sábado, 20 de mayo de 2017

Si el mundo los odia… (Jn 15, 18-21)

P. Carlos Cardó, SJ
Flevit super illam (Lloró por ella, por Jerusalén), óleo sobre lienzo de Enrique Simonet (1892), Museo del Prado, Madrid
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a mí antes que a ustedes. Si fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya; pero el mundo los odia porque no son del mundo, pues al elegirlos, yo los he separado del mundo. Acuérdense de lo que les dije: ‘El siervo no es superior a su señor’. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán, y el caso que han hecho de mis palabras lo harán de las de ustedes. Todo esto se lo van a hacer por mi causa, pues no conocen a aquel que me envió".
Si el mundo los odia…  Cuando Juan habla del “mundo” no se refiere a la creación, que fue hecha buena por Dios para ser la casa común de sus hijos e hijas; se refiere a una manera de pensar y de actuar, un sistema de valores que estructura relaciones interpersonales y sociales opuestas diametralmente a los valores del reino anunciado e inaugurado por Jesús.
Tales valores se transmiten por una especie de contagio mimético. Su puesta en práctica acaba con la solidaridad y la acogida del otro, la verdad y honestidad privada y pública, la libertad y el dominio de sí, el servicio desinteresado, el amor…
El mundo y sus atractivos desordena las conductas y confunde las conciencias; lleva a las personas y a los grupos a considerar bueno lo que es malo, a tener como principio de acción el afán de lucro desmedido y la ganancia personal aunque vaya contra el bien común, a preferir la posesión al compartir, la violencia a la mansedumbre, la arrogancia a la sencillez; en una palabra, el egoísmo al amor. Los objetos que el mundo propone como causas ciertas de felicidad, de éxito y de realización personal –el dinero, el poder, el placer– se tornan verdaderos ídolos a los que las personas sacrifican sus voluntades, su libertad, su tiempo, su familia, incluso su reputación; todo puede supeditarse y sacrificarse por ganar más, dominar más, gozar más.
San Ignacio en la meditación de las Dos Banderas en sus Ejercicios Espirituales describe la progresión que adopta la dinámica del mal en el mundo: partiendo del ansia inmoderada de ganancia material, lleva a la persona a la búsqueda alocada de honores y la instala finalmente en la crecida soberbia –sin religión, sin patria, sin hermanos, solo en su autocomplacencia. Por el contrario, el espíritu de Cristo alienta en la persona el aprecio de la pobreza evangélica que conlleva un estilo de vida sobrio y sencillo y una actitud de solidaridad para compartir; la entereza  para soportar las incomprensiones y desprecios que pueden sobrevenirle por su compromiso con el evangelio; y finalmente el deseo de aquella humildad que caracteriza a Jesús, venido no a que lo sirvan sino a servir y dar su vida.
Por eso es tajante Jesús en su mensaje moral: no se puede servir a dos señores, no puede haber componenda entre Dios y Satán, quien no recoge con Cristo desparrama… Por eso advierte: Si pertenecieran ustedes al mundo, el mundo los amaría. El mundo ama, apoya, favorece lo que es suyo y lo que le interesa para mantener sus sistemas. Pero los cristianos no son del mundo, son de Cristo y, por tanto, no pueden cambiar de identidad. Si, en cambio, por ganarse el apoyo o evitarse problemas, hacen lo que el mundo quiere, éste no sólo los dejará tranquilos, sino que los llenará de sus favores.
Por eso, cuando la comunidad cristiana no experimenta dificultades, debe preocuparse y examinarse. Quizá ha claudicado ante el poder o el atractivo del mundo. El peligro verdadero para el cristiano y para la Iglesia no es la persecución, sino las lisonjas, los halagos y favores del mundo que comprometen, enmudecen, entibian y hacen caer en la mundanidad.
Jesús fue claro al advertir a sus discípulos y a su naciente Iglesia que su destino iba a ser también el de la cruz. El conflicto que llevó a Jesús a la cruz es inevitable para los que continúan anunciando su mensaje. Por tanto, no se puede vivir auténticamente el evangelio procurando al mismo tiempo evitarse conflictos. Naturalmente no hay que buscarse persecuciones, pero tampoco vivir huyendo de los problemas, porque termina uno por no decir ni hacer nada.
Vivir el evangelio es ya en sí advertirle al mundo que no es verdad todo lo que ofrece. Con su sola conducta el cristiano desenmascara la mentira de quienes intentan apagar la verdad con la injusticia (Rom 1,18). Viviendo el amor desinteresado, pone al descubierto la insensatez del mundo. 
Este cristiano soportará hostilidades, se sentirá por momentos equivocado, se cansará de ir como a contracorriente. Pero el Espíritu de Jesús lo iluminará con la verdad de su causa y lo hará capaz de mantener su testimonio.

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