viernes, 30 de junio de 2017

Curación de un leproso (Mt 8, 1-4)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo limpia al leproso, óleo sobre lienzo de Jean-Marie Melchior Doze (1864), Museo de Bellas Artes de Nimes, Francia
En aquel tiempo, cuando Jesús bajó de la montaña, lo iba siguiendo una gran multitud. De pronto se le acercó un leproso, se postró ante Él y le dijo: "Señor, si quieres, puedes curarme". Jesús extendió la mano y lo tocó, diciéndole: "Sí quiero, queda curado".Inmediatamente quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: "No le vayas a contar esto a nadie. Pero ve ahora a presentarte al sacerdote y lleva la ofrenda prescrita por Moisés para probar tu curación".
Los capítulos 8 y 9 de Mateo están dedicados a las obras mesiánicas que Jesús realizaba como signos anticipatorios de la venida del reino de Dios. Los tres capítulos anteriores (5-7) sobre el sermón del monte contenían las enseñanzas necesarias para entrar en el reino. Mateo ve una unidad entre las palabras y las acciones de Jesús, tal como fue enunciada en los sumarios del final de los capítulos 4  y 9: Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas judías, anunciando la buena noticia del reino y sanando todas las enfermedades y dolencias (Mt 9, 35, Cf. 4, 23-24).
Las curaciones de leprosos son especialmente significativas. La idea que se tenía de su enfermedad (y en general de las afecciones contagiosas de la piel) hacía de estos pobres desgraciados verdaderos cadáveres andantes y su eventual curación era como si los muertos volvieran a la vida. La lepra tenía significación religiosa y social. La diagnosticaban los sacerdotes y sólo ellos podían verificar su curación. Excluidos de todo intercambio social, obligados a vivir a la intemperie fuera de los poblados, no podían asistir a los actos religiosos de su comunidad, eran vistos como heridos por Dios e impuros, y nadie podía acercárseles y, menos aún, tocarlos porque transmitían su impureza. De todas estas maldiciones quedaban libres si se curaban, pero los sacerdotes tenían que autorizar su readmisión en la vida social.
El relato se centra en la respuesta de Jesús: Quiero, queda limpio. El milagro en sí no se describe, tampoco la actuación de los presentes ni hay ceremonial alguno. Lo único que hace Jesús es tocarlo, no como parte de ninguna técnica de curación, sino movido a compasión y, por supuesto, a sabiendas de que, al hacerlo, infringe una prohibición legal. Queda claro que lo que cura es la voluntad del Señor, que pone en acto el poder liberador propio del Mesías anunciado por los profetas (cf. Is 26,19; 35, 5s; 61, 1).
Pero además del poder de Jesús sobre las fuerzas del mal, el texto destaca que el milagro es posible por la fe. No es una acción mágica; se encuadra dentro de una relación entre dos personas. El enfermo se dirige confiadamente a Jesús, reconoce su poder y mueve su voluntad. Por su parte, el Señor atiende la súplica del que lo implora.
Después de curarlo, le ordena que se presente al sacerdote y ofrezca el sacrificio prescrito por Moisés, para quedar reincorporado a la comunidad. Pero más allá de respetar lo mandado por la Ley es claro que Jesus con este tipo de acciones anula todo motivo de discriminación y exclusión entre las personas. Con su llegada quedan derribadas las barreras de separación entre los hombres y queda claramente fundamentado en la nueva ley el derecho de todos los seres humanos a ser tratados con igualdad y respeto, por tener una misma dignidad de hijos o hijas de Dios.
El silencio que Jesús impone al enfermo curado tiene en cuenta la idea errónea que el pueblo se ha formado del Mesías esperado y evita que en torno a su persona se genere un ambiente de entusiasmo mesiánico triunfalista. No quiere tampoco que la gente lo siga de manera interesada, como un simple taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales, y se vean sus curaciones como meros sucesos asombrosos, y no como señales de la presencia anticipada del reino de Dios.
Finalmente, el gesto del leproso, de postrarse ante Jesús en señal de adoración, y el invocarlo como Señor, muestran que reconoce la presencia de lo divino en él. Su súplica contiene una auténtica confesión de fe cristiana y señala la clave de interpretación de todo el relato. La figura del leproso adquiere carácter simbólico, representa al cristiano que, en la Iglesia, encuentra a Jesucristo resucitado con todo su poder liberador. El pasado de la acción salvadora se actualiza por la virtud iluminadora de la palabra revelada y hace ver al lector del evangelio que también para él –cualquiera que sea su enfermedad o dolencia, su necesidad o padecimiento– sigue disponible la gracia del Señor como lo estuvo para aquellos enfermos y necesitados a los que liberaba con su poder misericordioso.

