martes, 31 de octubre de 2017

El reino se parece al grano de mostaza y a la levadura (Lc 13,18-21)

P. Carlos Cardó SJ
 
Grano de mostaza
En aquel tiempo, dijo Jesús: "¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas." Y añadió: "¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta."
En el pasaje anterior, de la curación de la mujer encorvada, vimos cómo Jesús hace presente el reino de Dios por medio de su palabra y de sus acciones liberadoras; ahora se nos dice cómo crece y se desarrolla en el mundo.
El reino, nos dice Jesús, tiene siempre una apariencia casi insignificante, casi invisible, y hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como actuó Él: en pobreza, sin poder, sin riqueza ni medios extraordinarios y llamativos. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos. Sin embargo, aunque su inicio es insignificante, el reino ha puesto ya en marcha todo un proceso de crecimiento, cuya conclusión y éxito final será grandioso y está asegurado.
Para hacer comprender esta dinámica del desarrollo del reino de Dios, Jesús emplea varias parábolas: del sembrador, del trigo y la cizaña, del tesoro escondido y la perla de gran precio, de la red, y las dos pequeñas del granito de mostaza y de la levadura.
El granito de mostaza, pequeño como cabeza de alfiler, tiene sin embargo una fuerza vital invisible, irresistible, que germina y demuestra toda su potencialidad al “hacerse un árbol, en cuyas ramas vienen los pájaros a hacer sus nidos”.
Su significado simbólico alude en primer lugar a la predicación de la palabra evangélica que lleva dentro de sí la fuerza necesaria para lograr el establecimiento pleno y definitivo del reinado de Dios. La misteriosa actuación de Dios confiere a la palabra de Jesús su capacidad generativa, y aunque su desarrollo y extensión tiene una apariencia casi invisible, es ya una realidad en la historia humana.
Este poder de Dios, creador y liberador, actúa en el mundo estableciendo el reino que Jesús predica.  El señorío de Dios sobre todas las cosas, que va transformando los corazones para que se instaure la paz y la justicia en el mundo tiene un desarrollo igual que el proceso de crecimiento de una pequeña planta. La imagen de los pájaros que vienen a anidar en sus ramas es la misma que los profetas emplearon para describir la extensión universal del reinado de Dios (Ez 17, 22s).
Con elementos sacados también de la vida ordinaria, la otra parábola de la levadura que emplea un ama de casa para hace fermentar la masa, hace comprender fácilmente a los oyentes el modo como actúa y se desarrolla el reino de Dios. También aquí se subraya el contraste que hay entre los inicios silenciosos y escondidos, y el resultado final. La levadura se expande y permea de una forma invisible toda la masa. De modo semejante, el reino de Dios actúa con sus valores en el interior de las personas, las transforma y, por medio de ellas se expande.
Pero hay, además, otro simbolismo: la levadura sugiere la idea de algo impuro, maloliente incluso. La masa ya fermentada simbolizaba lo viejo, y por eso se la sacaba de las casas para celebrar la Pascua (Ex 12, 15), comiendo panes ácimos (puros), de harina no fermentada. Se celebraba así el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad.
Jesús hace ver que la novedad del reino de libertad y de vida sigue el mismo camino que Él sigue: nacido oculto en un pesebre, ha sido rechazado como impuro por las autoridades religiosas, va a morir y será sepultado en la tierra. Sin embargo, Él es portador de la pureza de Dios que consiste en la misericordia y que le lleva a mezclarse con la miseria humana.
La pureza de Dios consiste en perderse para hacerse siervo (12,18ss) y cargar con la debilidad y el pecado (8,17). Por eso Pablo dirá que Cristo crucificado se ha hecho para nosotros levadura, maldición, pecado (Gal 3,13; 2Cor 5,21), y por su resurrección ha hecho posible la fiesta de la verdadera pascua, que los cristianos celebran no con la levadura vieja, ni con la levadura de malicia y maldad, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad (1 Cor 5, 8).
La nueva Pascua, los panes nuevos, el cuerpo de Cristo hecho pan que se nos da como alimento, configuran a los cristianos con su Señor y les hacen ser como Él, ofrenda pura para la vida del mundo, humanidad nueva que nace de la eucaristía. 
Hay aquí, pues una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su  reino: según la cual el Creador se ha hecho pequeño para revelársenos en lo humano, su Hijo Jesucristo actuó en silencio, sin pretensiones de grandeza, y dejó establecido para sus seguidores y para su Iglesia que el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos para servirlos a todos (Lc 9,48; 22,26ss). Así actúa el reino de Dios, semejante al desarrollo silencioso y casi invisible del grano de mostaza que se hace un árbol y la levadura que va fermentando la masa.

lunes, 30 de octubre de 2017

La mujer encorvada (Lc 13, 10-17)

