sobre lienzo de Juan de Juanes (1562 aprox.), Museo del Prado, Madrid, España
Jesús dijo a sus discípulos: "los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los conducirán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre, y todo esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ningún adversario podrá resistir ni refutar. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, parientes y amigos, y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi nombre. Sin embargo no perderán ni siquiera un pelo  de sus cabezas. Gracias a la constancia salvarán sus vidas".
El discurso de Jesus continúa, ya sin tintes apocalípticos, desarrollando el tema del testimonio que han de dar sus seguidores y de las persecuciones de que podrán ser objeto por su Nombre, no sólo en el ámbito judío (en las sinagogas y en las cárceles), sino entre los paganos (reyes y gobernadores) y aun entre los propios parientes y amigos.
Se señala que estas cosas sucederán antes de la destrucción de Jerusalén y del templo. El contexto histórico en que Lucas escribe su evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles es el de una Iglesia llena de enormes tensiones y angustias. Todo comenzó con las amenazas del Consejo de Ancianos contra Pedro y Juan para que no hablaran a nadie en nombre de Jesús (Hech 4, 16-18), siguió luego la persecución y flagelación de Pedro y los apóstoles (Hech 5, 17-42), y se produjeron luego las muertes de los primeros mártires Esteban y Santiago (Hech 7, 54-60 y 12, 1-3; cf. 1 Tes 2,14; Gal 1,13).
Jesús anuncia a sus discípulos que el testimonio que darán de Él los llevará a compartir su misma suerte. En el evangelio de Juan la advertencia es clara y directa: Si a mí me han perseguido, también los perseguirán a ustedes (Jn 12, 20). Llamados a prolongar la obra y mensaje de su maestro, los discípulos prolongarán también el misterio de su cruz. Sus vidas entregadas y su martirio final pondrán de manifiesto la verdad del evangelio.
Las persecuciones, lejos de impedir o bloquear el anuncio de la venida del Reino, lo proclamarán y difundirán con una eficacia especial. Muy pronto se verá que “la sangre de los mártires es simiente de nuevos cristianos”, como afirmó Tertuliano, padre de la Iglesia de la segunda mitad del siglo II.
En la perspectiva de las persecuciones que les aguardan, Jesús exhorta a los discípulos a no preocuparse por lo que van a tener que decir para defenderse ante las autoridades judías o paganas, porque Él mismo les inspirará a su tiempo lo que tendrán que decir. Ya antes se lo había prometido: Cuando los lleven a las sinagogas, y ante los jueces y autoridades, no se preocupen de cómo habrán de responder, o qué habrán de decir; porque el Espíritu Santo les enseñará en ese mismo momento lo que deben decir (Lc 12, 11-12). Las palabras que el Señor pondrá en su boca serán tales que sus enemigos serán incapaces de contradecirlas. La victoria final será de los discípulos de Cristo.
Con esa confianza habrán de vencer todos los miedos, aun el de la muerte: No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más (Lc 12,4), les había dicho en otra ocasión. El miedo es mal consejero, puede llevar a la Iglesia a callar cuando debe hablar y a los discípulos a ocultarse y huir en los momentos críticos, como lo hicieron en la pasión del Señor. Guardarse la vida es echarla a perder.
Además, Jesús advierte a quienes lo siguen que las incomprensiones y persecuciones les vendrán no sólo de los poderosos sino también de sus parientes y amigos, que podrán oponerse hasta de manera violenta a su compromiso cristiano y a los valores morales que encarnen en sus vidas. No resistirán que sus formas de vida sean contrariadas por otras formas de vida que se inspiran en Jesús y en sus enseñanzas.
Esta será siempre la razón: Todos los odiarán por mi causa. En el evangelio de Juan todas estas personas que odian a quienes viven de manera coherente su fe en Cristo son el mundo. Los odian porque no son del mundo (Jn 15). Si lo fueran no los verían como amenaza, no los odiarían. Y ¿qué pasaría si por librarse de problemas se dejasen asimilar por él? ¿Cómo devolverle el sabor a la sal? ¿Para qué serviría la luz puesta debajo del celemín? ¿Qué fecundidad puede tener el grano que no cae en tierra y muere?
Para librarlos del desastre que sería pretender salvar su propia vida y negarse a perderla por Él, Jesús ratifica su promesa de victoria con una frase tajante: No perderán ni un pelo de su cabeza. Y la razón es que con su constancia conseguirán la vida.  Se realizará en ellos el misterio de la semilla sembrada en tierra fértil, la suerte final de quienes por haber escuchado la palabra con un  corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto abundante (Lc 8,15).

martes, 28 de noviembre de 2017

Destrucción del Templo y fin del mundo (Lc 21, 5-19)