jueves, 29 de junio de 2017

¿Quién dicen que soy yo? (Mt 16,13-19)

P. Carlos Cardó, SJ
 
San Pedro y San Pablo, óleo sobre lienzo de Doménikos TheotokópoulosEl Greco’ (1605-1608), Museo Nacional de Estocolmo, Suecia
En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?" Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Van camino de Jerusalén y Jesús tiene con sus apóstoles un diálogo íntimo pero cargado de tensión porque han quedado desconcertados con el anuncio de su pasión. En este contexto, Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las opiniones que circulan sobre él. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista vuelto a la vida. Otros lo identifican con Elías, vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros lo ven como Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión y fue martirizado por los dirigentes del pueblo. Otros, en fin, dicen que es un profeta más.
Pero Jesús quiere saber qué piensan y qué esperan de él los que van a continuar su obra. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo de la cruz. Por eso les pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo?
Pedro, actuando en nombre de los Doce, le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas palabras, con las que proclama que reconoce a Jesús como Mesías divino, no han podido nacer de su genial perspicacia; como las demás los discípulos él es un hombre sin mayor instrucción, un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han sido fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”. Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio de su persona y del destino que le aguarda. Él es el enviado del Padre, el Mesías Salvador, que entregará su vida por nosotros, será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios su Padre.
Pedro tiene el germen de esa fe que irá madurando en él hasta que, vuelto de sus pruebas, sea capaz de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 31).  Por eso Jesús le dice: Tú serás llamado piedra, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, dándole como misión el servicio de la unidad, sobre la base de la conservación de la común fe revelada y el vínculo de la caridad.
¿Quién dicen ustedes que soy yo? La pregunta llega hasta nosotros. De la respuesta que se dé se seguirán las diversas formas de concebir y vivir la fe cristiana. Un ideal ético de valores y actitudes que ayuda a vivir humanamente bien consigo mismo y con los demás; una conciencia social que empeña a la persona en la lucha por la justicia; un referente sobrenatural más o menos mítico o mágico, al que se remiten las propias incógnitas e inseguridades; una cosmovisión filosófica –enunciados y argumentos­– que dan razón de la causa y del sentido de la realidad existente; un conjunto de prácticas religiosas, oraciones, invocaciones y ceremonias de alabanza y súplica que ordenan los días del año con descansos y festividades fijadas por la costumbre del grupo cultural al que se pertenece… Todo eso puede ser más o menos bueno, más o menos humanizador, pero ahí no hay una relación con alguien, no hay un cara a cara, en el que se conoce a Jesucristo cada vez más internamente y se le ama hasta desear ir tras él. No ocurre lo que dice San Pedro: que se le ama aunque no se le haya visto, se confía en él aunque de momento no se le pueda ver, y eso mantiene en el interior una alegría indescriptible y radiante (1Pe 1,8).
Nuestra respuesta a la pregunta de Jesús: ¿Quién dices ustedes que soy yo?, no puede ser otra que la que le dieron sus verdaderos discípulos que, dejando redes y barca, se decidieron a seguirlo. Ellos creyeron y llegaron a conocer que Jesús era Salvador, consagrado por Dios (Jn 6, 68), el Cristo, Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16). En su forma humana de ser y en lo que hizo por nosotros, hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene y hemos confiado en él (1 Jn 4, 16). Su ejemplo y sus enseñanzas iluminan y dan sentido a la existencia, y por eso es lo central y más importante en la vida, hasta el punto de poder decir con San Pablo: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo  (2 Tim 2,11-13).
Nota. Este texto evangélico fue comentado el día 22 de febrero.



miércoles, 28 de junio de 2017

El árbol bueno da frutos buenos (Mt 7, 15-20)

