miércoles, 31 de mayo de 2017

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó, SJ
 
La visitación, óleo sobre lienzo de Domenico Ghirlandaio (1491), Museo del Louvre, París

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno. Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor".Entonces dijo María: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen. Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada.Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre".María permaneció con Isabel unos tres meses, y luego regresó a su casa.
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Es el fin de una larga espera de dos mil años: Dios se demuestra fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
En el pasaje aparecen también las dos actitudes que hacen a María figura y madre de la Iglesia: su servicio y su fe. María “va de prisa”, movida por la caridad, para ayudar a Isabel, que se encuentra en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, el anuncio de la salvación: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Con este saludo, Bendita entre las mujeres”, Israel honraba a las grandes mujeres de su historia: a Yael y a Judit (cf. Jueces, c. 4, y Judit, c.13), que vencieron al enemigo de su pueblo. María vence al enemigo de la humanidad. Lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Génesis, cap. 3). En María la creación se torna bendición y vida.
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento!”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función que cumple dentro del plan de salvación. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Después de oír el saludo de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un canto de alabanza.
Celebra todo mi ser la grandeza del Señor. María es consciente de que todo su ser, su yo personal (“alma” y “espíritu”) es un don de Dios y a Él lo devuelve en su alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, el poder y la misericordia de Dios -el santo, el todopoderoso, el misericordioso-.
El Magnificat de María se sitúa en línea con la corriente espiritual de los salmos. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En él canta la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. Es el cántico nuevo que entona la criatura, hecha nueva por la muerte de Cristo y por la efusión del Espíritu Santo. El Magnificat es una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor.
Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”. 
La Iglesia invita a rezar todas las tardes el cántico de María como el reconocimiento de que Dios cumple su promesa y llena nuestra vida de sus gracias.
(NOTA: Este evangelio y su comentario fue publicado también el  21 de Diciembre)

martes, 30 de mayo de 2017

Primera parte de la oración sacerdotal (Jn 17, 1-11)

P. Carlos Cardó, SJ
La última cena, óleo sobre lienzo de Francesco Bassano (1586), Colección Real del Palacio de Aranjuez, Madrid, España (no expuesto al público)
En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique, y por el poder que le diste sobre toda la humanidad, dé la vida eterna a cuantos le has confiado. La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame en ti con la gloria que tenía, antes de que el mundo existiera.He manifestado tu nombre a los hombres que tú tomaste del mundo y me diste. Eran tuyos y tú me los diste. Ellos han cumplido tu palabra y ahora conocen que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste; ellos las han recibido y ahora reconocen que yo salí de ti y creen que tú me has enviado.Te pido por ellos; no te pido por el mundo, sino por éstos, que tú me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío. Yo he sido glorificado en ellos. Ya no estaré más en el mundo, pues voy a ti; pero ellos se quedan en el mundo".
Tradicionalmente se ha llamado “sacerdotal” a esta oración de Jesús en la Última Cena por su carácter de acción de gracias y de intercesión (Jesús mediador). Contiene la cima de la revelación de Jesús a sus discípulos, y de la revelación de los propios discípulos, de lo que son por su unión al Hijo y al Padre. Jesús da gracias por la obra que el Padre le ha confiado y ruega por los hermanos que la continuarán después de Él.
Levantando los ojos al cielo, Jesús dijo: Padre, ha llegado la hora. Jesús se dirige a su Abbá, expresando la intimidad que tiene con  Él y que pronto compartirá con los discípulos. Es en la noche anterior a su pasión, que para él es la hora de la glorificación del Hijo por el Padre y viceversa. Los signos reveladores de su gloria comenzaron en Caná (c. 2) y llegarán a su culminación en la cruz. Jesús lo sabe, ha advertido de ello a los suyos y a pesar de la turbación que le causa, ha declarado: Ha llegado la hora y ¿qué he de decir: Padre, líbrame de esta hora? Pero si para esta hora he venido al mundo. Padre, glorifica tu Nombre. (12,27). Es la hora de la caída del grano de trigo en tierra para dar fruto. Es la hora de pasar de este mundo al Padre y de llevar su amor hasta el extremo (13,1s).
La “gloria” de Dios en la Biblia es el ser divino que se revela en el esplendor de su obra.  Aquí, la gloria del Hijo es la realización del plan del Padre, el cumplimiento pleno de su designio que el Padre reconoce. Jesús la pide y sabe que en ello mismo su Padre es glorificado. Jesús revela su propia gloria y la del Padre en la entrega de su vida.
Declara también que esta gloria, suya y del Padre, está en relación con lo que hace por nosotros: nos da vida. Es el poder que ha recibido del Padre. Y es vida plena y eterna lo que nos da, por ser la vida del Padre que Él nos comunica. Es el destino y meta de nuestra existencia terrena; a ella vamos porque es sinónimo de “reino de Dios”, de estar con Dios y ser salvados. Condición para acoger bien este don es conocer a Dios como Padre y a su enviado Jesucristo, con un conocimiento no puramente racional sino como una experiencia personal compartida que se vive en la fraternidad.
Jesús reconoce que es su Padre quien le ha dado a sus discípulos (y a los que vendrán después, nosotros), sacándolos del mundo. Los considera, pues, un don recibido. Si antes se movían en la esfera del mundo, actuando bajo su influjo, ahora han renacido por el agua y el Espíritu que los ha liberado. 
La obra que Jesús ha realizado en favor de sus discípulos se menciona en la oración de Jesús con los verbos conocer, creer, amar, seguir, ser de Dios, ser consagrados, recibir gloria, que tienen que ver con la fe como experiencia integral que compromete a toda la persona y no sólo a la razón. Toda la predicación de Jesús ha estado orientada a revelar a Dios como Padre suyo y Padre nuestro, darlo a conocer. Designar a Dios, como el Nombre era un gesto reverencial. Los judíos no pronunciaban el sagrado nombre de Yahvé, revelado a Moisés. Al decir Jesús, les manifesté tu Nombre, hace ver que, por la experiencia personal que Él tiene de Dios, nos lo ha dado a conocer, nos lo ha acercado y hecho accesible como Padre de todos. Gracias a Jesús, el Dios que era Innombrable se vuelve Abbá.
A continuación, dice Jesús que envía a sus discípulos al mundo para que continúen su misión de dar a conocer el amor salvador de Dios. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Quiere prolongarse en ellos. Por haber seguido a Jesús y haberse identificado en Él, los discípulos han dejado de pertenecer al “mundo”, que en el evangelio de Juan designa al conjunto de hombres que están separados de Dios y también el conjunto de criterios, actitudes y formas de conducta que rechazan la verdad del evangelio, y hacen que Jesús y sus discípulos sean perseguidos.
A ese mundo son enviados los discípulos, nosotros, como lo fue Jesús, no para condenarlo sino para salvarlo, realizando sus obras, transmitiendo su palabra que libera. La conversión del mundo será por la mediación de los creyentes, de aquellos a quienes el Padre santifica y guarda en su nombre. 