P. Carlos Cardo SJ
Destrucción del templo de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Nicolás Poussin (1637), Museo Histórico de Viena
A unos que ponderaban los hermosos sillares del templo y la belleza de su ornamentación les dijo: "Llegará un día en que todo lo que contempláis lo derribarán sin dejar piedra sobre piedra". Le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo sucederá eso y cuál es la señal de que está para suceder"? Respondió: "¡Atención, no se dejen engañar! Pues muchos se presentarán en mi nombre diciendo: "Yo soy; ha llegado la hora". No vayan tras ellos. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no tengan pánico. Primero ha de suceder todo eso; pero el fin no llega enseguida". Entonces les dijo: "Se alzará pueblo contra pueblo, reino contra reino; habrá grandes terremotos, en diversas regiones habrá hambres y pestes, y en el cielo señales grandes y terribles".
Esta página del evangelio forma parte del discurso apocalíptico de Jesús. Se le llama así por sus semejanzas con los relatos bíblicos del género literario apocalíptico (por ejemplo, del libro de Daniel y varios pasajes de Isaías, Ezequiel, Zacarías y Joel) que, en épocas particularmente críticas, especialmente de persecuciones, describían con símbolos e imágenes impactantes la victoria de Dios sobre el mal con el propósito de sostener la esperanza del pueblo. “Apocalipsis” no significa catástrofe, sino revelación. Las palabras de Jesús no revelan cosas extrañas y ocultas, sino el sentido de nuestra realidad presente y cómo debemos vivirla.
El contexto de este pasaje de Lucas es el siguiente. Jesús está en Jerusalén en las cercanías del templo, y escucha cómo la gente se admira de la belleza de su arquitectura, de sus piedras labradas y de la riqueza de las ofrendas que lo adornan. Hay que entrar en la mentalidad de los oyentes de Jesús para advertir el enorme significado que tenía para los judíos el templo de Jerusalén y el impacto que debieron causar en ellos las palabras de Jesús: ¡De esto que ustedes ven, no quedará piedra sobre piedra!
Construido por Salomón (alrededor del año 960 a.C.), reconstruido por Zorobabel (entre el 536 y 516 a.C.) y ampliado por Herodes el Grande (hacia el 19 a.C.), el templo era el santuario más importante y el orgullo de la nación judía. Su destrucción, por tanto, no podía significar otra cosa que el fin del mundo. Pero Jesús hace ver que la caída de Jerusalén y la destrucción del templo no iban a ser el fin del mundo, sino un acontecimiento significativo, figura de todo momento de crisis, que para el creyente debe ser siempre un desafío.
A partir de esta observación, Jesús hace ver a sus discípulos que la historia humana no se dirige hacia el “acabose” sino hacia “el final”. Marchamos hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento de un mundo nuevo. Dios conduce la historia hacia él. En nuestra existencia se desarrolla el misterio de la vida y la muerte, y nos inquieta el transcurrir del tiempo que nos frustra posibilidades, nos disminuye facultades y nos   hace pensar que todo pasa y todo muere.
La inseguridad que esto origina, lleva a buscar seguridad en conocer el futuro y resolver la incógnita de “cuándo” se va a acabar todo y cuáles serán las señales para reconocerlo. Pero Jesús no nos da explicaciones sobre eso. Él nos enseña que el mundo tiene su origen y su fin en el Padre, y nos invita a vivir el presente desde la perspectiva de la esperanza en Dios y del triunfo final de su amor, que es lo que debemos preparar y saber acoger.
Muchas cosas admiramos y en algunas de ellas ponemos nuestra confianza, porque nos gustan y nos producen gozo y placer, nos dan seguridad y poder, nos hacen sentir orgullosos y autosuficientes; son para nosotros como el templo de Jerusalén para los judíos, pero todo eso se puede venir abajo. Que nadie los engañe, nos dice Jesús, invitándonos a examinar dónde tenemos puesta nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestro poder y nuestro orgullo.
Asimismo, ninguna catástrofe, ni guerra ni revuelta social o política serán el fin; son cosas que han de suceder antes, son componentes de nuestra existencia anterior al fin. 
Vivimos un tiempo abrumado por violencias de todo tipo. Guerras y violencias había ya en tiempos de Jesús, y llevarían al gran desastre de la guerra judía de los años 66 a 70 d.C, que concluiría con la destrucción de Jerusalén. Las guerras y los conflictos marcan como hitos sangrientos la historia de la humanidad. Dios no las quiere, son los hombres los que las causan. Continúan y multiplican el crimen de Caín: el desprecio del Padre hasta la muerte del hermano. Frente a las guerras y violencias, el cristiano ejerce el discernimiento: descubre una llamada al cambio de actitudes y busca caminos efectivos para la paz sobre la base de la justicia propia del evangelio.

lunes, 27 de noviembre de 2017

La ofrenda de la viuda (Lc 21, 1-4)