P. Carlos Cardó SJ
Curación de la mujer encorvada, mosaico de autor anónimo del siglo X, Catedral de Monreale, Sicilia, Italia
Un sábado, estaba Jesús enseñando en una sinagoga. Había ahí una mujer que llevaba dieciocho años enferma por causa de un espíritu malo. Estaba encorvada y no podía enderezarse. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: "Mujer, quedas libre de tu enfermedad". Le impuso las manos y, al instante, la mujer se enderezó y empezó a alabar a Dios.Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiera hecho una curación en sábado, le dijo a la gente: "Hay seis días de la semana en que se puede trabajar; vengan, pues, durante esos días a que los curen y no el sábado".Entonces el Señor dijo: "¡Hipócritas! ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro del pesebre para llevarlo a abrevar, aunque sea sábado? Y a esta hija de Abraham, a la que Satanás tuvo atada durante dieciocho años, ¿no era bueno desatarla de esa atadura, aun en día de sábado?"Cuando Jesús dijo esto, sus enemigos quedaron en vergüenza; en cambio, la gente se alegraba de todas las maravillas que Él hacía.
El hecho de que sea una curación realizada en una sinagoga y en día sábado da carácter integral de salvación a la acción de Jesús en favor de una enferma. Ésta, además, es designada como una hija de Abraham, y su curación como quedar liberada de sus ataduras, con la intención de sugerir que el pueblo judío encuentra en Jesús la liberación de sus ataduras a una religión que ha venido a reducirse a un formalismo legalista.
Jesús restituye al día sábado, su verdadero carácter de recuerdo del reposo de Dios y tiempo santo para el encuentro con Él. Con Jesús se establece el verdadero sábado, el tiempo definitivo del encuentro con Dios y con su obra salvadora. Al mismo tiempo Jesús reitera su afirmación de que el sábado y en general todas las leyes están al servicio de la persona humana y no al revés. Cuando está de por medio la vida y felicidad de un ser humano, las leyes y las prescripciones religiosas pasan a un segundo lugar.
Se trata de una mujer que padece una enfermedad crónica de su columna vertebral. Es una hija de Abraham, miembro del pueblo escogido de Dios, pero es doblemente  excluida: por ser mujer en esa sociedad machista y por padecer una enfermedad crónica. Imagen neta, impactante, de tantas hijas de Dios, y de las hijas de la Iglesia, que viven con el rostro vuelto a tierra, sin enderezarse. Todas esperan la palabra y el gesto que las haga capaces de mirar a lo alto, que es lo propio de las hijas e hijos de Dios.
Lleva dieciocho años enferma, toda una vida, y sin embargo no pide nada, no suplica nada; ni siquiera como la hemorroísa intenta tocar a Jesús, es Él quien toma la iniciativa, la pone bajo su protección, la declara libre de su enfermedad, le impone las manos y de inmediato la mujer se enderezó y se puso a alabar a Dios.
El debate que se suscita resalta el significado del acontecimiento. El jefe de la sinagoga protesta, pero no lo hace hablando directamente a Jesús; se la agarra con la gente y dice: ¡Hay seis días para trabajar! ¡Vengan esos días a curarse y no en sábado! No se atreve a mirar a Jesús, de hecho gente como él no se atreven a nada, viven constreñidos por una religión que les quita libertad para todo. Treinta y nueve obras prohibidas en sábado. Toda la vida quedaba reducida a la ley. La ley se convertía en muerte, sacrificaba la vida, el amor, la libertad. Pero a ellos, a los jefes religiosos, les traía al mismo tiempo una serie de beneficios, y eso es lo que defendían. Y eso es lo que Jesús desenmascara en público, la hipocresía del jefe de la sinagoga y de todos los de su rango y jerarquía. 
Para responder, Jesús recurre al sentido común, no hace falta más. Si nadie se hace problemas a la hora de tener que ir a atender a sus animales domésticos, como soltar a su burro o a su buey para llevarlos a beber, aunque sea sábado, ¿por qué no se va a poder asistir a un ser humano?
Y haciendo un juego de palabras con los verbos atar y soltar, Jesús hace ver la trascendencia de la liberación que Él trae: no va solamente a curar a la mujer sino que va a quitarle las ataduras con las que el poder del mal –representado en Satanás, espíritu de enfermedad– la tenía atada durante dieciocho años. Mujer, quedas libre…
Los fariseos y escribas siguen atados, anquilosados en sus costumbres, preceptos y prohibiciones, de las que no se pueden librar y a la que quieren someter a los demás. Si se convirtieran, el Señor les haría disfrutar de la salud que Él ofrece, precisamente en el sábado, día en que se recuerda la liberación de la esclavitud. La gente sencilla, en cambio, capta al vuelo lo que Jesús ofrece, y se entusiasma.
La estrechez de miras y la dureza de los formalismos y obligaciones impuestas impiden buscar la voluntad de Dios y comprender las manifestaciones, muchas veces tan evidentes, de su amor liberador. El jefe de la sinagoga y las autoridades religiosas quedaron avergonzados, pero toda la gente se alegró

domingo, 29 de octubre de 2017

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario - El mandamiento más importante (Mt 22, 34-40)