lunes, 29 de mayo de 2017

¡Yo he vencido al mundo! (Jn 16, 29-33)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo se retira a la montaña por la noche, acuarela sobre grafito de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, los discípulos le dijeron a Jesús: "Ahora sí nos estás hablando claro y no en parábolas. Ahora sí estamos convencidos de que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por eso creemos que has venido de Dios". Les contestó Jesús: "¿De veras creen? Pues miren que viene la hora, más aún, ya llegó, en que se van a dispersar cada uno por su lado y me dejarán solo. Sin embargo, no estaré solo, porque el Padre está conmigo. Les he dicho estas cosas, para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan valor, porque yo he vencido al mundo".
Ahora hablas claramente sin usar comparaciones. Ahora estamos seguros de que lo sabes todo, le dicen los discípulos a Jesús, como si no les hubiera revelado quién es Él y por qué fue enviado al mundo por su Padre. Creemos que has venido de Dios, afirman resueltamente, pero hay algo fundamental que no entienden ni mencionan: que Jesús ha de volver a su Padre, pasando por la cruz, donde va a ser glorificado. Saben mucho de Jesús, es verdad, y se muestran seguros de sí mismos, pero no han comprendido el destino de Jesús y razonan a partir de sus propias deducciones. Se puede saber mucho sobre Jesús, pero no entenderlo real y profundamente.
Algo similar había ocurrido con Pedro que se ufanó ante el Señor: ¿Por qué razón no soy capaz de seguirte ya ahora? Daré mi vida por ti. Y él le respondió anunciándole que le iba a negar tres veces. Los discípulos, por su parte, dicen comprender, pero Jesús sabe que después no creerán lo que vean, se escandalizarán de la cruz. Se dispersarán como el rebaño cuando sea golpeado el pastor y se harán fácil presa del lobo (cf. Mt 26, 31; Zac 13, 7). Todos lo abandonarán, excepto su madre y el discípulo. Pero Él seguirá con ellos y, cuando vuelva al Padre, les enviará al Espíritu de la verdad, que los guiará al conocimiento de la verdad completa.
Pero yo nunca estoy solo. El Padre está conmigo, afirma Jesús a continuación como rectificando sus palabras. Alude así a la lucha interior que libra y que supera con la confianza absoluta que le viene por su comunión con el Padre. Ya en otras ocasiones había mencionado esta unión: No estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado (Jn 8, 16). Y Aquel que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que a él le agrada (Jn 8, 29).
Esta íntima e inquebrantable confianza es lo que lo mantendrá fiel en la prueba suprema. Más aún, su conciencia de la presencia constante de su Padre junto a Él, que San Juan pone de relieve, contrasta con la extrema soledad que, según los evangelios sinópticos, experimentó Jesús al punto de morir, sintiéndose obligado a gritar: ¡Elí, Elí, lammá sabactaní! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). La visión que tiene el evangelista Juan es distinta. En la cruz, Jesús llevará a pleno cumplimiento el plan de salvación que el Padre le encomendó, morirá afirmando: todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza nos dará su Espíritu.
Por eso, en la víspera de la pasión, Jesús se despide de los discípulos, fortaleciendo su confianza con la certeza de su victoria sobre el mal y la muerte. Es su postrer deseo, que estén siempre en paz, cualquiera que sea la aflicción que sientan en el mundo. Les he dicho esto para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero ¡tengan ánimo! ¡Yo he vencido al mundo!
A lo largo de la historia, la injusticia, los desórdenes y las desigualdades en el mundo seguirán siendo causa de muchos sufrimientos. Por eso, los deseos de paz que Jesús expresa a sus discípulos no buscan solamente animarlos, sino moverlos a asumir el compromiso de ser, en medio de la oposición y tribulaciones del mundo, testigos de su triunfo, por eso su exclamación firme y convincente: ¡Yo he vencido al mundo! Es lo que sostendrá la confianza del cristiano en toda circunstancia por adversa que sea.



