domingo, 4 de junio de 2017

Homilía del Domingo de Pentecostés (Hechos 2, 1-11 / Juan 20, 19-23)

P. Carlos Cardó, SJ
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Pentecostés, óleo sobre lienzo de Anthony van Dick (1618-20), Gemäldegalerie de Berlín, Alemania

"Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.»" 
Cincuenta días después de la Pascua, la Iglesia celebra la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, la “inauguración” de la Iglesia.
El texto de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-11) nos explica lo que ocurrió en la comunidad de los discípulos del Señor después de su Resurrección. Con elementos simbólicos de resonancia cósmica, se describe la irrupción del Espíritu Santo en la Iglesia, el comienzo de la predicación del evangelio y el comienzo de la etapa definitiva en la historia de la salvación. El Espíritu impulsa a la Iglesia más allá de la estrecha Judea y de toda frontera geográfica o cultural, hasta abarcar el mundo. Espíritu de unidad y de amor, hace a los apóstoles eficaces mensajeros del evangelio de modo que todos lo entienden en su propia lengua.
Por su parte, el evangelio de Juan (20, 19-23) nos hacer ver el cambio que se produjo en la comunidad de los discípulos por el encuentro con Jesús resucitado. Después que murió en la cruz, el grupo de sus seguidores se disolvió, muchos huyeron y los pocos que quedaron, los Once, volvieron a reunirse pero a puertas cerradas por miedo a los judíos. El Resucitado se les hace presente y aleja de ellos el miedo y la decepción, devolviéndoles la alegría y la confianza.
La paz, la alegría y el perdón son las notas características del encuentro con el Resucitado. Al evocar la experiencia de los primeros cristianos, que se hacían entender por todos porque hablaban más sus obras y el ejemplo de sus vidas que las palabras, se nos invita a seguir haciendo creíble el evangelio con lo que somos y con lo que hacemos, con nuestra unión y solidaridad, de modo que todos puedan entendernos. Necesitamos un nuevo Pentecostés, una nueva experiencia de reencuentro con Jesús, que nos devuelva el entusiasmo propio de la fe y del compromiso cristiano.
Cristo sigue viviente en su Iglesia de manera personal y efectiva por medio del Espíritu que envía sobre los apóstoles y que recibimos en el bautismo. Cristo no nos ha dejado solos, vuelve a nosotros, y por su Espíritu establece una comunión de amor entre el Padre y todos nosotros y Él mismo. La comunidad de los apóstoles y de los primeros cristianos quedó transformada por la venida del Espíritu Santo. También nosotros podemos creer en nuestra propia transformación. El Espíritu del Señor nos hace capaces de la constante renovación, cambia nuestra manera de pensar, nos da disponibilidad para lo que el Señor nos quiera pedir, nos dispone a encontrarnos y comprendernos por encima de las diferencias.
El Espíritu Santo no es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser Divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Nosotros lo reconocemos en la fuerza interior que dinamiza al mundo, que no cesa de impulsar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en la justicia y la paz.
La Biblia nos habla de Él como la Fuerza Divina que hizo a tantos hombres y mujeres capaces de llevar vidas extraordinarias y hacer obras asombrosas por el bien de su pueblo. También hoy puede hacerlo; su acción en nosotros nos puede cambiar para vivir el evangelio de una forma que no somos capaces ni de imaginar.
Pero debemos pedir que descienda sobre nosotros  (Is 11, 2) y estar dispuestos a recibir de él aquellos dones que concedió a tantos de sus elegidos: don de sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de conocimiento y amor de Dios. Él nos hará capaces de distinguir los caminos del Señor en nuestras vidas (Ef 1,17; Col 1, 9) y saber discernir sus buenas inspiraciones y las que se le oponen, a fin de poder acertar en nuestras decisiones y proyectos.
Debemos dejar que surja de nuestro interior aquel gemido inefable con que el mismo Espíritu, como dice San Pablo, ora e intercede por nosotros desde el fondo de nuestro ser (Rom 8, 23-24) para que sintamos realmente a Dios como Abbá, Padre, libres de temor y de cualquier oscuro interés. Es Espíritu de hijos, no de esclavos, que nos hace obrar por amor, no por temor ni por la obligación de la ley y que, respetando nuestra libertad, no deja de impulsarnos a cumplir con mística y pasión nuestro compromiso por la justicia, cuyo fruto es la paz social.
El Espíritu todo lo penetra (Jl 3,1-5), todo lo inspira y todo lo enseña. Él nos hace capaces de mantener aquello que podemos pensar que está por encima de nuestras fuerzas y de nuestra capacidad de resistencia: una conducta intachable regida por valores consistentes, y sostenida por el deseo de en todo amar y servir, como el sentido de nuestra vida.
Él, Espíritu de Jesús, puede hacer en nosotros el milagro de transformación que operó en los apóstoles, discípulos y discípulas de Jesus e hizo de ellos las columnas de la Iglesia que dieron con la ofrenda de sus vidas el supremo testimonio de su amor (1 Cor 2,12; Jn 16,12) a Cristo y a sus hermanos.
 “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu amor”.

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