P. Carlos Cardó SJ
Santo Tomás de Villanueva dando limosna a los pobres, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1665-1670), Museo Norton Simon, Pasadena, California, EE.UU. 
En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?"Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas".
Los fariseos plantean a Jesús una pregunta fundamental sobre la fe: cuál es el mandamiento principal, por el que ha de regirse el verdadero creyente. Jesús responde con el credo que todo buen israelita debe recitar cada día, el llamado “Shemá Israel”: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas. Y añade a continuación que el segundo mandamiento es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Ambos mandamientos estaban en la Escritura. El primero, en el Deuteronomio 6,4-9 y el segundo, en el Levítico 19,18b. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición del hombre a amarlo con todo su ser, como lo más decisivo de la fe. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme cantidad de deberes, ritos, purificaciones, prohibiciones y castigos que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.
Se podría pensar que el más importante de estos dos amores es el primero porque Dios es lo primero y porque sin referencia a Él, de quien nos viene todo, no podemos hacer nada. Pero San Juan dice en su 1ª Carta (4,20) que quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve, es decir, que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los demás. Y San Pablo es aún más tajante: Todo mandamiento queda contenido en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom 13,9). Y añade que la ley entera queda cumplida con este único mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Por último, el mismo Jesús dejó en su última cena un único mandamiento: Ámense los unos a los otros (Jn 15,17).
Los dos mandamientos son semejantes entre sí, más aún, son una misma realidad vista en sus dos dimensiones inseparables y recíprocas, que no se dan la una sin la otra. Jesús subrayó esta unidad y la originalidad suya consistió en hacernos ver que en Él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. El amor es uno solo: el de Dios que se nos ha revelado, nos ha salvado en su Hijo Jesucristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo y nos hace capaces de amarnos los unos a los otros.
El amor procede de Dios y hay que acogerlo y cuidarlo con esmero. Es lo más fuerte que hay y a la vez lo más vulnerable, porque siempre se puede abusar de él. Pero a quien permanece fiel al amor recibido se le concede poder cumplir el mandamiento del Señor: Ámense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34). De este amor dice San Pablo que es paciente y bondadoso; no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante; no se porta indecorosamente; no es egoísta, no se irrita, no lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8).
Cuando este amor mueve a la persona, ella no puede dejar de hacer lo que le pide, pero lo siente como una exigencia distinta, que no le viene impuesta desde el exterior, sino que le nace de dentro. Así, el amor le moviliza no sólo el corazón y los sentimientos, ni solo la mente y el pensamiento, sino la vida entera. Se demuestra más en obras que en palabras y lleva a dar y comunicar lo que uno es y lo que uno tiene. Es deseo y búsqueda del bien del otro, es alabanza, respeto y servicio del otro como a uno mismo. Se ama al otro tal como es y se procura promoverlo.
Nadie puede quedar excluido del amor. Dios ama a todos porque es Padre de todos. Por eso, lo característico del amor cristiano es que no sólo abraza a los que están vinculados por parentesco, amistad, mutua atracción o afinidad de intereses. Toda persona es ese prójimo, a quien debo amar como a mí mismo. Debo, pues, aproximarme a él (aprojimarme), hacerlo mi prójimo con mi atención y servicio, porque al encontrarlo a él me encuentro y sirvo a Dios.  

sábado, 28 de octubre de 2017

Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

P. Carlos Cardó SJ
Procesión del Señor de los Milagros, Lima, fotografía de la Hermandad del Señor de los Milagros
En aquel tiempo dijo Jesús; Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Todos queremos que nuestra vida esté segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?
Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando, en el desierto, se vieron atacados por serpientes que los mordían. Y murió mucha gente de Israel  (Num 21, 4). Entonces Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.
Así fueron los hechos. Los judíos, que en un primer momento habían seguido a Jesús, después lo rechazaron por influjo de sus autoridades religiosas. No aceptaron su mensaje, no se convirtieron y opusieron contra Él una hostilidad cada vez mayor, que adquirió el carácter de una verdadera confabulación para darle muerte. Vieron en Él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, la doctrina sobre lo puro e impuro. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas.
Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz. Para una mirada exterior, allí no hubo más que la muerte de un pobre judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido en la historia. Pero el evangelio nos hace mirar en profundidad: el Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere en un horrendo patíbulo. Detrás de Él está Dios mismo.
La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios. Es Dios quien lo ha enviado y entregado por amor a la humanidad. El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es que Dios “entrega” al Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida, revelando así hasta dónde llega el amor de Dios al mundo y hasta dónde llega su propio amor por nosotros.
Según la idea de Dios que se tenía, conforme a muchos escritos del AT, podía esperarse un castigo de Dios a ese pueblo por dar muerte al inocente (Mt 21, 23-46). Pero el Dios de Jesús es un Dios de infinita misericordia. Israel, su pueblo lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su Hijo.
Así, pues, frente a la idea de un Dios que castiga, el cristiano sabe que Dios “entrega” a su Hijo como expresión suprema de su amor: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros (Rom 5,6-8).
Por eso los cristianos veneramos la Cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Ya nadie, por abandonado y perdido que se sienta, morirá solo en esta tierra. Si sus ojos se fijan en la cruz del Señor, Dios llenará desde dentro su angustia y desesperanza, su soledad y abandono, con su presencia amorosa que comparte el sufrimiento y certifica su esperanza de una vida nueva.
Nota: Este texto de la misa del Señor de los Milagros fue comentado el día 14 de setiembre.


viernes, 27 de octubre de 2017

Saber discernir los signos (Lc 12, 54-59)

