jueves, 1 de junio de 2017

Que sean uno (Jn 17, 20-26)

P. Carlos Cardó, SJ
Dios Padre y el ángel, óleo sobre lienzo de Guercino (Giovanni Francesco Barbieri, 1620), Museo de Strada Nuova, Génova, Italia
En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre, no sólo te pido por mis discípulos, sino también por los que van a creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti somos uno, a fin de que sean uno en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado.Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que su unidad sea perfecta y así el mundo conozca que tú me has enviado y que los amas, como me amas a mí.Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria, la que me diste, porque me has amado desde antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido; pero yo sí te conozco y éstos han conocido que tú me enviaste. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos".
En la parábola del Buen Pastor, ya Jesús había expresado su deseo de tener un solo rebaño y un solo Pastor (10, 16). En la de la vid y los sarmientos, había hecho ver a sus discípulos que la condición para dar fruto era el estar unidos a Él. Ahora, en su oración al Padre, pide la unión de presencia y comunión mutua, la unidad con Él y entre ellos.
La unidad que existe entre el Padre y el Hijo es la fuente y fundamento de la unión de los creyentes: tú, Padre, en mí y yo en ti…, como nosotros somos uno. Y la unidad de los creyentes entre sí es participación en la vida de Dios, y signo eficaz de su presencia en ellos. Que ellos también sean uno en nosotros (v 21c), Yo en ellos y tú en mí (v 23a).
La unión de los discípulos no es sólo para bien de la comunidad que forman, sino para que el mundo crea... (v. 21d y 23d). Con esta finalidad, Jesús les ha dado su palabra (v. 20) que, a pesar del odio del mundo, hará fecunda la obra que realicen; y les ha dado también la gloria que recibió del Padre, característica de su ser divino, que se reflejará en ellos ahora y eternamente (cf. 17, 2. 24).
El amor con que se unen el Padre y el Hijo nos abraza a todos por medio del Espíritu Santo y debe ser conocido por el mundo. Es el deseo de Jesús: que el mundo llegue a reconocer que tú me has enviado y que los has amado con el amor con que me amaste a mí. Los discípulos cumplen este deseo mediante su práctica del mandamiento nuevo.
Amándonos como Él nos amó, contribuimos a que Jesús sea reconocido por «todos» (13, 35) como el Enviado del Padre que trae la salvación al mundo. El amor mutuo será a lo largo de los siglos el medio más eficaz, el camino más excelente (1 Cor 12,31), el argumento más certero para la eficacia y validez de la fe. Fue así, amándose unos a otros, como los primeros cristianos atraían nuevos miembros a la Iglesia, según lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles: Todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común (Hech 4,32).
Y fue así también como el amor mutuo les hizo mostrar a la sociedad una alternativa de cambio, que Tertuliano –en el siglo II– atestigua con etas palabras: «Es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio de algunos, pues dicen: “Miren cómo se aman”, mientras ellos sólo se odian entre sí. “Miren cómo están dispuestos a morir el uno por el otro”, mientras que ellos están más bien dispuestos a matarse unos a otros» (Apologético, 39, 1-18).
El trabajo ecuménico por la unión de las iglesias se ha inspirado siempre en las palabras de Jesús: Que sean uno. Se trata de forjar una unidad que será distintivo de sus discípulos y de su obra en el mundo, y que es una unidad siempre por hacer, pues permanece abierta al horizonte infinito de la unidad del Padre y del Hijo, en la que participan los creyentes por su amor fraternal.
Finalmente, Jesús expresa en su oración al Padre su firme deseo de que sus discípulos tengan asegurado su destino feliz después de la muerte: Padre, los que tú me has dado, quiero que, donde yo esté, estén también ellos conmigo. Y es sin duda una palabra eficaz, que realizará lo que significa, porque expresa la voluntad del Hijo, a quien Dios dio poder sobre toda carne (17, 2) y envió al mundo no para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por Él.
La realización de este deseo-voluntad corresponde a su presencia viva en el interior del creyente, tal como había dicho a sus discípulos: No los dejaré huérfanos, vendré a ustedes (14,18), pero mira también a la comunión perfecta más allá del tiempo, en su Reino. Entonces contemplaremos su gloria, y veremos cara a cara al amor, ya no como en un espejo, pues Dios será todo en todos.

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