P. Carlos Cardó SJ
El óbolo de la viuda, acuarela sobre grafito en papel avitelado gris, de James Tissot (1886-1994), Museo de Brooklyn, Nueva York, Estados Unidos
En aquel tiempo, levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en las alcancías del templo. Vio también a una viuda pobre, que echaba allí dos moneditas, y dijo: "Yo les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos. Porque éstos dan a Dios de lo que les sobra; pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir".
Junto con los huérfanos, las viudas son en la Escritura el estamento social más pobre y necesitado. Dependen de los demás para poder subsistir. Dios las auxilia y escucha. Por eso se le alaba: Padre de huérfanos y defensor de viudas es el Señor en su santa morada (Sal 68, 6). El hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido (Dt 10,18). Tan clara es esta actitud de Dios para con los necesitados, que el comportamiento ético propuesto por los profetas como característico de la religión judía se resumía en esto: Juzguen con rectitud y justicia; practiquen el amor y la misericordia unos con otros, No opriman a la viuda, al huérfano, al extranjero o al pobre, y no tramen nada malo contra el prójimo (Zac 7, 10).
Por eso Jesús ha fustigado duramente a los escribas, maestros de la ley, porque cometen una abominación que Dios no soporta: devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largas oraciones y por eso tendrán un juicio muy riguroso (Lc 20, 47). Se refiere a las sumas de dinero que les entregaban, suponiendo que ofrecían largas oraciones por ellas; pero también a otra serie de acciones que cometían, como por ejemplo: asesoraban judicialmente a las viudas y les exigían estipendios aunque estaba prohibido; actuaban como fideicomisos para administrar el patrimonio que les dejaban sus maridos y las defraudaban; se hacían hospedar e invitar por ellas sin tener en cuenta sus escasos medios.
Después de ese discurso Jesús –como señala el evangelio de Marcos–, fue a sentarse frente a la Sala del Tesoro del templo y vio cómo muchos ricos echaban cantidades considerables en las arcas. De pronto observó algo que ni sus oyentes ni sus discípulos habían percibido: el contraste entre los ricos que echaban de lo que les sobraba y una viuda pobre que había depositado apenas unas moneditas, pero era todo lo que tenía para vivir.
Jesús admira la fe de la viuda, que se pone de manifiesto en la generosidad con que actúa pero que, además, hace ver –como se puede suponer por el acento social con que escribe el evangelista Lucas– una crítica al injusto sistema de recolección de fondos para el mantenimiento del templo, que es capaz de gravar la modesta economía del pueblo y conducir a la ruina, como a esa pobre viuda que se siente invitada a hacer ofrendas hasta de lo que necesitan para vivir.
Indudablemente la confianza con que esta pobre se abandona en las manos de Dios se contrapone diametralmente con la autosuficiencia de los ricos que no se sienten obligados a dar más de los que les sobra, muchas veces para lograr el público reconocimiento.
Esa pobre viuda se convierte en modelo de evangelio vivo y figura del propio Jesús, de quien dirá Pablo que, siendo rico, por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8, 9). Él no tuvo dónde reclinar la cabeza pero no dudó en soportar fatigas y molestias para servir a los demás, aun quedándose sin tiempo para comer. Su generosidad fue espléndida, sin límites, como puede comprobarse en las acciones que realizaba en favor de las multitudes hambrientas y de los enfermos. Y después de una vida de servicio culminó su obra en el mundo con la entrega de su vida en la cruz. 
Los discípulos están advertidos: las instituciones religiosas pueden pervertirse cuando los métodos que emplean no tienen en cuenta la situación real de las personas y las obligaciones impuestas resultan gravosas a los pequeños y a los débiles. Y está también la lección que se debe sacar de esa pobre mujer que con su gesto de generosidad y confianza en Dios se yergue como la maestra que enseña a todos la lección más importante del evangelio. El mensaje cristiano se transmite principalmente por el ejemplo y testimonio de las personas que lo viven. Por eso muchas veces los pobres nos evangelizan y liberan a la Iglesia de todo intento de poder y de abundancia.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, Fiesta de Cristo Rey - Tuve hambre y me dieron de comer (Mt 25, 31-46)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo Pantocrátor, mosaico de estilo bizantino de autor anónimo (1145), ábside de la catedral de Cefalú, Sicilia, Italia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda.Entonces dirá el rey a los de su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme’.
Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’. Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’.Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron’.Entonces ellos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?’. Y él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna". 
El relato es una parábola o representación del juicio final. Gira en torno a la antítesis: “vengan-apártense”; “benditos-malditos”; “me dieron-no me dieron”. Quedan separados como el trigo y la cizaña, (Lc 13,24ss) o como los peces malos y los peces buenos (Lc 13, 47ss). Lo decisivo para ser acogido o rechazado es haber socorrido o no a mis hermanos más pequeños. Éstos están agrupados de dos en dos, conforme a tres necesidades de la vida humana: la alimentación, la inserción social  y la libertad.
El hambre y la sed, si no se satisfacen, hacen que la vida no subsista, sobreviene la muerte. El vestido y la patria hacen posible la inserción social, pues la persona que no tiene un vestido digno se siente incómoda, rechazada; y el forastero, forzado a vivir fuera de su patria, se siente un ser extraño. La enfermedad y la cárcel, en fin, atormentan al espíritu con la incomunicación, el aislamiento y la soledad.
Tanto los de la derecha como los de la izquierda se asombran de lo que les dice el Rey y preguntan: ¿cuándo te vimos hambriento...?  El rey responde afirmando su presencia en los necesitados: a mí me lo hicieron. La presencia de Cristo, misteriosa -de incógnito-, pero real, en los pequeños de este mundo, da a nuestros encuentros con ellos un valor trascendente, eterno.
Tratar de reconocer, amar y servir al Señor en ‘estos pequeños’: de esta actitud depende el valor de nuestra vida, su radical realización o su radical fracaso. Por eso el juicio que hará de nosotros Cristo es el mismo juicio que hacemos ahora de los pobres y pequeños. Así, somos nosotros propiamente quienes lo juzgamos: al acogerlo o rechazarlo en los hambrientos y sedientos, en los desnudos y forasteros, en los enfermos y en los encarcelados.
El juicio no será más que la constatación de lo que hacemos. Al final quedará al descubierto lo que libremente vamos haciendo con nuestra vida. Jesús nos lo advierte con la parábola del juicio para que abramos los ojos y nos hagamos conscientes de lo que hacemos o dejamos de hacer hoy.
“¡El pobre es Cristo!”, solía decir san Alberto Hurtado. Con ello ponía énfasis a esta verdad del evangelio: en el pobre siempre está Cristo. Así, el mandamiento del amor a los pequeños de este mundo constituye el fundamento más firme y universal del obrar humano que conduce a la unión de todos los seres humanos, por encima de las diferencias.
Con este mandamiento, Jesús establece un criterio de acción que va más allá de todos los cuadros religiosos y propuestas ideológicas. Y es un mandamiento evidente para todos. El amor a los necesitados expresa, en un lenguaje universal que todos comprenden, un mensaje que dice no sólo una verdad sobre la persona humana sino una verdad sobre el misterio mismo de Dios.
Además, el amor al pobre es el que más manifiesta el modo como Dios ama, pues su amor incondicional, sanante y liberador muestra toda su eficacia cuando levanta del polvo al desvalido  ( 1 Sam 2, 8; Sal 113, 7) y a los hambrientos los colma de bienes (Lc 1, 53). 