P. Carlos Cardó SJ
La reconciliación de Esaú y Jacob, óleo sobre lienzo (1625-1628), Castillo de Schleissheim, Munich, Alemania
También decía Jesús a la gente: "Cuando ustedes ven una nube que se levanta por el poniente, inmediatamente dicen: "Va a llover", y así sucede. Y cuando sopla el viento sur, dicen: "Hará calor", y así sucede. ¡Gente superficial! Ustedes saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, y ¿cómo es que no comprenden el tiempo presente? ¿Cómo no son capaces de juzgar por ustedes mismos lo que es justo?
Mientras vas donde las autoridades con tu adversario, aprovecha la caminata para reconciliarte con él, no sea que te arrastre ante el juez y el juez te entregue al carcelero, y el carcelero te encierre en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último centavo."
Jesús reprocha a la gente que saben discernir bien los signos del tiempo, las cosas materiales, pero no las espirituales. Conocen lo que es necesario para la vida temporal, pero no lo necesario para la vida eterna. Conocen el aspecto del cielo pero no saben  discernir la presencia de Dios. De ellos dice san Pablo: Los mundanos no captan las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no pueden entenderlas porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. En cambio, quien posee el Espíritu lo discierne todo y no está sujeto al juicio de nadie (1Cor 2, 14-15).
Los criterios que mueven nuestras acciones no siempre son evangélicos, nuestros juicios no son los de Dios. Esto se ve de manera particular a la hora de tomar decisiones. Entonces es cuando debemos discernir.
El discernimiento consiste en buscar y reconocer –siempre por medio de la oración– por dónde nos quiere llevar Dios, para dejarnos llevar por Él, para que sea su voluntad y no la nuestra la que determine nuestras decisiones. Requiere elegir lo que sea más conforme a los valores y enseñanzas de Jesucristo. La condición previa para poder elegir así es hacernos libres frente a todo lo creado para poder optar por lo que más nos convenga en orden a cumplir la voluntad de Dios. Ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Pero no tomen la libertad como pretexto para satisfacer los apetitos desordenados; antes bien háganse servidores los unos de los otros por amor… (Gal 5,13).
Después de esa enseñanza sobre la necesidad de interpretar bien cada situación y discernir lo que se debe hacer, Lucas pone una parábola de Jesús, que podríamos llamar la parábola de la reconciliación. Contiene una llamada a elegir siempre lo que une, no lo que divide y enfrenta. En la base se puede apreciar un gran sentido común y también la sabiduría popular que se expresa en proverbios como éste: Comenzar una discusión es abrir una represa; antes que la pelea estalle, retírate (Prov 12,14).
Jesús dice: procura llegar a un arreglo con tu adversario para que no te lleve al juez y acabes en la cárcel. Todos sabemos que es mejor arreglar los asuntos por la vía pacífica de la conciliación, porque una vez entablado el litigio, las consecuencias pueden ser peores. En su sentido más exacto, la parábola contiene una advertencia de Jesús a sus oyentes para que se decidan a acoger su enseñanza. Es como si les dijera: ésta es la última oportunidad, decídanse antes de que sea demasiado tarde. Está incluido aquí el precepto sobre la reconciliación fraterna como condición para la reconciliación con Dios (cf. Mt 5, 25-26).
Mientras estás de camino, dice Jesús. La vida es camino, su meta es la fraternidad del reino de Dios. Si no se pasa de la lógica de la venganza y del conflicto a la del perdón y la reconciliación, la vida simplemente no es humana. 
Por eso venimos a la eucaristía, porque nos pone en el tiempo de la salvación, en el tiempo de la obra de Cristo en nosotros, nos da los criterios para discernir su presencia y lo que a Él le agrada. La eucaristía es signo de unión y reconciliación fraterna.

jueves, 26 de octubre de 2017

Fuego he venido a encender en la tierra (Lc 12, 49-53)

P. Carlos Cardó SJ
El juicio final, fresco de Miguel Ángel (1536 a 1541), Capilla Sixtina, El Vaticano
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "He venido a traer fuego a este mundo, y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, más bien he venido a traer división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra."
Jesús avanza hacia Jerusalén y el horizonte se le vuelve cada vez más sombrío. Los que caminan con Él advierten que sus palabras se hacen cada vez más exigentes y comprometedoras.
Fuego he venido a encender en la tierra, les dice. Es el fuego de su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en nosotros.
Con la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a sufrir y la siente como una terrible prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla! Ante el destino de cruz, la condición humana se estremece. Lo que quiere hacer por nosotros, le lleva a tener que pasar por donde no quiere, con la confianza de que su Padre no lo abandonará. Se siente internamente dividido entre un deseo y una angustia, es la lucha interior que en el huerto de Getsemaní le hará sudar sangre, la lucha del amor que vence en la prueba suprema.
Jesús es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor salvador de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos pero ha chocado desde el inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de sus propios familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades del pueblo.
La fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios del Padre, le ha creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a medida que se acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por eso sus palabras se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir a sus discípulos que su mensaje produce divisiones en la sociedad y confrontación hasta en la propia familia.
Hoy también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la orientación de la propia conducta. Él ha venido a traer la paz de unidad y de justicia. No una paz barata, sin mayores exigencias y alcances. El compromiso por la justicia, que el reino de Dios exige, puede producir a veces separación o incomprensión de los otros. El cristiano las asumirá con la firmeza de sus convicciones, detrás de las cuales actúa siempre el amor de Dios que triunfa.
El mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga, conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor por el reino.
El evangelio es actual y lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con proclamas ideológicas. Es esperanzador, libera, comunica el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni humilla; pero propone el ejemplo de Jesús, que  nunca  pretendió estar a bien con todos ni a cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla.
El evangelio es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo donde sea posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego que ha venido a traer a la tierra, y cómo desearía que estuviera ya encendida. ¡Ojalá estuviera ya ardiendo! Pero nos da miedo ese fuego de amor y justicia, y no le permitimos que prenda en nosotros. Olvidamos lo que dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2, 12-14).