domingo, 28 de mayo de 2017

Homilía de la Ascensión del Señor (Hch 1,1-11; Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión de Cristo, óleo sobre lienzo de Dosso Dossi (siglo XVI), colección privada, Milán, Italia
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo". 
El Señor se va, pero deja a sus discípulos la certeza de que no los abandona. Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos. La comunidad que ellos forman, y que da inicio a la Iglesia, vivirá de esta vivencia de su presencia continua y dará testimonio de ella. Ustedes serán mis testigos.
Los Hechos de los Apóstoles y los evangelios describen el paso de Jesús de este mundo al Padre, con un lenguaje simbólico que corresponde a la idea que se tenía del mundo en aquella época. Se pensaba el universo dividido en tres niveles: el cielo (la casa de Dios), la tierra (el lugar de las criaturas) y los infiernos (lo que está abajo, el lugar de los muertos). Por eso se dice que Jesús “desciende” a los infiernos como los muertos y “sube” después a los cielos de donde procedía. Con ello, lo que la Sagrada Escritura nos quiere decir es que la resurrección del Señor culmina en su ascensión. Jesucristo vuelve a su Padre, vive y reina con Él para siempre. Por eso, ascensión es sinónimo de exaltación.
Jesús asciende a su Padre y, al hacerlo, asume y recoge en sí todos los deseos de sus hermanos. Su elevación nos da la certeza de hallar lo que nos ha prometido, que corresponde al anhelo profundo de la humanidad. Los recuerdos que de ahora en adelante nos hablen de Él, no inducirán a la nostalgia sino a la certeza de que Jesús en verdad ha resucitado y volverá.
Ya no estará físicamente presente con sus discípulos, como lo estuvo durante su vida terrena; ahora estará dentro de ellos, en lo íntimo de su ser. “Yo estaré con ustedes todos los días” (Mt 28, 20). San Pablo dirá que esa nueva forma de hacerse presente Cristo se realiza por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. No permanece únicamente como un recuerdo de sus palabras, de su doctrina, del ejemplo de su vida. No, Él nos deja su Espíritu, es decir, infunde en nosotros su amor, que es la esencia misma del ser divino. Por el Espíritu, que nos envía desde el Padre, la vida divina penetra en las profundidades más secretas de la tierra y de nuestros corazones. Llevando consigo nuestra realidad humana, que Él hizo suya por su encarnación, nos hace capaces de compartir su vida divina. Es lo que agradecemos en el prefacio de la misa de hoy: porque Cristo, “después de su Resurrección, se apareció visiblemente a todos sus discípulos y, ante sus ojos, fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad”.
Con su ascensión, Cristo no abandona el mundo; adquiere una nueva forma de existencia que lo hace misteriosamente presente en el corazón de la historia. Por eso no se le puede buscar entre las nubes sino en la tierra en donde permanece. Huir del mundo es una tentación, porque Cristo no ha huido. Los ángeles, en el relato de Hechos, corrigen a los apóstoles que se quedan parados mirando al cielo. Ellos hacen ver a los apóstoles que la Iglesia debe mirar a la tierra y realizar en ella la misión que Jesús le ha confiado.
En el relato de Mateo, el monte representa a la Iglesia, como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo prolonga en ella el poder de su palabra y de sus acciones salvadoras. Su resurrección no ha sido solamente una superación de su existencia terrena, que lo mantiene en el pasado, y hace de su palabra una enseñanza memorable como la de los grandes filósofos y pensadores de la humanidad. Por su resurrección el Señor sigue actuando y su palabra adquiere una perenne actualidad por medio de la Iglesia. De este modo, Jesús la constituye como el punto indispensable de referencia para que todos puedan oír en ella su palabra y orientar su vida por el camino de la salvación.
Jesús envía a sus apóstoles a hacer discípulos, no simplemente a anunciar y, menos aún, a adoctrinar, sino a proponer de tal manera la buena noticia de la salvación, que los oyentes puedan tener un encuentro personal con Cristo, del que brote el deseo de seguirlo como los discípulos que dejaron redes y barca y se fueron tras Él.
Hacer discípulos es establecer las condiciones para que los oyentes del evangelio tengan con Jesús las mismas relaciones de cercanía, amistad y disponibilidad, que constituían el discipulado de Jesús. En él, sus discípulos, a diferencia de los discípulos de los rabinos judíos, no se limitaban únicamente a oír sus instrucciones y adquirir conocimientos, sino que asumían un nuevo modo de ser, a imitación del modo de ser de Jesús.
La Iglesia no ha quedado sola en su largo y fatigoso peregrinar en la historia. Jesucristo la acompaña, sostiene y purifica para que sea en medio del mundo “como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, 1). Fiel a su Señor, la Iglesia, por su parte, no podrá nunca desear o pretender otra cosa que “continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no ser servido” (Vaticano II, La Iglesia en el mundo actual, 3).



sábado, 27 de mayo de 2017

Si piden algo al Padre, se lo concederá (Jn 16, 23b-28)