P. Carlos Cardo, SJ
Árbol de mora en otoño, óleo sobre lienzo de Vincent van Gogh (1889), Museo de Arte Norton Simmon, Pasadena, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuidado con los falsos profetas. Se acercan a ustedes disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Todo árbol bueno da frutos buenos y el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos y un árbol malo no puede producir frutos buenos. Todo árbol que no produce frutos buenos es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los conocerán".
Una experiencia perturbadora vivida por las primeras comunidades cristianas fue, sin duda, la que aquí apunta el evangelio de Mateo: la presencia de los falsos profetas o maestros que se presentan como pacíficos e indefensos pero destruyen la comunidad.
San Pedro habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente herejías destructoras (2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17). Entre estos falsos profetas y maestros, los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes que actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17) pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de Cristo su valor redentor.
Junto a ellos ponía también Pablo a todos aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la tierra y propagaban malas costumbres (Fil 3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé  que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí (Hech 20,29).
Esta experiencia, que subyace al texto que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines interesados. No sólo son gentes que predican falsas doctrinas, sino que se atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen mucho daño a los desprevenidos.
Mateo da a la comunidad una norma para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; pero el árbol malo da frutos malos. Sus palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si pertenece a Dios  (1Jn 4,1).
A todo esto, San Ignacio de Loyola en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero, que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también las buenas y malas inspiraciones, deseos, tendencias que pueden surgir en nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar malas decisiones.
Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, eso es clara señal de que procede de mal espíritu, con el cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ej. Esp. 3

martes, 27 de junio de 2017

No Profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

P. Carlos Cardó, SJ
Puerta de la Coracha (Siglo XI), alcazaba de Badajoz, España

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No den a los perros las cosas santas ni echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes y los despedacen.Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. En esto se resumen la ley y los profetas.Entren por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y amplio el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por él. Pero ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que conduce a la vida, y qué pocos son los que lo encuentran!"
Para los hebreos, perros y cerdos eran animales impuros y abominables, como puede verse en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22). Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios, que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo.
En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la Palabra de Dios y al pan de la eucaristía. En este sentido, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.
Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).
La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente o con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.
La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.
El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor.
El yo deja de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas.
La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias. Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).
Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres.
Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que de nada valen porque que no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar.


lunes, 26 de junio de 2017

No juzguen y no serán juzgados (Mt 7, 1-5)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesús predicando en el templo, acuarela de William Brassey Holle (1900 aprox.) para La Vida de Jesús el Nazareno
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No juzguen y no serán juzgados; porque así como juzguen los juzgarán y con la medida que midan los medirán. ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no te das cuenta de la viga que tienes en el tuyo? ¿Con qué cara le dices a tu hermano: ‘Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo’, cuando tú llevas una viga en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga que tienes en el ojo, y luego podrás ver bien para sacarle a tu hermano la paja que lleva en el suyo".
En la base del consejo de Jesús de no juzgar al prójimo está el presupuesto de que no hay nadie sin defecto y todos, sin embargo, son mirados con misericordia por Dios. Así mira el Padre del cielo a sus hijos e hijas y por ello envió a su Hijo al mundo no para condenar sino para salvar. Por eso, porque Dios perdona siempre, porque es fiel hasta el fin a su ser padre, hay que aprender a perdonar. La condena del prójimo no debe salir nunca de la boca del cristiano porque Jesús nunca profirió amenazas ni condenó a nadie.
En efecto, juzgar a los demás es una contradicción. Traiciona el evangelio quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos, los manipula para criticar, juzgar y condenar a otros. La moral, entonces, en vez de orientar la conducta causa daño, porque no se tienen en cuenta sus principios para regirse a sí mismo, sino para atacar al prójimo, vengarse, expresar celos y envidias, desahogar rencores y resentimientos.
¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojos y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano! A la crítica y habladuría malsana, que enarbola la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo malo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, acogerlo, dialogar y ayudarlo a sacar la paja que tiene en su ojo. Se trata de dejarle a Dios el puesto que le corresponde. No pretender sustituirlo, haciéndome juez de vivos y muertos.
Hipócrita no significa en primer lugar falsedad o mentira; significa protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, y desde allí juzgar y despreciar a los que considera pecadores. Pues bien, ante Dios todos somos pecadores y publicanos.
Corregir al que yerra es una obra de misericordia; debe, por tanto, practicarse como tal, misericordiosamente, haciéndole sentir al otro que es aceptado por mí, así como yo soy aceptado a pesar de mis defectos. Sólo entonces la corrección es fraterna y puede ser eficaz. De lo contrario, puede degenerar en conflicto y endurecer más al otro en su error o mala conducta. La corrección fraterna es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para que el prójimo sea objeto de misericordia. 