sábado, 25 de noviembre de 2017

La Resurrección de los muertos (Lc 20, 27-40)

P. Carlos Cardó SJ
La resurrección de la carne, fresco de Luca Signorelli (1499 – 1502), Domo de la capilla de San Brizio, Orvieto, Umbria, Italia
Se acercaron entonces unos saduceos, los que niegan la resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos ordenó que si un hombre casado muere sin hijos, su hermano se case con la viuda, para dar descendencia al hermano difunto. Pues bien, eran siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos. Lo mismo el segundo y el tercero se casaron con ella; igual los siete, que murieron sin dejar hijos. Después murió la mujer. Cuando resuciten, ¿de quién será esposa la mujer? Porque los siete fueron maridos suyos”.Jesús les respondió: “¡Los que viven en este mundo toman marido o mujer. Pero los que sean dignos de la vida futura y de la resurrección de la muerte no tomarán marido ni mujer; porque ya no pueden morir y son como ángeles; y, habiendo resucitado, son hijos de Dios. Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven”.Intervinieron algunos letrados: “Maestro, qué bien has hablado”. Y no se atrevieron a hacerle más preguntas.
Unos saduceos plantearon a Jesús una pregunta teórica y capciosa sobre la resurrección. Los saduceos eran el partido de los terratenientes y comerciantes que se habían apoderado del sacerdocio para enriquecerse con los impuestos que los judíos pagaban para el templo y con la venta de animales para los sacrificios. Los fariseos, sus más inflexibles rivales, los criticaban por su inmoralidad y porque negaban la resurrección de los muertos.
Lo que pretenden los saduceos que se presentan ante Jesús es ridiculizar la fe en la resurrección, planteando un caso hipotético y extremado. Aluden a la ley del levirato, que dio Moisés para garantizar la descendencia de todo varón. Esta ley correspondía al sueño de los judíos de ver nacer al Mesías entre sus hijos o los hijos de sus hijos. Y esto interesaba incluso a quienes sólo esperaban tener descendencia en este mundo.
Jesús responde, primero, declarando que la fe en la resurrección no es absurda: lo que no tiene sentido es querer asegurar la propia pervivencia casándose y teniendo hijos, porque la vida humana no acaba con la muerte. Cuando los muertos resuciten no tendrán necesidad de casarse.
A continuación afirma que en la vida eterna los seres humanos serán como ángeles. Esta comparación tiene mucho contenido. Los ángeles son llamados “hijos de Dios” (Job 1,6; 2,1), porque reflejan su esplendor y su fuerza; nosotros también somos hijos e hijas de Dios y en la vida eterna alcanzaremos la plenitud de la filiación divina. Los ángeles son seres espirituales; nosotros por la resurrección tendremos un “cuerpo espiritual” como dice san Pablo (1 Cor 15,42). Los ángeles son “anunciadores” de la palabra de Dios; los creyentes somos testigos de la resurrección. Ellos son servidores y custodios; nosotros podemos serlo.
Después de esto, Jesús hace ver que la resurrección estaba ya contenida implícitamente en el episodio de la zarza ardiente, en la que Dios se revela a Moisés como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6). Si es Dios de ellos y ellos están muertos, quiere decir que resucitarán, pues de lo contrario no sería Dios de vivos sino de muertos, lo cual es absurdo. La fidelidad de Dios a los patriarcas y a su pueblo va más allá de la muerte.
Israel llegó progresivamente a la fe en la resurrección, no a partir de reflexiones sobre la inmortalidad, sino por la experiencia del amor fiel de Dios que va más allá de la muerte. Esta revelación, fundada en el Pentateuco, se desarrolló con los profetas y los libros sapienciales. La resurrección es la acción que permite reconocer a Dios: Esto dice el Señor: Yo abriré sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra sus tumbas y los saque de ellas, reconocerán que yo soy el Señor. Infundiré en ustedes mi espíritu y vivirán (Ez 37,13ss).
Para los cristianos, la fe tiene su inicio en la resurrección de Jesús. Porque, si Cristo no resucitó, la fe de ustedes no tiene sentido y siguen aún sumidos en sus pecados (1 Cor 15,17). La resurrección consiste en estar siempre con el Señor (1 Tes 4,17). Esa es la vida eterna que vivimos ya ahora por el don del Espíritu. Por eso dice Pablo: ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20).
Esta fe promueve en nosotros el compromiso de ser testigos de la resurrección (Hech 1,22). Para ello es fundamental analizar la incidencia práctica que la fe en la resurrección ejerce en nuestro modo de proceder. Veremos entonces que es inherente a la fe cristiana la voluntad de construir nuestra vida de tal modo que lo más esencial que hay en ella (la libertad, la responsabilidad, el amor) demuestre que no marchamos hacia un final que nos hará sucumbir en la nada, sino hacia un Dios que nos garantiza nuestra realización plena.