P. Carlos Cardó, SJ
Dios Padre con el Espíritu Santo, óleo sobre lienzo de Pompeo Batoni (1779), Basildon Park, Londres
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo les aseguro: cuanto pidan al Padre en mi nombre, se lo concederá. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa. Les he dicho estas cosas en parábolas; pero se acerca la hora en que ya no les hablaré en parábolas, sino que les hablaré del Padre abiertamente. En aquel día pedirán en mi nombre, y no les digo que rogaré por ustedes al Padre, pues el Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre. Yo salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre".
En diversos pasajes de los evangelios sinópticos aparece la recomendación de Jesús de orar al Padre con toda confianza. Lo que más pone de relieve el evangelista San Juan es el orar en el nombre de Jesús. Aquel día pedirán en mi nombre; sin embargo, no les digo que intervendré ante el Padre por ustedes, ya que el Padre mismo los ama, porque ustedes me amáis y tienen fe en que yo he salido de junto a Dios.
En la Última Cena ya se lo había recomendado Jesús a los discípulos: Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, lo haré (14, 13). La precisión en mi nombre tiene, pues, mucha importancia porque es lo que ha de caracterizar la oración del cristiano y lo que le dará eficacia.
En primer lugar, orar en su nombre significa creyendo en él (v. 27), poniendo en Él toda mi confianza, unido a Él por la fe que me hace compartir su modo de pensar y de actuar. No es simplemente tener a Jesús como el intercesor válido y poderoso, ni significa que debo orar como representante suyo. En la oración (como en la vida toda), confieso que Jesús es el Señor a quien pertenezco, a quien he entregado “todo mi haber y poseer” porque es el centro de mi vida. Y eso es lo que su Padre ve. Esa es la razón por la que escucha al discípulo, porque pertenece a Jesús por la fe y el amor.
Los discípulos conocían ya a Dios como el Padre de Jesús, pero no tenían aún un conocimiento perfecto. Jesús les dice que lo que Dios es para Él y el amor que tiene a todos sus hijos e hijas, se les revelará claramente en la hora en que no les hablaré ya de forma enigmática, sino que les comunicaré abiertamente al Padre, es decir, en la hora de su muerte y resurrección. Entonces, por la acción del Espíritu que les enviará, y que lo mantendrá vivo en sus corazones, comprenderán realmente lo que Jesús les había querido revelar (cf.13, 7.36), acogerán esta comunicación y recibirán el poder de ser hijos e hijas de Dios (1, 12), que se sitúan con absoluta confianza ante su Padre. 
Por esto, dice Jesús a continuación: Aquel día pedirán en mi nombre; sin embargo, no les digo que intervendré ante el Padre por ustedes, ya que el Padre mismo los ama, porque ustedes me amán y creen firmemente que yo salí de junto a Dios. No será ya un simple intercesor de sus súplicas, porque él mismo estará en ellos, interior a ellos. Ellos se han unido al Hijo por la fe y el amor. Por eso el Padre los ama y los escuchará.

viernes, 26 de mayo de 2017

Bendito seas Padre (Mt, 11, 25-30)

P. Carlos Cardó, SJ
El Padre Eterno y el Espíritu Santo, óleo sobre lienzo de Paolo Caliari, el Veronese (1580), Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Madrid, España
En aquella ocasión Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues así fue de tu agrado. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera dar a conocer. Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana.»
Es un texto fundamental del Nuevo Testamento. Tiene dos partes, la primera es una oración de Jesús, la segunda contiene el llamado “grito de júbilo” de Jesús.
En la oración de Jesús resalta su peculiar relación de intimidad con Dios, que le mueve a referirse a él llamándole Abbá. Pronunciada con toda la resonancia de su lengua natal, esta palabra permite advertir el conocimiento y amor mutuo que une a Jesús con Dios y que le permite dirigirse a él con el equivalente a nuestro apelativo cariñoso de papá. La palabra Abbá es central en el cristianismo porque expresa quién es Dios y quién es Jesús.
Este Dios-Padre, según Jesús, tiene una voluntad que debe cumplirse, el establecimiento de su reinado, que ha comenzado ya con la obra de su Hijo, pero todavía no ha llegado a plenitud en su relación con nosotros y con la realidad del mundo. Jesús se alegra de que, conforme a lo establecido por su Padre, son los pequeños y los pobres, que ponen toda su confianza en Dios, los que acogen y se benefician de este don salvador, mientras que los sabios y entendidos de este mundo, que sólo confían en sí mismos y no reconocen su necesidad de cambio, se quedan fuera.
En ese contexto, dice Jesús: “¡Vengan a mí los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré!” Cansados y agobiados vivían los judíos a causa de la religión de la ley, sin la libertad de los hijos de Dios. Agobiado está quien no tiene otra actitud ante Dios que la del temor servil, que le mueve a cumplir la ley moral por el miedo al castigo o la esperanza del premio. Se puede ser así un cumplidor estricto de lo que está mandado, pero sin poner en ello el corazón.
Jesús no vino a abolir la ley, y alabó a quien la enseña hasta en sus detalles. Pero advirtió que lo que Dios quiere es el corazón, no simplemente las obras religiosas. Una religión legalista es fatiga y opresión y se convierte en muerte porque degenera en la hipocresía y en el orgullo del hombre por sus obras. El amor cristiano, en cambio, lleva incluso a curar a un enfermo en día sábado y a sentarse a la mesa con publicanos y pecadores. Este amor produce gozo y descanso, es justicia nueva, hace posible vivir la vida misma de Dios que es amor.
Y yo los aliviaré”. Él dará reposo a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la casa del Padre; la confianza de saber que donde mis fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios; la serena certeza de que ni siquiera el poder de la injusticia y de la  muerte de que es capaz el ser humano sobre la tierra podrá impedir la llegada del reino de Dios, porque la “bondad” básica de la creación y de nuestro mundo ha sido ya definitivamente puesta en manos de Dios en el hombre Jesús de Nazareth resucitado.
Es este Espíritu de Jesús, hecho ley interna de la caridad y del amor, el que dará alivio y reposo (Yo los aliviaré) a nuestras mentes y corazones agitados. El reposo de saberme amado por Dios tal como soy; el sosiego de saber que tenemos un lugar en la mesa del Padre; la serena confianza de que allí donde mis débiles fuerzas terminan, ahí comienza el trabajo de Dios.
La ley del amor no es carga que oprime. “Mi yugo es suave y mi carga es ligera”, dice Jesús. Su nueva ley del amor es la verdad que libera, porque nos hace vivir en autenticidad, capaces de alegría y de ingenio, de creatividad y grandeza de ánimos. Ensancha el corazón. 
Responder a la invitación del Señor, “Vengan a mí…, que yo les daré descanso”, es aprender bondad, man­sedumbre, sencillez, amabilidad. No se puede reconocer a Dios, ni tampoco llegar a ser felices, si vivimos centrados en nosotros mismos y andamos sin tiempo para nada, agitados por el ansia de ganar más, tener más, obtener mayores éxitos productivos, pero incapacitados para poner quietud y silencio en nuestro interior, o sencillamente para disfrutar de los dones más bellos de Dios: la familia, las amistades...