domingo, 25 de junio de 2017

Homilía del Domingo XII del Tiempo Ordinario “No tengan miedo” (Mt 10, 26-33)

P. Carlos Cardó, SJ

Concierto de aves, óleo sobre lienzo de Frans Snyders (1629-1630), Museo del Prado, Madrid


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "No teman a los hombres. No hay nada oculto que no llegue a descubrirse; no hay nada secreto que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día, y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas. No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.¿No es verdad que se venden dos pajarillos por una moneda? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo.A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre, que está en los cielos".
El texto forma parte de las instrucciones que dio Jesús a sus discípulos antes de enviarlos a predicar. Los exhorta a no tener miedo (vv. 26.28.31) y a estar dispuestos a dar testimonio de Él y del evangelio (vv.32-33).
Jesús es consciente de que la misión que les confía les produce miedo. Ya en el Antiguo Testamento, (en los relatos de vocación), los llamados por Dios perciben enseguida las dificultades de la tarea y buscan escabullirse. Moisés, elegido para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, le replica a Dios: ¿Y quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto? Yo no tengo facilidad de palabra... soy torpe de palabra y de lengua (Ex 3,11, 4,10).
De manera parecida reaccionan los jueces (Gedeón: Jue 6,15) y los profetas (Jeremías: Jr 1,6). Por su parte, los discípulos de Jesús saben que, por predicar con libertad, Juan Bautista ha sido decapitado por Herodes (Mt 14,1-12). Ven además que el mismo Jesús, aunque logre el aplauso de la gente sencilla, choca con los dirigentes. Tienen, pues, miedo a predicar: no todos los van a recibir bien (10,14), son enviados como ovejas en medio de lobos, los van a perseguir… (10,16-25).
En este contexto, Jesús les repite tres veces: No tengan miedo a anunciar el evangelio, a decir en voz alta lo que les ha dicho al oído, a la luz del día lo que les ha enseñado de noche, y desde lo alto de las azoteas lo que les ha comunicado en secreto. ¿Y el miedo a la persecución? Tampoco, porque aunque puedan acabar con su vida corporal, no pueden arrebatarles la vida del espíritu. Y nunca deben olvidar que, por encima de todos los poderes del mundo, hay un Dios, Padre de todos, en cuyas manos providentes están hasta los gorriones, que se venden en el mercado por unos céntimos. Y sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. No teman, pues ustedes valen más que todos los pajaritos juntos.
Queda claro que el seguimiento de Jesús implica empeñar la vida, sin cálculos ni restricciones. Quien dice sí a Jesús y asume la misión que Él le confía sabe que puede correr riesgos, incluso se le puede arrebatar el “cuerpo”, pero no la “vida”.
El cuerpo no es la vida; viene de la tierra y vuelve a la tierra. La vida que nada ni nadie puede matar es el Espíritu. El problema, por tanto, no es salvar el cuerpo, sino cómo vivir nuestra vida corporal, temporal, con amor filial y fraterno, con honestidad y rectitud, pues en esto consiste la vida verdadera. Quien no vive así, está ya muerto. Esta manera de pensar brota de la convicción de que el evangelio y los valores del Reino, valen más que la vida y llevan consigo justicia y felicidad para todos. Se sostiene, además, en la confianza en las palabras del Señor que aseguran el cuidado paternal con que Dios vela sobre cada persona humana. La pasión por la vida y por la persona, así como la pasión por Dios y el evangelio son los dinamismos que permiten al cristiano afrontar sin temor los riesgos de la fe.
Jesús reclama un seguimiento incondicional, no a medias, no acomodado. Ponerse de parte de Jesús ante los hombres exige fidelidad sin tacha, y eso nos asegura que Jesús se pondrá de nuestra parte ante el Padre del cielo. Si alguno está de mi parte ante los hombres, también yo estaré de su parte en presencia de mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, yo también lo negaré en presencia de mi Padre que está en los cielos. 
Ponerse de parte del Señor es confiar en Él y transmitir su mensaje con la palabra y con la vida, pues la palabra sin la vida es inadmisible, y la vida sin la palabra es incomprensible. Decía el Beato John Henry Newman: “Quien haya tenido un encuentro con Cristo no podrá vivir en adelante como si ese encuentro no hubiera sucedido”. Y esto vale también para la Iglesia que tiene que acostumbrarse a perder sus miedos, por arraigados y persistentes que sean. El Papa Francisco no ceja en su empeño por dinamizarla para que no actúe pensando únicamente en la supervivencia y seguridad de sus instituciones. Obrando así, se mete la luz bajo el celemín y se hace insípida la sal. 