miércoles, 25 de octubre de 2017

Estén atentos (Lc 12, 39-48)

P. Carlos Cardó SJ

Jesús les dijo: "Si el dueño de casa supiera a qué hora vendrá el ladrón, se mantendría despierto y no le dejaría romper el muro. Ustedes también estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor ".
Pedro preguntó: "Señor, esta parábola que has contado, ¿es sólo para nosotros o es para todos?". El Señor contestó: "Imagínense a un administrador digno de confianza y capaz. Su señor lo ha puesto al frente de sus sirvientes y es él quien les repartirá a su debido tiempo la ración de trigo. Afortunado ese servidor si al llegar su señor lo encuentra cumpliendo su deber. En verdad les digo que le encomendará el cuidado de todo lo que tiene.
Pero puede ser que el administrador piense: "Mi patrón llegará tarde". Si entonces empieza a maltratar a los sirvientes y sirvientas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará su patrón el día en que menos lo espera y a la hora menos pensada, lo despedirá y lo condenará a la pena de los que no son fieles. Este servidor conocía la voluntad de su patrón; si no ha cumplido las órdenes de su patrón y no ha preparado nada, recibirá un severo castigo. En cambio, si es otro que hizo sin saber algo que merece azotes, recibirá menos golpes. Al que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho; y cuanto más se le haya confiado, tanto más se le pedirá cuentas."
Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor, es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el “cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano; es allí donde se realiza el juicio de Dios. No en acontecimientos extraordinarios, sino en nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de él. Al final se recoge lo que se ha sembrado.
El trasfondo de estas parábolas y dichos de Jesús sobre la necesidad de estar preparados y vigilantes puede ser la situación de la Iglesia primitiva en la que, después de creer que la segunda venida de Jesucristo era inminente, entendieron que no era así y la larga espera hizo que bajara el fervor de las comunidades e incluso comenzaran a sufrir una cierta relajación de costumbres. A ellas en particular dirigieron los evangelistas sinópticos estos pasajes.
Estén preparados, vigilantes, significa discernir las cosas y distinguir las que nos sirven para estar con Dios en la vida de todos los días. Quien lo busca, lo encuentra. De lo contrario, viene como el ladrón que desvalija la casa. Hay que estar con los ojos abiertos.
El amo de casa puede aludir a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando con justicia y caridad. Si el dueño de casa es previsor y prudente no se deja sorprender por el ladrón que asalta las casas que no están bien guardadas. La imagen del ladrón nocturno representa la venida de improviso del Hijo del hombre como juez y salvador. Saben que el día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche, dice Pablo (1 Tes 5,2; ver también 2 Pe 3, 10 y p 3, 3).
La parábola del administrador va dirigida en primer lugar a los que tienen oficio de presidir o dirigir la comunidad. Por ser hombre de su confianza, el señor le confía al administrador durante su ausencia la responsabilidad de todo su personal de servicio. Tiene que ver para que nada les falte: el distribuirles a su debido tiempo la ración de trigo.  Si es fiel y prudente se hará merecedor de una recompensa que nadie puede imaginar: lo pondrá al frente de todos sus bienes (cf. Lc 19, 17-19). Pero si piensa: Mi Señor tarda en venir, y se pone a golpear a los criados y criadas, a beber y a emborracharse, traicionando la confianza de su patrón y obrando de manera prepotente con sus subordinados, vendrá el señor y lo castigará con todo rigor.
La Iglesia sólo tiene un jefe y señor: Jesucristo (cf. Mt 23, 8-10). Todos los demás somos hermanos y servidores, incluso cuando a uno se le hace administrador. Pero en cierto sentido, todos somos administradores porque los bienes de los que disponemos o que gerenciamos no son propios.
Todo lo que somos y tenemos es don de Dios y debemos considerarlo así para cuidarlo bien. Al mismo tiempo todos somos siervos, como el mismo Señor que se hizo siervo de todos. Recibimos la misma responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se debe. Somos siervos fieles si actuamos según la voluntad del Señor; prudentes si la preferimos por encima de cualquier otro interés o motivación para poder acertar.
Finalmente, quien ha recibido la misión de presidir la comunidad sólo podrá cumplirla bien si se mantiene como servidor de los servidores y no se transforma en patrón. Entonces reproduce en su vida la del siervo malo y traidor que golpea a los otros; ya no sirve ni a Dios ni a los demás y no reconoce al Señor que viene continuamente. Ese tal recibirá una pena que supera toda comparación: lo castigará con todo rigor, que literalmente se traduce: será partido en dos. En efecto, su existencia está dividida, lejos de sí mismo, de Dios y de los demás. Por eso el Señor no lo reconoce, porque él no ha reconocido a nadie. 
Siempre que Jesús habla de nuestro destino final lo hace en tono serio, grave, pero no de amenaza, no hay que leerlo así; no es para asustarnos, sino para motivar la  responsabilidad que tenemos de nosotros mismos y para que aprovechemos el presente, que es el tiempo de su venida. Y recordando siempre que a quien mucho se le dio, mucho se le exigirá; y a quien mucho se le confió, más se le pedirá. 

martes, 24 de octubre de 2017

Estén preparados (Lc 12, 35-38)