jueves, 25 de mayo de 2017

Dentro de poco ya no me verán (Jn 16, 16-20)

P. Carlos Cardó, SJ
La resurrección, óleo sobre lienzo de Vecellio Tiziano (1542-44), Palacio Ducal de Urbino, Italia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Dentro de poco tiempo ya no me verán; y dentro de otro poco me volverán a ver". Algunos de sus discípulos se preguntaban unos a otros: "¿Qué querrá decir con eso de que: `Dentro de poco tiempo ya no me verán, y dentro de otro poco me volverán a ver’, y con eso de que: ‘Me voy al Padre’?" Y se decían: "¿Qué significa ese ‘un poco’? No entendemos lo que quiere decir".Jesús comprendió que querían preguntarle algo y les dijo: "Están confundidos porque les he dicho: ‘Dentro de poco tiempo ya no me verán y dentro de otro poco me volverán a ver’. Les aseguro que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría".
Jesús anuncia su próxima partida al Padre y el efecto que ella va a tener en la existencia de los discípulos: primero un estado de tristeza y turbación porque ya no estará con ellos, a pesar de haberles dicho: No los dejaré huérfanos (14, 18); después una transformación interior porque la tristeza se tornará alegría al comprobar la presencia nueva del mismo Jesús entre ellos. Esto lo dice con unas palabras que ellos no entienden y comentan entre sí: Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver.
Jesús mismo se lo explica. Les hace ver que la tristeza que tendrán y que les llevará a “llorar” y “lamentarse”, es decir, a hacer duelo, será provocada por su muerte en la cruz. El mundo, en cambio, se alegrará porque creerá haber triunfado en el juicio contra él y haber conseguido destruirlo. Será el tiempo del escándalo que los sumirá en la oscuridad. Pero la situación se invertirá y la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría cuando, leyendo los acontecimientos del Viernes, a la luz de la fe y de la Escritura, vivan la experiencia de la resurrección que les hará gozar de la presencia victoriosa y continua del Señor con ellos y en ellos. Lo verán en la mañana de la Pascua, después de dos días de angustia. Lo verán y entenderán su cruz como el instrumento de su glorificación.
El primer tiempo es el tiempo del escándalo, de la falta de fe y esperanza. El segundo, el tiempo del encuentro personal con el gran Viviente, que les dará su paz como signo característico de su presencia entre ellos y se llenarán de una alegría que nadie les podrá quitar.
Esta alternancia se repite en la historia y en la vida personal: el continuo paso de muerte a vida, de pecado a conversión, de desolación a consolación.
Ya los antiguos profetas, en las épocas de las mayores crisis de Israel, vieron que la obra liberadora de Dios iba a consistir en el paso del dolor del pueblo al gozo perpetuo: Llegarán a Sion entre gritos de júbilo; una alegría eterna iluminará su rostro, gozo y alegría los acompañarán, la tristeza y el llanto se alejarán (Is 35, 10; 51,11).
La vuelta del exilio en Babilonia será a la vez la prueba del poder liberador de Dios y el anuncio de la llegada a la meta final de la historia. Las palabras de Jesús sobre el cambio de la tristeza al gozo, anuncian la realización plena de la esperanza de Israel y el establecimiento final de la vida eternamente feliz porque él franqueará las puertas de la muerte y abrirá para siempre las puertas de su reino.
En nuestra vida personal tenemos que comprender también el sentido de las crisis y sufrimientos. En efecto, la esperanza cristiana es lo que nos mantiene firmes en medio de las tribulaciones, contradicciones y dolores inherentes a la existencia humana, y las que pueden venirnos como consecuencia de nuestro compromiso cristiano. Entonces, como a Pablo en su vida cargada de padecimientos, se nos concederá poder decir: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo Padre misericordia y Dios de todo consuelo. Él es quien nos conforta en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos confortar a todos los que sufren  con el consuelo que recibimos de Dios (2 Cor 1, 3-7).
Finalmente, la imagen de la parturienta que emplea Jesús para describir el paso de muerte a vida, de tristeza a alegría, apunta a la etapa definitiva que alcanzará la humanidad en su camino al Reino de Dios. Incluye el triunfo sobre toda opresión, así como la fecundidad de la misión evangelizadora a pesar de las persecuciones. Después de dolores y sufrimientos, nacerá la nueva humanidad como el fruto de la muerte de Cristo. San Pablo recoge esta promesa para darle alcance universal: la creación entera gime hasta hoy con dolores de  parto... (Rom 8, 22), pero alcanzará su libertad y estado definitivo junto con el nacimiento del hombre nuevo, la humanidad salvada. 
Conocer a Jesús y el poder de su resurrección nos hace participar de sus sufrimientos y de su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección (Fil 3). El cristiano resuelve así el carácter inexorable de la muerte, con la certeza de la fe en que Dios, por su Hijo resucitado, hará triunfar la vida: Destruirá la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Is 25, 10).

miércoles, 24 de mayo de 2017

El Espíritu los llevará a la verdad completa (Jn 16, 12-15)

P. Carlos Cardó, SJ
La disputa del Sacramento, detalle del fresco de Rafael Sanzio (1509-10), Palacio Apostólico, El Vaticano