sábado, 24 de junio de 2017

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó, SJ
Grabación del nombre de san Juan Bautista, temple sobre madera de Fra Angélico (1428-1430), Museo de San Marcos, Florencia, Italia
Por aquellos días, le llegó a Isabel la hora de dar a luz y tuvo un hijo. Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había manifestado tan grande misericordia, se regocijaron con ella.A los ocho días fueron a circuncidar al niño y le querían poner Zacarías, como su padre; pero la madre se opuso, diciéndoles: "No. Su nombre será Juan". Ellos le decían: "Pero si ninguno de tus parientes se llama así". Entonces le preguntaron, por señas al padre cómo quería que se llamara el niño. El pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Todos se quedaron extrañados. En ese momento a Zacarías se le soltó la lengua, recobró el habla y empezó a bendecir a Dios. Un sentimiento de temor se apoderó de los vecinos, y en toda la región montañosa de Judea se comentaba este suceso. Cuantos se enteraban de ello se preguntaban impresionados: "¿Qué va a ser de este niño?" Esto lo decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él.
Juan Bautista fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan.
La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una especial misión en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene. Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella.
Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona humana no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas (Sal 139, 13-14).
El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.
Su nombre es Juan (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa Dios es favorable. En la vida de Juan Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por Él a la existencia. El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49,1).
Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad.
Nota. Este texto evangélico fue comentado el día 23 de Diciembre


viernes, 23 de junio de 2017

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

P. Carlos Cardó, SJ
 
Cargador de flores, óleo con acuarela de Diego Rivera (1935), Museo de Arte Moderno, San Francisco, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús exclamó: "¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien. El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera".
Es un texto fundamental del Nuevo Testamento. Tiene dos partes, la primera es una oración de Jesús, la segunda contiene el llamado “grito de júbilo” de Jesús.
En la oración de Jesús resalta su peculiar relación de intimidad con Dios, que le mueve a referirse a él llamándolo Abbá. Pronunciada con toda la resonancia de su lengua natal, esta palabra permite advertir el conocimiento y amor mutuo que une a Jesús con Dios y que le permite dirigirse a él con el equivalente a nuestro apelativo cariñoso de papá. La palabra Abbá es central en el cristianismo porque expresa quién es Dios y quién es Jesús.
Este Dios-Padre, según Jesús, tiene una voluntad que debe cumplirse, el establecimiento de su reinado, que ha comenzado ya con la obra de su Hijo, pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Jesús se alegra de que, conforme a lo establecido por su Padre, son los pequeños y los pobres, que ponen toda su confianza en Dios, los que acogen y se benefician de este don salvador, mientras que los sabios y entendidos de este mundo, que sólo confían en sí mismos y no reconocen su necesidad de cambio, se quedan fuera.
En ese contexto, dice Jesús: ¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré! Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud ante Dios que la del temor servil, que le mueve a cumplir la ley moral por el miedo al castigo o la esperanza del premio. Se puede ser así un cumplidor estricto de lo que está mandado, pero sin poner en ello el corazón.
Jesús no vino a abolir la ley, y alabó a quien la enseña hasta en sus detalles. Pero advirtió que lo que Dios quiere es el corazón, no simplemente las obras religiosas. Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida divina que es amor.
Y yo los aliviaré. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la mesa del Padre; la confianza de saber que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la serena certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de la muerte de que es capaz el ser humano podrá impedir la llegada del reino de Dios, porque la “bondad” básica de la creación y de nuestro mundo ha sido ya puesta en sus manos por su Hijo Jesús de Nazaret resucitado.
Mi yugo es suave y mi carga es ligera, dice Jesús. Su Espíritu, hecho ley interna de la caridad y del amor, no oprime. Su mandamiento nuevo es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y de ingenio, de creatividad y grandeza de ánimos. Ensancha el corazón. 
Responder a la invitación del Señor, Vengan a mí…, que yo les daré descanso, es aprender bondad, man­sedumbre, sencillez, amabilidad. No se puede reconocer a Dios, ni tampoco llegar a ser felices, si vivimos centrados en nosotros mismos y andamos sin tiempo para nada, agitados por el ansia de ganar más, tener más, obtener mayores éxitos productivos, pero incapacitados para poner quietud y silencio en nuestro interior, o sencillamente para disfrutar de los dones más bellos de Dios: la familia, las amistades...