P. Carlos Cardó SJ
La oración, óleo sobre lienzo de Pierre Edouard Frere (1877), Galería de Arte Wolverhampton, Birmingham, Reino Unido
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; estad vosotros como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela: os seguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y les irá sirviendo. Y si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos".
Con imágenes tomadas de la vida cotidiana Jesús propone a sus discípulos un estilo de vida caracterizado por la apertura y tensión al futuro, la espera atenta y vigilante y la responsabilidad en el trabajo.
El cristiano espera, es un ser que espera siempre y vigila. No espera la muerte, porque eso le quita ánimos para vivir y le hace terminar esclavo del miedo. Espera la vida, porque espera a su Señor. Vive de este anhelo interior: Marana tha, ven, Señor Jesús.
El cristiano mira al futuro del que espera la salvación, la realización feliz de su existencia. Y esto tiene un nombre: es el Señor Jesús.
El presente es el tiempo de la espera responsable. Se vive en alerta, pronto a partir en viaje o ponerse al trabajo.
La espera puede hacerse larga y tediosa, un largo período sin que nada suceda. Entonces la vigilancia y la responsabilidad pueden decaer y el cristiano corre el riesgo de la desilusión, la desconfianza o el cansancio. Debe entonces retomar la actitud del servidor despierto que mantiene su lámpara encendida toda la noche, a la espera de que su señor regrese de la fiesta de bodas a la que partió.
Estar preparado es como estar con la cintura bien ceñida. Así celebraban los judíos su cena pascual. Aunque la liberación se había realizado en el acontecimiento pasado del éxodo de Egipto, veían la vida como una búsqueda constante de liberación por medio de la práctica de la ley como preparación para la venida futura del mesías prometido. Los cristianos, por su parte, aguardan a su Señor celebrando su cena eucarística y sirviendo a los demás, porque Jesús no vino a que le sirvan sino a servir (Mt 20, 28) y pasó haciendo el bien (Hech 10, 38).
En muchos aspectos la vida en el mundo es como estar en la noche. El cristiano puede ver en la oscuridad por la luz que le viene del Señor; más aún, sabe que tiene que dejarse iluminar para poder él también dar luz a los demás. Por eso no puede quedarse dormido. Siente en su corazón: Despierta tú que duermes y te iluminará Cristo (Ef 5,14).
El Señor vendrá, tanto al final de la larga espera de la historia, como en sus incesantes venidas cotidianas, cuando el cristiano y la comunidad prestan oído a sus llamadas. Él les dice: Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré a su casa y cenaremos juntos (Ap 3, 20).
Finalmente, la forma de hacerse presente el Señor, tanto en el presente como en su venida futura es y será la de quien, siendo el Maestro y el Señor, se pone a servirnos. Es la característica más esencial de su persona y el sentido de toda su vida: Yo estoy entre ustedes como el que sirve (Lc 22, 27). 
Con su presencia, la vida del cristiano se llena de una íntima alegría (¡Dichosos!), la alegría propia de una cena de hermanos y amigos, con el Señor Jesús en el centro. La vida se vuelve eucaristía. Comemos juntos su pan que nos une en comunión, y aguardamos su dichosa venida compartiendo unos con otros nuestro pan.

lunes, 23 de octubre de 2017

No amontonen tesoros (Lc 12, 13-21)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del rico insensato, óleo sobre tabla de Rembrandt van Rijn (1627), Museos Estatales de Berlín, Alemania

Uno de entre la gente pidió a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia". Le contestó: "Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o repartidor entre ustedes?!". Después dijo a la gente: "Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida". A continuación les propuso este ejemplo: "Había un hombre rico, al que sus campos le habían producido mucho. Pensaba: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mis cosechas. Y se dijo: Haré lo siguiente: echaré abajo mis graneros y construiré otros más grandes; allí amontonaré todo mi trigo, todas mis reservas. Entonces yo conmigo hablaré: Alma mía, tienes aquí muchas cosas guardadas para muchos años; descansa, come, bebe, pásalo bien". Pero Dios le dijo: "¡Pobre loco! Esta misma noche te reclaman tu alma. ¿Quién se quedará con lo que has preparado?" Esto vale para toda persona que amontona para sí misma, en vez de acumular para Dios".
El uso de los bienes y del dinero es un tema importante en el evangelio de Lucas: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia idolátrica que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que más ennoblecen y guían la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar solidaridad fraterna.
Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación infecunda y egoísta genera desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero conforme al plan de Dios.
Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii Gaudim 203).
El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que intervenga para que su hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder como lo hacían los rabinos y expertos en la ley en términos jurídicos, y prefiere ir a la raíz misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para ayudarlos a vivir.
Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él, sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho evidente que las relaciones humanas pueden fácilmente romperse cuando están de por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos por la avaricia y la ambición.
Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante la acumulación de bienes. La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes.
En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos los hombres. No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de lo que es. Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo.
Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado?
Necio o torpe en la Biblia es el hombre que no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses, y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1). 
Asimismo el salmo 39,7 dice: El hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por cosas transitorias, acumula riquezas  y no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios por sus hijos que, al olvidarse de él, dejan de ver el justo valor de la vida y de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).

domingo, 22 de octubre de 2017

Homilía del domingo XXIX del Tiempo Ordinario - Al César lo que es del César (Mt 22,15-21/Mc 12, 1-12)