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, Él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes".
Con el himno litúrgico de Pentecostés, la Iglesia pide al Espíritu Santo que llene lo más íntimo de los corazones de sus fieles con un rayo de su luz, porque sin su ayuda nada hay en el hombre, nada que sea inocente y bueno. Jesús lo llamó Espíritu de la verdad, porque aclara la mente y el corazón. Su luz es necesaria para discernir.
Los guiará a la verdad completa. No que Jesús haya dado la verdad a medias y por eso el Espíritu tendrá que completarla. La revelación divina se ha cumplido plenamente en Él, Enviado definitivo. Dios se nos ha dicho todo en Él. Si se hubiese guardado algo sin revelárnoslo, aún estaríamos esperando quien nos lo dé a conocer. En Jesús habita la plenitud; Dios se nos ha dado en Él de una vez y para siempre.
Función del Espíritu será infundir el conocimiento perfecto que se adquiere por el amor: pues siempre se puede comprender más algo que se ama. El Espíritu Santo no dirá nada diferente ni contrario a  lo dicho por Jesús. Anuncia nuevamente, interpreta, da luz para comprender en profundidad las enseñanzas de Jesús y para vivirlas en la práctica y en el presente. El Espíritu actualiza la presencia de Jesucristo. Habla aquí y ahora lo que Jesús dijo entonces. Lo que hace el Espíritu es llevarnos a la verdad que es Jesucristo, nos la hace transparente.
Se puede decir que el Espíritu, al venir a nosotros, reproduce la misma actitud de Jesús, que no quiso hablar por su cuenta ni buscar su propia gloria, sino que nos transmitió lo que oía a su Padre. Él no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído.
Y les anunciará las cosas venideras. Esto no tiene nada que ver con la adivinación y el vaticinio. El ser humano por ser mortal siente el ansia de conocer el futuro que le aguarda. Por eso muchos recurren a la magia, a las predicciones y los horóscopos, que lo único que hacen es paliar la angustia y la inseguridad presente. Las cosas venideras a las que alude Jesús son las relativas al reino de Dios que se desarrolla escondido en la historia como la semilla plantada en la tierra o la levadura en la masa.
El Espíritu enseña a discernir los signos de los tiempos, ilumina el presente a la luz del pasado (la Palabra, la historia de Jesús), y asiste a la Iglesia en la difícil tarea de unir la fidelidad con la renovación continua. Mantiene viva en el presente la memoria de Jesús. Nos hace leer todos los acontecimientos a la luz de su historia y del ejemplo de su vida. Si no lo hacemos, podremos pensar que la violencia triunfa y que el amor es inútil, no conduce a nada. Pero el Espíritu nos hace ver que, aunque desmentido y crucificado, es el amor el que saldrá finalmente vencedor y que este amor salvador se ha revelado en el que fue aparentemente vencido en la cruz pero resucitó de entre los muertos.
La relación del Espíritu Santo con el Hijo se ve en las palabras: Él me glorificará, porque todo lo que les dé a conocer lo recibirá de mí. La gloria se ha revelado en la carne del Hijo del hombre, y su conocimiento es un proceso abierto y progresivo, nunca se la capta totalmente, se la conoce cada vez más y más, porque es verdad dinámica e infinita.
El Padre ya ha glorificado a Jesús en la cruz y en la resurrección. Se puede decir, entonces, que la gloria con que el Espíritu lo glorificará será la participación de su vida divina con los discípulos: la gloria del Hijo en los hermanos. Así lo dirá Jesús cuando ore al Padre por ellos: Yo les he dado la gloria que tú me diste (17,22) para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos (17,26). La misma gloria, el mismo amor, la misma voluntad salvadora, el mismo ser. Todo lo del Padre es mío. Lo que recibe de mí, lo dará. 
Así, pues, el Espíritu difunde el amor de Dios en sus criaturas. Comunica  a Cristo y lo imprime en nuestros corazones, para que seamos verdaderos hijos y hermanos. Nos hace crecer continuamente en Cristo, hasta ser transformados en él, para que nuestra carne, mortal como la de él, sea signo del Dios invisible.


martes, 23 de mayo de 2017

Vuelvo al que me envió (Jn 16, 5-11)

P. Carlos Cardó, SJ
La ascensión de Cristo, témpera sobre madera de Andrea Mantegna (1460-64), Galería de los Ufizzi, Florencia, Italia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Me voy ya al que me envió y ninguno de ustedes me pregunta: `¿A dónde vas?’ Es que su corazón se ha llenado de tristeza porque les he dicho estas cosas. Sin embargo, es cierto lo que les digo: les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Consolador; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré. Y cuando El venga, establecerá la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio; de pecado, porque ellos no han creído en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me verán ustedes; de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado".
Resucitado, Jesús retorna a su Padre. Se cumple el designio de salvación trazado por la Trinidad de revelarse y salvar a la humanidad. En el evangelio de Juan, la vuelta al Padre es la culminación de la revelación y glorificación del Hijo.
Pero los discípulos se llenan de tristeza por la partida de su Maestro, se sienten inseguros por lo que les pueda pasar. Jesus lo advierte y les dice: La tristeza se ha apoderado de ustedes. Sabe que no comprenden el sentido de su retorno al Padre, con el cual inaugura su nueva forma de existencia. Si antes Jesús estuvo con ellos, en adelante estará en ellos. Pero eso lo entenderán después; ahora experimentan un sentimiento de orfandad. Intenta, pues, infundirles ánimo, haciéndoles ver el don que ha obtenido para ellos, de enviarles desde su Padre al Espíritu Santo que les había prometido. Les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Espíritu Consolador no vendrá a ustedes; pero si me voy, lo enviaré.
En el Espíritu Santo se realizará su nueva forma de existencia. Por medio de él, Jesús se hará presente. Lo llama Paráclito, Consolador, porque gracias a él no los dejará solos ni huérfanos, seguirá a su lado hasta el fin de los siglos. Procedente del Padre y del Hijo por ser el amor de entrambos, el Espíritu hace que ese amor, vida divina, se desborde hasta nosotros y nos abrace. Derramado en nuestros corazones nos hace partícipes de su divinidad, Hijos en el Hijo, dispuestos a amar a los hermanos con el mismo amor que de Él procede.
Les dice Jesús a los discípulos que el Espíritu convencerá al mundo con relación al pecado, a la justicia y al juicio. “Convencer” tiene el sentido de “acusar”, es decir, pondrá de manifiesto como reprensible. En lo referente al pecado porque no creen en mí: hará ver que el mundo y los suyos, al rechazar el amor de Dios manifestado en Jesús, no pueden actuar conforme al amor, sus acciones, por tanto, no humanizarán sino que esclavizarán a ellos mismos y a los demás.
En lo referente a la justicia: el Espíritu pondrá de manifiesto el error del mundo y hará ver quién tiene la razón. Donde actúa el Espiritu de la verdad, se desenmascara la mentira y queda de manifiesto lo que es falso y engañoso, aparente o pasajero, felicidad barata e inconsistente.
En lo referente al juicio: hará ver que Dios condena el pecado pero salva al pecador. Al mismo tiempo, con sus inspiraciones, capacitará al creyente para discernir con claridad lo que le acerca al bien y lo que le aleja, lo que conduce a la realización auténtica de su ser y lo que echa a perder su vida, y eso en el cada día, aquí y ahora porque el juicio es ya presente. 
En definitiva, esto es lo que deberíamos pedir al Espíritu Santo: que ilumine nuestras mentes para saber distinguir los errores y engaños del mundo; que infunda en nosotros el coraje necesario para denunciar el pecado y la injusticia y, a la vez, anunciar lo que es justo; que nos libre del mal, del riesgo de la vida, y nos arraigue firmemente en el amor fraterno, que es lo central en el plan salvador de Dios.