La fe en la resurrección hace buscar la unión y la paz del amor en las relaciones con los demás; motiva el perdón que remite a Dios la regeneración del que nos ha ofendido; capacita para los grandes gestos de sacrificio y renuncia por el bien de los seres queridos y por el progreso humano de la sociedad en que se vive; mueve a adoptar un estilo de vida sobrio, responsable, alejado de la banalidad frívola del mundo; mantiene firme la confianza aun cuando los logros del amor y de la justicia no resultan palpables y evidentes.
Así se demuestra que la existencia humana trasciende lo material y temporal, porque su valor no se agota en la razón, el éxito o la dicha de este mundo.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Expulsión de los vendedores del templo (Lc 19, 45-48)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús expulsa a los mercaderes del templo, ilustración de Alexandre Bida publicada en “La Vida Evangélica de Jesús, con ilustraciones de Bida”. Editado por Edward Eggleston. New York: Fords, Howard, & Hulbert, 1874. 
Después entró en el templo y se puso a expulsar a los mercaderes diciéndoles: «Está escrito que mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones».
A diario enseñaba en el templo. Los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los principales del pueblo buscaban matarlo. Pero no encontraban modo de hacerlo porque el pueblo entero estaba escuchándolo, pendiente de su palabra.
San Lucas no dice más que lo esencial: que Jesús entró en el templo y comenzó a expulsar a los vendedores y dijo: Está escrito: Mi casa será casa de oración, pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones. Mateo (21, 12-17) añade el detalle de que tumbó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Marcos (11, 15- 19) dice que no permitía que nadie pasara por el templo llevando cosas. Y Juan (2, 13-22) sitúa el episodio al comienzo, en una fiesta de pascua, y es más prolijo en detalles descriptivos de la situación: habla del látigo que hace Jesús, del trato que da a unos vendedores y a otros y, sobre todo, incluye la profecía: Destruyan este templo y en tres días lo levantaré de nuevo.
No es un simple arrebato de ira. Sin dejarse impresionar por la riqueza y poder del templo material, Jesús adopta la actitud valiente de los profetas que habían pretendido purificar la religión de Israel, denunciado las injusticias y la corrupción de las autoridades religiosas. Los negocios montados por los sumos sacerdotes en los atrios e inmediaciones del templo para la venta de los animales destinados a los sacrificios había convertido el lugar santo en un antro dedicado al culto a Mammón, personificación de la riqueza de iniquidad, que impide el culto al verdadero Dios. No pueden servir a Dios y a Mammón, había dicho Jesús (Lc 16, 13, Mt 6, 24). Ahora purifica el templo para que vuelva a brillar en él la gloria de Dios.
Además, con su gesto profético, Jesús relativiza la importancia que el judaísmo atribuía al templo material. Ya Jeremías había declarado que no bastaba recurrir al templo para sentirse seguros si se mantenía una mala conducta: No confíen en palabras engañosas repitiendo: ¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor! ¡El templo del Señor! …  ¿Acaso piensan que pueden robar, matar, cometer adulterio, jurar en falso, incensar a Baal, correr detrás de otros dioses que no conocen, y luego venir a presentarse ante mí en esta casa consagrada a mi nombre, diciendo: “Ya estamos seguros”, para seguir cometiendo las mismas maldades? ¿Han convertido esta casa consagrada a mi nombre en una cueva de ladrones? (Jer 7, 4.8-10).
Dios no soporta que se utilice su nombre para cometer inmoralidades, dividir, generar privilegios y sostener poderes indefendibles. Menos aún soporta que se le quiera comprar su amor salvador. La salvación, fruto de su amor, se recibe como gracia siempre inmerecida y se responde a ella con una vida de hijos que se aman unos a otros como son amados.
Esta acción de Jesús que le hace aparecer como alguien superior al templo enardece los ánimos de las autoridades judías, que deciden matarlo: Los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los principales del pueblo buscaban matarlo. Pero no encontraban modo de hacerlo porque el pueblo entero estaba escuchándolo, pendiente de su palabra.
Los poderosos y sabios de este mundo persiguen al portador del reino de Dios; los pobres y sencillos, en cambio, que escuchan su palabra, entrarán en él. Éstos formarán el nuevo pueblo, que el Señor va a adquirir cuando extienda sus brazos en la cruz, cumpliendo la voluntad de su Padre. 
Este pueblo nuevo, santificado por el Espíritu del Señor, será en el mundo el espacio que significa y produce la presencia de Cristo Resucitado. Sus miembros, como piedras vivas, irán construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe 2,4-5). Ellos son el nuevo templo, en el que se ofrece el culto definitivo, en espíritu y en verdad (Jn 4, 24), con la ofrenda de sus personas, entregadas a la causa de Jesús y de su Reino (Rom 12,1-3). 