P. Carlos Cardó SJ
El tributo al césar, óleo sobre lienzo de Bartolomeo Manfredi (1610-1620, aprox.), Galería Uffizi, Florencia, Italia
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres honrado, y que enseñas con sinceridad el camino de Dios. No te preocupas por quién te escucha, ni te dejas influenciar por nadie. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar el impuesto al César o no? ». Jesús se dio cuenta de sus malas intenciones y les contestó: «¡Hipócritas! ¿Por qué me ponen trampas? Muéstrenme la moneda que se les cobra.» Y ellos le mostraron un denario. Él les preguntó: «¿De quién es esta cara y y el nombre que lleva inscrito?». Le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Los fariseos y los partidarios de Herodes plantean a Jesús una pregunta capciosa: ¿es lícito pagar el impuesto al César? Si lo negaba, se ponía contra los romanos. Si decía que era lícito pagar, iba contra el pueblo, que sufría aquella carga injusta. Además, la cuestión dividía a los judíos: unos se aprovechaban del cobro de los impuestos, como los publicanos, y otros se oponían –incluso hasta la violencia, como los celotas–, porque  consideraban una idolatría el sometimiento al emperador romano.
Antes de responder, Jesús pide que le enseñen una moneda para desenmascarar su mala intención. ¡Hipócritas! –les dice– ¿Por qué intentan comprometerme? Cuestionan el derecho del César, pero la moneda fiscal que muestran es la prueba visual de que pagan el impuesto. Además, aceptar la moneda, con la imagen del César y la inscripción: “Tiberio César Augusto, hijo del divino Augusto”, es reconocer con hechos concretos que no tienen “más rey que al César”. Reconocen por tanto públicamente su soberanía.
Si dicen que Dios es el único Señor, ¿por qué no reconocen lo que ya hacen y asumen las consecuencias? Es como si les dijera: Hipócritas hace tiempo que pagan el impuesto y encima usan la moneda fiscal y la muestran sin reparo, ¿por qué, pues, me vienen con preguntas capciosas?
Por estar sometidos al imperio romano, los judíos estaban obligados a pagar sus impuestos, siempre que ese pago no implicara desobedecer las leyes divinas (así lo reconocen los apóstoles Pablo y Pedro, cf. Rom 13,1-7; 1 Pe 2,13-17). Por otro lado, todo israelita debía reconocer que a Dios, y sólo a Él se le debía adorar, y que ningún poder terreno podía exigir esto para sí. La fe en el único Dios prohibía la divinización de cualquier poder temporal.
Por eso, la respuesta de Jesús no es un modo elegante de escabullir el problema o de confirmar a sus adversarios en lo que ya hacen; Él sitúa la cuestión en otro nivel: ¿Qué puede esperar el César y qué no? ¿Qué se le debe dar y qué no? Por eso, lo sorprendente de su respuesta está al final: Den a Dios lo que es de Dios. Es el precepto de los preceptos. La obediencia a Dios no tiene límites. Los fariseos sólo habían querido hacerle daño a Jesús. Pero la respuesta que les da, a ellos que sólo han preguntado por el César y no por Dios, los deja aturdidos y sin palabra; no les queda más que retirarse.
Las palabras de Jesús: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, han sido interpretadas de diversas maneras. Muchos ven ahí el fundamento de la separación entre lo temporal y lo religioso. Otros dedujeron más bien la alianza entre el trono y el altar para mutuo sostén y apoyo.
Los regímenes dictatoriales siempre han pretendido sacralizar el Estado o subordinar la Iglesia al poder político; mientras otros, durante mucho tiempo, defendieron el poder temporal de la Iglesia y quisieron que la autoridad del Estado dependiese de la eclesiástica, en formas variadas de integrismo o de voluntad de dominio por ambos lados. Consecuencia de ello es la serie interminable de escollos y dificultades que han sufrido en la historia las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Pero queda claro en la frase de Jesús que sólo quien da a Dios lo que es de Dios sabe qué cosa hay que darle al César. Lo que es de Dios es la libertad de sus hijos y el amor a los hermanos. Quien busca esto en su vida sabe dar respuesta a lo otro.
Hoy, quizá, y debido entre otras causas a la corrupción de la cosa pública, la tendencia va hacia la “privatización de la religión”, a inducir al cristiano a vivir su fe en el fuero íntimo de su conciencia, como si de esa manera pudiese desentenderse de la política y de la economía. Se intenta desactivar la carga social del cristianismo, en beneficio de intereses egoístas de individuos y grupos de poder.
Pero la Iglesia no puede dejar de transmitir los valores del evangelio que han de iluminar y orientar todo el quehacer humano, incluido el quehacer político y social, con el que el ser humano organiza la convivencia en sociedad, y encuentra en ello su realización. Por eso es importante el compromiso político del cristiano, que es ejercicio de la “caridad política”, orientada a promover la solidaridad, la libertad y la dignidad de las personas.
El concilio Vaticano II y el pensamiento de los últimos Papas nos enseñan a reconocer la independencia y carácter laico del Estado. Pero al mismo tiempo, la Iglesia confronta a la sociedad con los valores éticos y morales del Evangelio. El cristiano reconoce la autoridad civil y la respeta con lealtad en todo aquello que la autoridad realiza por el bien común. Pero el cristiano nunca es un aliado incondicional del poder: ante todo es un aliado de las personas y especialmente de los más indefensos. 
Por eso, cuando el poder político impone acciones y decisiones que atentan contra la conciencia, contra los valores y deberes éticos y morales, el César se encontrará con el rechazo decidido del cristiano. 

sábado, 21 de octubre de 2017

El pecado contra el Espíritu Santo (Lc 12, 8-12)