lunes, 22 de mayo de 2017

Los expulsarán de la sinagoga (Jn 15,26-16,4)

P. Carlos Cardó, SJ
San Pedro predicando, fresco de Masolino da Panicale (1426-27), Capilla Brancacci en la Iglesia de Santa María del Carmen, Florencia, Italia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando venga el Consolador, que yo les enviaré a ustedes de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí y ustedes también darán testimonio, pues desde el principio han estado conmigo.Les he hablado de estas cosas para que su fe no tropiece. Los expulsarán de las sinagogas y hasta llegará un tiempo cuando el que les dé muerte creerá dar culto a Dios. Esto lo harán, porque no nos han conocido ni al Padre ni a mí. Les he hablado de estas cosas para que, cuando llegue la hora de su cumplimiento, recuerden que ya se lo había predicho yo".
Jesús se va y promete a sus discípulos el Espíritu Consolador que no los dejará solos, el Espíritu de la verdad que procede de Dios, porque es el mismo ser divino que ha dado existencia a todo y conduce la historia a su plenitud. Por medio de este Espíritu, Jesús es confesado y reconocido presente en su Iglesia de manera personal y efectiva. Por él difunde entre sus miembros los carismas necesarios para los diversos servicios y capacita a los creyentes para que den testimonio de su fe.
Creer en el Espíritu es asumir con responsabilidad la corriente de la historia hacia un mundo nuevo y mejor, porque quiere renovar la faz de la tierra. No comprometerse es apagar el Espíritu. Y no creer en el Espíritu es quedar a la merced de otros espíritus que oscurecen, confunden porque no soplan en dirección del amor, el bien y la verdad.
Les he dicho estas cosas para que no se escandalicen. Este aviso de Jesús hace ver a los discípulos que la fe puede venirse abajo en la prueba; pueden desertar como ya lo hicieron después de la multiplicación de los panes, cuando se negó a que lo proclamaran rey y ellos se marcharon en una barca. Jesús quiere evitar otra deserción y por eso los previene de lo que puede pasar en el futuro. El primer escándalo lo sufrirán muy poco después, cuando lo vean morir en la cruz, y el grupo se disperse. Luego vendrán las consecuencias de la misión que les dará, que no siempre serán halagüeñas, sino con tropiezos y dificultades, incomprensiones y aun persecuciones, como ya se lo había anunciado.
Los expulsarán de la sinagoga, les dice concretamente. Será la experiencia dolorosa de la primitiva iglesia de Jerusalén, formada en su mayoría por judíos. Una persecución violenta desencadenarán contra ellos sus mismos compatriotas, en especial los miembros del partido de los fariseos, que se atribuyen ellos solos la categoría de judíos puros y fieles al Dios de Israel. Entre ellos destacará la figura de Saulo y su primera víctima será Esteban, protomártir.
Al obrar así aquellos judíos estarán convencidos de que honran a Dios y defienden la fe auténtica contra el peligro que significa la secta de los seguidores del Mesías Jesús. Después de ellos se sucederán en la historia los perseguidores de la fe cristiana que les darán muerte en nombre de dioses hechos según los intereses de los hombres. Obrarán así porque no han conocido al Padre ni me conocen a mí, dice Jesús a sus discípulos.  El desconocimiento del amor de Dios que nos hace hijos e hijas suyos, capaces de vivir como hermanos y hermanas, genera injusticias, odios y violencia en el mundo.
Este desconocimiento del amor de Dios lo muestran de manera especial los que causan injusticia y corrompen las relaciones humanas en la sociedad. Para éstos, una fe que obra la justicia y la defiende es una amenaza. Y la fe en Cristo es así: se manifiesta en las obras de justicia. Por eso la justicia designa una conducta por la cual se puede ser perseguido. El cristiano lo sabe y sabe también que no puede obrar de otra manera pues la justicia, el promover igualdad y fraternidad y procurar construir la sociedad sobre estructuras justas es un elemento esencial de la fe en Jesús y de la praxis cristiana. Hay algo evidente en la tradición judeocristiana: el impío odia al justo porque es para él un «reproche viviente» (Sab 2,12ss), un testigo del Dios al que él desconoce (2,16-20); este es el motivo de fondo de toda persecución. 
El Hijo de Dios venido a salvar al mundo fue odiado por él y crucificado (Jn 3,17; 15,18). El discípulo tendrá la misma suerte: Si me han perseguido a mí, también los perseguirán a ustedes, les dijo su Maestro (Jn 15,20). El discípulo acepta y ora. Pide la acción fortalecedora del Espíritu que lo asistirá en los momentos difíciles y siente el consuelo del Señor que le dice: No temas los sufrimientos que te aguardan…Permanece fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida» (Ap 2, 10).