jueves, 23 de noviembre de 2017

Jesús llora por Jerusalén (Lc 19, 41-44)

P. Carlos Cardo SJ
Destrucción del templo de Jerusalén, óleo sobre lienzo de Francesco Hayez (1867), Galería de La Academia, Venecia
Jesús, al acercarse y divisar la ciudad, dijo llorando por ella: «Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero eso ahora está oculto a tus ojos. Te llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te cercarán por todas partes. Te derribarán por tierra a ti y a tus hijos dentro de ti, y no te dejarán piedra sobre piedra; porque no reconociste la ocasión de la visita divina».
El dolor de Jesús por la suerte futura de Jerusalén se expresa con un lenguaje propio del Antiguo Testamento, en particular del profeta Jeremías (Cf. Jr 8,18-23) en sus lamentaciones por la destrucción de la ciudad por Nabucodonosor, ocurrida en el año 586 a.C; sin embargo, no se descarta que en su redacción final san Lucas haya tenido en cuenta la toma de Jerusalén por las legiones romanas de Tito el año 70 d.C.
Jesús ha entrado en Jerusalén en medio del júbilo de la gente sencilla que lo ha reconocido como el rey enviado por Dios para traer la paz. Las autoridades han debido ver esa manifestación como un tumulto popular peligroso, una provocación de ese predicador y taumaturgo galileo que podría causarles problemas con los romanos.
Jesús es consciente de ello, pero su interés se centra en el destino de la propia capital de su país, que no ha querido reconocer lo que conduce a la paz verdadera, contradiciendo incluso el significado de su nombre, Yeru-shalem, que evoca la paz.
Ya antes había expresado el dolor que le causaba la impiedad de Jerusalén que mata a los profetas y apedrea a los que Dios le envía, frustrando así los planes de Dios;  y había manifestado su deseo de protegerla comparándose a la gallina que reúne a sus pollitos bajo sus alas (Lc 13, 34). Vuelve ahora a constatar la cerrazón con que Jerusalén lo rechaza como portador de la paz que Dios ofrece y se conmueve hasta romper a llorar.
Es un llanto de dolor por la oposición de que es objeto y por las consecuencias que puede tener para la ciudad el haber desaprovechado la oportunidad dada por Dios de jugar un papel ejemplar en el establecimiento de una existencia pacífica de la humanidad. Resuena en sus palabras la congoja del profeta que ve la ruina a la que se precipita su ciudad y su nación: Mis ojos se deshacen en lágrimas día y noche sin cesar porque un gran desastre viene sobre mi pueblo, y su herida es incurable… (Jer 14, 17).
No es una amenaza ni un vaticinio de la destrucción futura de la ciudad como castigo divino. Él no ha hecho más que mostrar la misericordia de un Dios que perdona. Pero no es ciego a lo que su pueblo puede causarse a sí mismo por haberse negado a comprender lo que conduce a la paz. Quien obstinadamente rechaza la paz, atrae contra sí la guerra y la desgracia.
Viniendo a nuestra situación, se puede decir que este pasaje evangélico mueve a discernir los signos de los tiempos para hallar en ellos la presencia del Señor y su ofrecimiento de paz personal, social y mundial. Jerusalén no ha reconocido en “en este día”, la venida del Señor y su salvación.
También nosotros podemos ignorarla y no ver el presente como el tiempo para el encuentro con el Señor y con la existencia pacífica, fraterna y justa a la que nos invita. Esforcémonos, por tanto, por entrar en ese descanso y que nadie caiga siguiendo el ejemplo de la rebeldía, dice la carta a los Hebreos (4,11), pero el día del Señor sigue ignorado, desaprovechado, las naciones no reducen sus gastos de armamento, los medios no hacen más que propalar la falacia de la eficacia de la violencia para resolver conflictos y como individuos mantenemos en nuestro interior resentimientos y hostilidades. 
No obstante, hoy es el tiempo favorable, hoy es el tiempo de la salvación, como dice san Pablo (2 Cor 6, 2), y sigue disponible para nosotros la gracia que nos hace constructores de la paz en las relaciones personales y en las instituciones en que trabajamos o frecuentamos. Siempre nos es posible decir: Deseen la paz a Jerusalén… Por mis hermanos y compañeros voy a decir: ¡La paz contigo! Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien (Sal 121, 6.8-9).