jueves, 22 de junio de 2017

La Verdadera oración (Mt 6, 7-15)

P. Carlos Cardó, SJ
Oración antes de la comida, dibujo a lápiz y tinta de Vincent van Gogh (1882), colección privada

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando ustedes hagan oración no hablen mucho, como los paganos, que se imaginan que a fuerza de mucho hablar, serán escuchados. No los imiten, porque el Padre sabe lo que les hace falta, antes de que se lo pidan. Ustedes pues, oren así:
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en tentación y líbranos del mal.Si ustedes perdonan las faltas a los hombres, también a ustedes los perdonará el Padre celestial. Pero si ustedes no perdonan a los hombres, tampoco el Padre les perdonará a ustedes sus faltas".
Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos.
Padre”. Poder decir a Dios Abba es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará capaz de decir en toda circunstancia: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).
Santificado sea tu nombre. Significa darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su Nombre. Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos rendimos a Él, sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y destruye la creación.
Venga tu reino. Es la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino “ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y “vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador. Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un árbol (Lc 13,18s). Y es, en definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio marcharse (Hech 1, 11). Nos toca pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17). La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.
Hágase tu voluntad. Su voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.
Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual, que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a Dios.
Perdónanos nuestros pecados. El pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha pecado. Per-donar es la acción completa, intensa y total del donar. Es regalar o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la acción del acreedor de regalar o ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona.
No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).
Nota: Este texto evangélico fue comentado el 7 de Marzo


miércoles, 21 de junio de 2017

La religiosidad verdadera (Mt 6, 1-6.16-18)