domingo, 21 de mayo de 2017

Homilía del VI Domingo de Pascua - Promesa del Espíritu (Jn 14, 15-21)

P. Carlos Cardó, SJ
Paloma del Espíritu Santo, vitral de Gian Lorenzo Bernini (1660 aprox.), detalle del altar principal, Basílica de San Pedro, El Vaticano
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará en ustedes.No los dejaré desamparados, sino que volveré a ustedes. Dentro de poco, el mundo no me verá más, pero ustedes sí me verán, porque yo permanezco vivo y ustedes también vivirán. En aquel día entenderán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes. El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama. Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él".
Jesús vuelve a su Padre y nos deja como herencia su mandamiento del amor y su Espíritu Santo. Su mandamiento tiene como referente esencial el amor que Él nos tiene: nos mueve a amarnos como Él nos ha amado. Su amor a nosotros es también la fuente de nuestro amor a los demás. Uno ama como es amado. Y en su forma de tratar a los demás manifiesta el trato que han tenido con Él. Por eso, la forma como tratamos a los demás debe manifestar de alguna manera el amor con que Dios nos ama. Ámense como yo los he amado.
El amor no es sólo un sentimiento. Se ama con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán mis mandamientos. Se pueden observar los mandamientos como deberes impuestos, sin libertad de hijos (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o se pueden observar como expresión del amor que uno tiene a Dios como a su Padre. El secreto de la verdadera observancia de los mandamientos de Dios es la gratitud de un corazón que se sabe amado.
El amor que nos enseña Jesús nos lleva, además, a reconocer en toda circunstancia lo que más nos conviene, “lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto” (Rom 12,3). Por eso, el amor es cumplimiento de la ley y de la enseñanza de los profetas, y culmen de toda moral. San Agustín llegó a decir: “Ama y haz lo que quieras”. Que no significa: ama y permítete todo, sino déjate guiar por el amor y no harás daño, no actuarás por egoísmo, no cometerás injusticias ni actuarás con engaño. Obrar en todo conforme al amor verdadero es el camino más perfecto, según San Pablo (1 Cor 12, 31). Lo cual significa que no nos engañamos nunca siguiendo el dictamen del amor a Dios y nuestros hermanos.
Se podría decir que todo el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios. Es cierto que podemos olvidarnos y abusar del amor, pues no hay nada más frágil y vulnerable, pero al mismo tiempo no hay nada hay más fuerte y exigente que el amor, sólo que su exigencia se asume no como algo que viene del exterior sino de dentro, no se vive como obligación impuesta, no genera resentimiento, y tiene el sen­tido de la gratuidad, la alegría, la libertad.
Si creemos que Dios nos ama con todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de cas­tigar y de vengarse, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos como personas y ser felices, nuestra vida ciertamente resultará distinta. No hay nada que trans­forme más a una persona que el saberse realmente querida. Así, pues, queda en pie esta verdad que ilumina y alienta: si creyéramos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida cambiaría. Lo dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! (4, 10).
Jesús se va y promete enviarnos el Espíritu Santo. Lo llama Paráclito, es decir, consolador, y Defensor, porque está con el solo, nos acompaña siempre, y porque nos defiende como abogado. Desde el Antiguo Testamento se le sentía como viento, fuerza y fuego, que actúa libremente, arrebata, purifica y consagra, como lo hizo con los jueces y profetas de Israel. Es el Espíritu mismo de Dios, su fuerza vital y su energía creadora, que procede de Dios y es Dios. No es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo ser divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud.
Nosotros lo reconocemos en la fuerza interior que dinamiza al mundo, que no deja de impulsar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene el despliegue histórico hacia la transformación del mundo. Renueva la paz de la tierra. Por medio de su Espíritu, Cristo actúa en su Iglesia y habita en los corazones de sus fieles. Por eso nos dijo antes de partir que no nos dejará solos, sino que, por medio de ese mismo Espíritu, establecerá una nueva forma de hacerse presente entre nosotros y en nosotros.
Hoy sería un día para hacer un balance sobre el peso que tiene el Espíritu Santo en nuestra vida. Reconocemos que está en nuestros corazones, pero tendríamos que preguntarnos ¿por qué damos la impresión de andar sin espíritu, tan poco espirituales y tan apegados a lo material? ¿Por qué –si el Espíritu es fuego, ardor, mística– reducimos la vida cristiana a normas y obligaciones y no procuramos más bien manifestarla en actos, gestos y actitudes que brotan del amor generoso y agradecido? 
El Espíritu de Cristo es espíritu de santa inquietud y de constante renovación. Él nos mantiene en la continua búsqueda del mejor servicio, de la mayor entrega e impide en nosotros el acomodo y la tibieza. Es el Espíritu que hace a los santos insatisfechos consigo mismos. Es el Espíritu que quiere renovar la faz de la tierra, transformarnos, purificar y alentar a la Iglesia. Por eso le pedimos: ¡Ven. Espíritu Santo, llena nuestros corazones y enciende en ellos el fuego de tu amor!