domingo, 18 de junio de 2017

Homilía de la fiesta del Corpus Christi y Día del Padre “Yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51-58)

P. Carlos Cardó, SJ
Procesión del Corpus Christi llegando a la catedral del Cusco, óleo sobre lienzo de autor anónimo (1680 aprox.), atribuida a Basilio Pacheco De Santa Cruz Pumacallao, Museo Arzobispal del Cusco, Perú
En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.» 
En la fiesta del Cuerpo y Sangre del Señor revivimos el misterio del Jueves Santo a la luz de la Resurrección. Agradecemos el regalo que Jesús nos dejó antes de su pasión: la Eucaristía, memorial de su entrega por nosotros, sacramento de nuestra comunión con Él, y de su presencia real entre nosotros.
El evangelio de hoy nos hace ver por qué los judíos no entendieron a Jesús cuando les anunció este regalo. Llamarse “pan del cielo” les pareció una blasfemia: se hacía Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les resultaba inadmisible porque se ponía así por encima de la Ley de Moisés, del templo, del sábado, es decir de todo aquello por lo que, según la fe judía, obtenían la salvación. Además, eso de comer su carne les resultaba demasiado chocante y lo de beber sangre iba directamente en contra de lo establecido en el libro del Levítico (Lev 17, 10-12).
Pero Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones sin duda duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma que la fe verdadera consiste en alimentarse de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que consiste en la participación de la misma vida-amor de Dios.
El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama. Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20).
La terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que escribió el evangelio y todos los primeros cristianos tenían por cierto que lo que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial de su muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su muerte y resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.
San Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, pasajes en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un  sentido eucarístico total. Y es que la fe desemboca necesariamente en la eucaristía.
Los cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo se nos da, haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella está el Señor con todo lo que Él es y todo lo que Él hace por nosotros: su Encarnación, su Muerte y su Resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con  Él.
Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo. Comulgamos con Cristo, con todo lo que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los que entrega su vida. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear comunión, deseo supremo suyo.
El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo”.
Nos acercamos a comulgar y pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo de Cristo, que el sacerdote nos muestra y nos entrega. Dicho “amén” proclama nuestra disposición para ser transformados en lo que recibimos.

Hoy, Día del Padre, procuremos expresar a nuestros papás la gratitud profunda que sentimos por lo que significan para nosotros y por lo que de ellos hemos recibido. Expresémosla con gestos concretos, con sentimientos sinceros y con aquellas palabras que siempre deben decirse.
Formar y sostener una familia no es fácil; significa ya no vivir sólo para sí sino para el hogar. El sostenimiento y cultivo del hogar es y será siempre una de las más hermosas contribuciones que un hombre puede hacer a la humanización del mundo, el secreto de sus mayores satisfacciones y, por ello puede ser también la causa de sus más recónditas frustraciones, incomprensiones y dolores.
Ser padre es estar disponible en todo momento para sostener y dar seguridad, orientar y transmitir valores, consolar y animar. Ha de saber unir paciencia y mansedumbre con rectitud y firmeza, y recordar que ternura y bondad no son patrimonio exclusivo de las madres.
No es fácil ser firme y claro a la hora de corregir y magnánimo al alentar y motivar, mostrar rectitud junto con bondad, señalar los límites que impone a la libertad la convivencia humana y, a la vez, fomentar el gusto de tratar a los demás con espontaneidad.
Consciente de que representa en cierto modo la norma y los principios que rigen una vida ordenada, tiene que estar atento para que sus hijos no actúen movidos por el temor o simplemente para complacerle. Por eso procura dar ejemplo de los valores que trasmite de palabra para que sus hijos actúen con autonomía responsable, movidos desde su propio interior por convicciones firmes.
Pocas cosas afirman más la personalidad de los hijos que la alegría franca del padre por sus méritos y logros. Ellos no necesitan sólo que su padre les dé el ejemplo de una vida entregada, que se gasta y desgasta para procurarles sustento y educación; necesitan que su padre pase tiempo con ellos, se interese por sus cosas, los tenga en cuenta a todos por igual y así les haga sentirse de veras importantes.
Ser padre es la más bella obra que Dios confía a un hombre: en ella se prolonga y se hace sentir que Dios es Padre y origen de toda paternidad. En definitiva, ser padre consiste en hacer nacer y crecer a Cristo en los corazones de los hijos. En esto radica el principio y fundamento de su espiritualidad de padre, que se expresa en su oración de cada día: Padre que estás en los cielos, haz que cada día me parezca más a ti en mi hogar.

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