miércoles, 22 de noviembre de 2017

La parábola de las onzas de oro (Lc 19, 11-27)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola de los talentos, grabado, tinta sobre papel de William Unger (1874), Museo de Arte de Indianápolis, Estados Unidos
Cuando Jesús estaba ya cerca de Jerusalén, dijo esta parábola, pues los que lo escuchaban creían que el Reino de Dios iba a manifestarse de un momento a otro. «Un hombre de una familia noble se fue a un país lejano para ser nombrado rey y volver después. Llamó a diez de sus servidores, les entregó una moneda de oro a cada uno y les dijo: "Comercien con ese dinero hasta que vuelva".
Pero sus compatriotas lo odiaban y mandaron detrás de él una delegación para que dijera: "No queremos que éste sea nuestro rey". Cuando volvió, con su investidura de rey mandó llamar a aquellos servidores a quienes les había entregado el dinero, para ver cuánto había ganado cada uno.
Se presentó el primero y dijo: "Señor, tu moneda ha producido diez más". Le contestó: "Está bien, servidor bueno; ya que fuiste fiel en cosas muy pequeñas, ahora te confío el gobierno de diez ciudades". Vino el segundo y le dijo: "Señor, tu moneda ha producido otras cinco más". El rey le contestó: "Tú también gobernarás cinco ciudades". Llegó el tercero y dijo: "Señor, aquí tienes tu moneda. La he guardado envuelta en un pañuelo porque tuve miedo de ti. Yo sabía que eres un hombre muy exigente: reclamas lo que no has depositado y cosechas lo que no has sembrado".
Le contestó el rey: "Por tus propias palabras te juzgo, servidor inútil. Si tú sabías que soy un hombre exigente, que reclamo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así a mi regreso lo habría cobrado con los intereses". Y dijo el rey a los presentes: "Quítenle la moneda y dénsela al que tiene diez". "Pero, señor, le contestaron, ya tiene diez monedas".
Yo les digo que a todo el que produce se le dará más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. En cuanto a esos enemigos míos que no me quisieron por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia"». Dicho esto, Jesús pasó adelante y emprendió la subida hacia Jerusalén.
Puesta después del pasaje de Zaqueo, la parábola es como un comentario al tema de la recta administración de los bienes dados por Dios. Asimismo, la alusión al rey que ha de venir a pedir cuentas, mantiene el tema de la vigilancia y responsabilidad que se requiere para producir fruto según los dones recibidos de Dios.
El señor que reparte las onzas de oro y se va a un país lejano no es sólo un hombre noble sino el heredero del trono real, y lo va a conseguir a pesar de que haya quienes no lo quieren por rey. Jesucristo, antes de alcanzar toda su gloria de Mesías, dejará de estar visiblemente en el mundo, pero volverá con poder y majestad (Lc 21, 27), no sabemos cuándo. Mientras tanto se abre para nosotros una época de espera, fidelidad y vigilancia.
La parábola tiene mucho parecido con la de los talentos de Mt 25, 14-30. Aquí, lo que el señor reparte a cada empleado es una onza de oro, que se traduce también como mina, y es una suma pequeña equivalente a 1/60 de talento. Lo importante es que el señor tiene con ellos este gesto de confianza, al que ellos deben responder con lealtad y laboriosidad en su administración, de modo que la cantidad recibida se incremente.
Todos hemos recibido tal misión. En la lógica del evangelio, todo es don recibido y todo ha de ser puesto al servicio de Dios y de los prójimos. Obrando así, uno actúa como Jesús, lo tendrá de su parte cuando vuelva y obtendrá de Él vida eterna. En esto consiste lo central de la parábola.
¿Quién es ese empleado que recibió la onza de oro y la tuvo guardada en un pañuelo sin hacerla producir? Representa a todo aquel que sabe el bien que hay que hacer y no lo hace. Su culpa consiste en no haber negociado con el dinero que se le confió y haberse limitado únicamente a procurar no perderlo. Es evidente que este empleado podía haber obrado con obediencia y responsabilidad como los dos primeros, pero obró con desobediencia e indolencia, por el juicio erróneo que se había formado sobre el carácter de su señor.
El tono grosero con que le habla y le devuelve la onza de oro es una prueba de su mala conciencia. Por esto recibe del señor el calificativo de “malo”, no sólo de “negligente” (cf. Mt 25,26), porque se ha comportado como rebelde y desobediente. La falsa idea que tenía del señor le impidió dar de sí con generosidad y gratitud. Se mueve como Adán, que se esconde de un Dios malo y se aleja hasta acabar en la muerte. En cambio, quien responde con generosidad a tanto bien recibido, se hace capaz de recibir más y de dar más. Experimenta lo que enseñó Jesús: Den, y se les dará; una buena medida, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en su regazo. Porque con la medida con que midan, se los medirá (Lc 6. 38).
El final de la parábola sorprende. El señor entrega como recompensa al primer empleado la onza que el tercero no había sido capaz de negociar. Los allí presentes juzgan arbitraria esta decisión y argumentan diciendo que ese empleado ya tiene diez onzas, pero la respuesta que reciben del señor señala que él actúa con absoluta soberanía y la benevolencia con que juzga y recompensa supera totalmente el modo humano de pensar.
El señor ha sido extraordinariamente generoso con sus empleados, y a la hora de ajustar cuentas con ellos no sólo los recompensará por su trabajo, sino que lo hará de un modo que supera todas las expectativas y todos los cánones de merecimiento.
La parábola es una invitación a examinar la idea que tenemos de Dios, pues de ella depende en gran medida la actitud con que servimos y el uso que damos a los bienes recibidos. Una relación con Dios contable, mercantil, no libre, no de hijo, sino de rival, lleva a la persona a actuar por pura obligación o por interés, de mala gana o procurando únicamente acumular méritos.
No fue así la actitud de los dos primeros empleados, que modestamente se limitaron a mostrar al señor lo que habían conseguido con la administración responsable de lo que se les había confiado y fueron por ello recompensados magníficamente. Cada uno en el servicio a Dios y a los demás ha de hacer entrega de lo que ha recibido y ha de hacerlo por amor, gratuita y desinteresadamente. Según el evangelio no se realiza quien tiene, sino quien da de sí. Y lo que cuenta no es la cantidad sino la actitud con que uno pone en el servicio lo que tiene, consciente de que todo lo ha recibido.

