martes, 18 de julio de 2017

¡Ay de ti Corozaim, ay de ti Betsaida! (Mt 11, 20-24)

P. Carlos Cardó, SJ
Destrucción de Sodoma y Gomorra, óleo sobre lienzo de Pieter Schaubroeck (Siglo XVI), Galería Koller, Budapest, Hungría
En aquel tiempo, Jesús se puso a reprender a las ciudades que habían visto sus numerosos milagros, por no haberse arrepentido. Les decía:"¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han hecho en ustedes, hace tiempo que hubieran hecho penitencia, cubiertas de sayal y de ceniza. Pero yo les aseguro que el día del juicio será menos riguroso para Tiro y Sidón, que para ustedes.Y tú, Cafarnaúm, ¿crees que serás encumbrada hasta el cielo? No. Serás precipitada en el abismo, porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros que en ti se han hecho, quizás estaría en pie hasta el día de hoy. Pero yo te digo que será menos riguroso el día del juicio para Sodoma que para ti".
Jesús reprocha a las ciudades galileas de Corozaim, Betsaida y Cafarnaúm, donde ha realizado la mayor parte de su predicación y de sus milagros, el no haber aceptado su mensaje y no haberse convertido. En el caso del centurión pagano (8, 11s), Jesús no dudó en decir: Les aseguro que jamás he encontrado en Israel una fe tan grande, y declaró que los paganos tendrían entrada en el reino de los cielos, mientras que los hijos del pueblo escogido serían echados fuera. Aquí corrobora esa afirmación, que iba en contra de las valoraciones bíblicas tradicionales, y anuncia castigos a Israel, representado en aquellas ciudades.
Son dos amenazas formuladas con una dureza extrema y precedidas por la exclamación: ¡Ay de ti! Es un lamento adolorido, una advertencia severa dirigida a quienes se niegan a aceptar el regalo que Dios les hace y le dan la espalda. A éstos Jesús los compara con Tiro y Sidón, ciudades fenicias famosas por sus riquezas y su soberbia, que explotaban a los pobres, y fueron golpeadas por el juicio de Dios, según el profeta Isaías (Is 23, 1-8).
Se menciona también a Sodoma, prototipo de ciudad corrupta, que fue destruida por una lluvia de azufre y fuego (Gen 19, 24ss). Pero todas ellas son menos culpables. Ellas no vieron las maravillas del amor de Jesús que Cafarnaúm y las ciudades galileas sí vieron. Por eso, con el estilo propio de los antiguos profetas, pronuncia palabras duras que ponen en crisis, mueven a abrir los ojos y a cambiar de actitud.
La palabra de Jesús pone de manifiesto lo que hay en el hombre, pero no condena a la persona. Condena el mal, no a quien lo comete. A éste, Jesús lo busca, le habla, lo reprende y está dispuesto a sanarlo. Por eso algunos interpretan la exclamación de Jesús ¡Ay de ti! como un lamento: dolor del amor no correspondido, dolor de Dios por el mal de sus hijos. Como los reproches de una madre al hijo que la desobedece y se hace mal a sí mismo.
Se podría decir que hasta que no se logra madurar en la fe para comprender que el castigo viene del mismo mal, que el mal hace mal, que el pecado perjudica y daña a quien lo comete, la conciencia no guiará a la persona por el camino de la libertad responsable sino por el de la sumisión ciega y temerosa a dictámenes y prohibiciones que le vienen del exterior y que puede transgredir o simplemente no tener en cuenta cuando la atracción de lo prohibido sea más fuerte que el sentimiento psíquico de culpabilidad y su acompañante, el miedo. Las cosas son malas no porque haya una ley que las prohíba, sino al revés: porque son malas, hay una ley que las prohíbe.
Si no se pasa de una moral, por así decir heterónoma, según la cual la persona es movida desde el exterior por el temor al castigo o la esperanza de un premio, a una moral autónoma, hecha de convicciones personales y, sobre todo, de sentido de la correspondencia y gratitud a tanto amor recibido en la vida, la persona seguirá inestable, incapaz de disponer de una firmeza suficientemente segura en el dominio de sus propios impulsos, sobre todo en las circunstancias críticas que los provocan o estimulan. 
Corozaim, Betsaida y Cafarnaúm no reconocieron los «prodigios» obrados por Jesús como una llamada al cambio de actitudes. También nosotros podemos cerrar los ojos a lo que el amor salvador de Dios obra en nuestra vida. De ello podemos sentir culpabilidad y nos pueden dar miedo las consecuencias.  Pero una cosa es clara: la mejor manera de ser fiel al Dios misericordioso que ha tocado mi existencia no es temerle sino corresponder con gratitud en el buen obrar.

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