P. Carlos Cardó, SJ
Manos que oran, tinta sobre papel azul de Alberto Durero (1508), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Tengan cuidado de no practicar sus obras de piedad delante de los hombres, para que los vean. De lo contrario, no tendrán recompensa con su Padre celestial.Por lo tanto, cuando des limosna, no lo anuncies con trompeta, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, para que los alaben los hombres. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. En cambio, cuando tú des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.Cuando ustedes hagan oración, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora ante tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará.Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como esos hipócritas que descuidan la apariencia de su rostro, para que la gente note que están ayunando. Yo les aseguro que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que no sepa la gente que estás ayunando, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará".
Si algo debe ser auténtico y sincero, sin nada de hipocresía ni de dobles intereses, es la práctica de la fe. Para inculcar este principio fundamental, Jesús habla de la limosna, la oración y el ayuno, que son como los tres pilares de la religión. Definen las relaciones con los otros (limosna), con Dios (oración) y con las cosas (ayuno). El modo como se viven, definen una existencia de hermanos que ven unos por otros o se desentienden del prójimo que pasa necesidad, que buscan la justicia de Dios o la autocomplacencia y el reconocimiento que se les pueda hacer, que son libres para usar o dejar las cosas cuanto convenga, o se esclavizan a ellas.
Lo que se dice de la limosna se repetirá para la oración y el ayuno: las prácticas religiosas han de ser en secreto, no para ser visto y recibir gloria vana de los hombres. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha.
Limosna: El dar al necesitado no es una buena acción que está por encima o va más allá de lo obligatorio (supererogación), sino una obligación de justicia. Somos hijos de un mismo Padre, somos hermanos, la suerte de mi hermano me tiene que afectar. No podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos a quien vemos (1Jn 4). El Hijo nos reconocerá o no si lo atendemos o no en el hermano que pasa necesidad. 
La solidaridad con los pobres –sean marginados, desocupados, sin techo, enfermos o ancianos– es expresión de la justicia social distributiva mediante la cual se da cumplimiento a la destinación social que tienen los bienes de este mundo para que sirvan al sostenimiento de todos. La solidaridad impulsa a buscar el bien de todas las personas, por el hecho mismo de que todos son iguales en dignidad gracias a la realidad de la filiación divina. Sin ello, no hay fraternidad. 
El Antiguo Testamento está lleno de las bendiciones y recompensas que acompañan a la limosna: Quien da al pobre le hace un préstamo a Dios (Pr 19,17). El que da al pobre nunca sufrirá necesidad, pero el que cierra sus ojos tendrá muchas maldiciones (Pr 28,27).
La oración. La vida espiritual se expresa y alimenta por medio de la oración. Ese tiempo “perdido” que detiene las actividades y corta con el bullicio cotidiano es un reconocimiento de que el Señor es el dueño, el centro de todo, y el que realiza lo que debemos hacer por encima de cuanto podemos. No somos asalariados sino amigos, y debemos aprender a combinar trabajo y descanso. 
No todo se ha de guiar por criterios de eficacia y productividad, hay que aprender el sentido de lo gratuito. Concretamente, debemos aprender a estar con el Señor, como un amigo con su amigo, o un hijo con su padre. Y para que este diálogo sea verdadero, el Señor nos alienta a presentarnos ante Él tal como somos. No es un encuentro verdadero el que se hace para ser vistos por los demás; no podemos ir a la oración para parecer buenos ante la gente o ante Dios, ni siquiera ante mí mismo; ni puedo orar para sentir que cumplo con lo que está mandado. Nada de esto tiene sentido en la amistad y el amor.
El ayuno en la tradición espiritual judía estaba asociado al estudio de la Torá (Dt 8), porque agudiza el ingenio y hace ver que no sólo de pan vive el hombre. Aparte del  ayuno obligatorio en el día de expiación (Yom Kippur), los judíos practicaban ayunos privados por devoción. Daban fama de persona piadosa. A Jesús le preguntan: por qué tus discípulos no ayunan (9,14). Jesús les contesta que su venida inaugura la fiesta anunciada por los profetas (Is 61, 1.3) y no tiene sentido entristecerse. 
El perdón no depende del ayuno penitencial y expiatorio, sino de la adhesión personal a él, porque ocupa el lugar de Dios, y porque seguirlo es entrar en el tiempo de la nueva alianza de Dios prometida para la venida del Mesías. Ese tiempo ha venido y en él, la religión de las normas y prácticas exteriores da paso a la religión del corazón. 
Por eso, la práctica del ayuno, concretamente, se convierte en lo que Dios había dicho por medio del profeta Isaías: El ayuno que yo quiero es éste: que sueltes las cadenas injustas, que desates las correas del yugo, que dejes libres a los oprimidos, que acabes con todas las opresiones, que compartas tu pan con el hambriento, que hospedes a los pobres sin techo, que proporciones ropas al desnudo y que no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz como aurora… y te seguirá la gloria del Señor” (Is 58, 6-8).
Nota: Este evangelio ha sido comentado el día 1 de Marzo

martes, 20 de junio de 2017

El amor a los enemigos (Mt 5, 43-48)

P. Carlos Cardó, SJ
El prendimiento de Jesús, óleo sobre madera de Dieric Bouts (1459 aprox.), Pinacoteca de Munich, Alemania
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo; yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso mismo los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso mismo los paganos? Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto".
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales: hijos e hijas queridos de Dios. 
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero no perdona a su  hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que se ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por medio de él iluminar a la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano, Israel tiene que abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso.
El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza de Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega para el anhelo de la paz: llegará el día en que todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, se guiarán por sus enseñanzas y entonces de sus espadas forjaran arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se entrenarán más para la guerra.  (Is 2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y la aversión al enemigo como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que, conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa haber conocido a Dios.  Si no se ama, no se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con nuestras acciones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable que el odio es una enfermedad del alma. Allí donde se desencadena el odio y la venganza como reacción frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia.
Etty Hillesum, mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje de paz y de perdón del cristianismo, dice a este propósito: “No veo más solución sino que cada cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205). 
Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a Él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.