martes, 21 de noviembre de 2017

Zaqueo (Lc 19, 1-10)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y Zaqueo, óleo sobre lienzo de Niels Larsen Stevns (1913), Museo de Arte de Randers, Jutlandia, Dinamarca
Habiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad. Había allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los cobradores del impuesto y muy rico. Quería ver cómo era Jesús, pero no lo conseguía en medio de tanta gente, pues era de baja estatura. Entonces se adelantó corriendo y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por allí. Llegado a aquel sitio, Jesús alzó los ojos y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida, pues hoy tengo que quedarme en tu casa.» Zaqueo bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento. Entonces todos empezaron a criticar y a decir: «Se ha ido a casa de un rico que es un pecador.» Pero Zaqueo dijo resueltamente a Jesús: «Señor, la mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más.» Jesús, pues, dijo con respecto a él: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también este hombre es un hijo de Abraham. El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»
En Jesús, Dios busca lo perdido. Paciente y compasivo, busca siempre dar, sostener, rehacer la vida. En Zaqueo, Dios se acuerda de todo ser humano por pequeño que sea y lo restablece, lo vuelve puro (Zaqueo significa el puro). Era jefe de publicanos y muy rico. Por ser publicano, estaba excluido de la salvación según la ley; por ser rico, lo está según el evangelio: difícil que un rico entre en el reino (Lc 18). Es un caso desesperado.
Pero trataba de ver quién era el Señor. Muchos, hasta Herodes, querían verlo por motivos diversos. Zaqueo quiere verlo como cualquier pobre, sin dobles intenciones. Y esto es lo que atrae al Señor, que le dice: Es necesario que me aloje en tu casa.
Pero la turba se lo impedía porque era pequeño. Muchas cosas impiden ver al Señor… Hay que hacerse pequeños. Toda persona es pequeña ante la gloria de Dios. Él nos pide que seamos lo que somos, que reconozcamos nuestra pequeñez. Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por los que lo respetan. Porque Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos de barro (Sal 103).
Por eso Zaqueo se subió a una higuera. No tenía otra opción... Subirse al balcón o terraza de una casa, imposible; no le habrían permitido entrar en ninguna por ser un publicano. Y allí, subido en su árbol, verá pasar debajo, a sus pies, a un necesitado que busca posada, verá la humillación salvadora del Mesías que quiere alojarse con los débiles y pequeños de este mundo. Entonces lo reconocerá, verá al Señor.
Llegado a aquel sitio, Jesús alzó los ojos. No ve a Zaqueo de arriba abajo, sino al revés, como los humildes que miran de abajo arriba, porque se ha hecho pequeño para servirlos a todos. En Jesús, el Altísimo se ha inclinado para mirar la tierra, para levantar del polvo al desvalido y de la miseria al necesitado (cf. Sal 113, 6s), ha bajado a la humildad de nuestra condición terrena. Las palabras hombre y humilde derivan del latín, humus, que significa tierra. Por eso, cuanto más humildes nos hacemos, más capaces somos de encontrarnos con Dios, porque Dios es humilde.
Jesús le dice: Zaqueo. No sólo le dirige la palabra a un publicano, cosa que las personas decentes evitaban, sino que lo llama por su propio nombre, en señal de amistad y cercanía. Así trata Dios. Así nos llama Dios, por nuestro nombre. En las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49, 1).
Zaqueo bajó en seguida y lo acogió en su casa muy contento. No podía hacer otra cosa, había sido tocado por el amor de Dios; tenía por su parte que acogerlo. Acoger es gesto esencial en el amor. Acoge en su casa a quien no tenía dónde reclinar la cabeza, al Buen Samaritano que dio posada al pobre caído en el camino, y ahora va a Jerusalén, donde lo matarán y hará brotar de su costado abierto la fuente inagotable de alegría (Zac 12,10s). Esa alegría llena ya el corazón de Zaqueo.
Los fariseos murmuraban. No entienden nada. No han acogido al débil, se han hecho incapaces de recibir el corazón nuevo, el corazón puro de los que ven a Dios (Mt 5, 8).
Zaqueo, en cambio, ya ha decidido cambiar. Sabe que su dinero proviene de la extorsión y de la estafa y ha oído quizá a Jesús advertir que la riqueza puede ser perdición, porque lleva a olvidarse de los demás. Reconoce, pues, que debe usar de un modo nuevo su dinero. Y decide hacerlo: La mitad de lo que poseo se la daré a los pobres y si engañé a alguno le devolveré cuatro veces más. Mucho más de lo que la ley judía exigía. El encuentro con Jesús lo hace posible.
Jesús le responde con el anuncio gozoso de la buena noticia para él y su familia: Hoy la salvación ha venido a esta casa. Dios ha entrado en la vida de un hombre infeliz, considerado al margen de los destinados a la salvación.
Dios hace partícipes de sus promesas hechas a Abraham y su descendencia a todos aquellos que se abren por la fe a su amor misericordioso. La justicia divina se ha hecho en Jesús búsqueda salvadora del perdido, como lo hace el buen pastor con la oveja extraviada o un padre con el hijo que se fue de casa. La vida se reconstruye. Jesús busca, llama, invita. Como Zaqueo podemos acogerlo en casa, y quedar transformados por su visita. En la Eucaristía, Él entra en nuestra casa interior, en nuestro corazón, y nos cambia.