P. Carlos Cardó SJ
El Espíritu Santo, óleo sobre lienzo de Conrado Giaquinto (1750), colección privada
Les dijo Jesús: “Si uno se pone de mi parte delante de los hombres, también el Hijo del Hombre se pondrá de su parte delante de los ángeles de Dios; pero el que me niegue delante de los hombres, será también negado él delante de los ángeles de Dios. A todo aquel que hable en contra del Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero no habrá perdón para el que calumnie al Espíritu Santo. Cuando los lleven ante las sinagogas, los jueces y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir; llegada la hora, el Espíritu Santo les enseñará lo que tengan que decir".
Jesús pide una adhesión plena a su persona y a su mensaje. Y no duda en vincular la actitud que se tenga hacia Él, de aceptación o rechazo, con el destino final de la persona, en términos de salvación o perdición. Si uno me niega… también le negaré… Recuerda otra frase: Feliz el que no se escandaliza de mí.
Quien ha optado por el seguimiento de Jesús deberá manifestar públicamente su compromiso y esto le hace depositario de una promesa del mismo Jesús para cuando venga como “Hijo de hombre” a juzgar el universo con justicia (Cf. Lc 9,26; 22,69; Hech 17,31). Asimismo, quien reniegue o se avergüence de Él, el “Hijo del hombre” tendrá que declarar en su contra en el juicio.
Las afirmaciones de Jesús en el versículo que sigue (v. 10) parecen referidas a diferentes personas, no a los discípulos. La formulación de la frase: A todo aquel que hable en contra del Hijo del hombre se le podrá perdonar…hace que parezca dirigida a otro auditorio más amplio y complejo.
Hablan contra Jesús los que sólo ven en Él al hombre, hijo del carpintero, y no lo reconocen como el enviado de Dios. Hablan contra Él de manera aún más grave los que al verlo realizar sus milagros le atribuyen un poder diabólico, concretamente de Belzebú. Si se convirtieran de la dureza de su corazón, ciertamente Jesús no les negaría el perdón.
Pero también nosotros, todos, podemos “hablar” contra el Hijo del hombre cuando aparece ante nosotros como “signo de contradicción” y con nuestros pensamientos y acciones lo negamos. El misterio del Hijo del hombre crucificado choca con muchas manera de pensar la vida que por influjo del mundo también los cristianos asumen y mantienen. Con ellas se olvidan del Señor y lo ponen de lado.
Se podría decir que en la base de toda acción pecaminosa hay un rechazo a Jesucristo; tales acciones son como palabras dichas contra Él. Por eso todos sentimos en nuestra conciencia la llamada a convertirnos y acercarnos al perdón, que nunca se nos negará.
Otra cosa es lo que Jesús llama blasfemia contra el Espíritu Santo, pecado para el que no hay posibilidad de perdón alguno. Este pecado no consiste en ofender con palabras al Espíritu Santo, sino en el rechazo obstinado a aceptar la salvación que Dios ofrece a toda persona por medio de su Espíritu Santo.
La gravedad de este pecado, que lo convierte en imperdonable, no está únicamente en el rechazo de la predicación evangélica, o en el olvido de Cristo en que caemos cuando actuamos contra sus valores y enseñanzas, sino en la actitud persistente, contumaz y obstinada de oposición frontal a la influencia del Espíritu Santo, que anima la proclamación del evangelio e inspira en los corazones el reconocimiento de la necesidad de convertirse y recibir el perdón.
Esta intransigencia obcecada, que se cierra a la acción del Espíritu, impide el perdón de Dios. Es una forma extrema de rebeldía y antagonismo frente al propio Dios, es una oposición «blasfema» al ofrecimiento de salvación que Él hace.
La misericordia del Señor no tiene límites, pero quien se niega deliberadamente a acogerla, mediante el arrepentimiento, y rechaza el perdón de sus pecados porque no lo considera necesario, en una palabra, quien da la espalda a la salvación ofrecida por el Espíritu Santo, él mismo se pierde.
La perdición viene no porque la Iglesia y el Señor no puedan perdonarle, todo lo contrario, sino porque la persona misma, rechaza el don que Dios está dispuesto a darle. Es pecado contra el Espíritu Santo, además, porque es resistencia y rechazo a la conversión que el Espíritu inspira en los corazones: nos convence del pecado (Jn 16:8-9). Fue la actitud de los fariseos, que se cerraron a la aceptación del plan divino, no reconocieron el daño que hacían a la gente con sus enseñanzas y actitudes, y despreciaron la llamada a la conversión que Jesús les dirigió en todo momento.
Después de estas severas advertencias, Jesús promete a sus discípulos que ese mismo Espíritu los defenderá cuando los persigan y los hagan comparecer en las sinagogas o en tribunales paganos ante autoridades y jueces. El mismo Espíritu que consagró a Jesús para su misión (Lc 3, 22; 4,1.14-18) y le asistió en todas sus acciones (Lc 10,21), vendrá también en auxilio de sus discípulos y les inspirará palabras elocuentes que sus acusadores no podrán rebatir. 
Visto en su conjunto, este pasaje hace ver al cristiano que el seguimiento de Jesús consiste en una adhesión plena y permanente a su persona, que implica la responsabilidad de dar testimonio de Él y de su palabra en toda circunstancia, aun cuando quienes se les opongan lleguen a rechazar y despreciar de manera obstinada la acción del Espíritu del Señor.