miércoles, 26 de abril de 2017

El Hijo del hombre tiene que ser levantado a lo alto (Jn 3, 16-21)

P. Carlos Cardó, SJ

Cristo de San Juan de la Cruz, óleo sobre lienzo de Salvador Dalí (1951), Museo Kelvingrove, Glasgow, Escocia

"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él. El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios".
Exaltar la cruz, venerarla, no tiene ningún sentido para un mundo que busca lo contrario: gozo, placer, buena vida; y considera morboso honrar el sufrimiento. Pero aun sin llegar a extremos, el hecho es que todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos y con un final feliz. Nadie puede querer una muerte funesta y sin sentido, que daría al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?
Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados por serpientes en el desierto (Num 21). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.
Jesús fue clavado en lo alto de una cruz. Para una mirada exterior, allí no hubo más que la muerte de un simple condenado, sin importancia alguna para la historia. Pero el evangelio nos hace mirar en profundidad: el Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere en un horrendo patíbulo.
Detrás de Él está Dios mismo. La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado y entregado por amor a la humanidad. El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es que Dios “entrega” al Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida, revelando así hasta dónde llega el amor de Dios al mundo y hasta dónde llega su propio amor por nosotros.
Así fueron los hechos. Israel no quiso oír a Jesús, rechazó su mensaje, no lo siguió. Como consecuencia de ello, una hostilidad cada vez mayor se desencadenó contra Jesús, como una confabulación para darle muerte: vieron en él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía, al sábado, al templo y a sus sagradas traiciones. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y de que podía seguir la suerte de los profetas.
Sin embargo –y aquí reside lo más característico de la imagen del Dios que Jesús revela– a ese pueblo que lo rechaza y que da muerte a su Hijo, Dios le sigue ofreciendo misericordia y perdón, en virtud de la sangre de su mismo Hijo ofrecida como sacrificio redentor y expresión suprema del amor que salva. En la cruz de Jesús se revela el poder del amor que todo lo puede y lo regenera todo. Así se cumplió lo dicho por el evangelista San Juan: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).
Por eso los cristianos veneramos la Cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera al más abandonado y perdido de sus hijos. Ya nadie morirá solo en esta tierra. Si sus ojos se fijan en la cruz de su Señor, podrá sentir que Dios comparte su angustia y soledad, y le garantiza una vida nueva.
Por eso, «Jesucristo, amor de Dios crucificado, no sólo está en los símbolos de la cruz y en los signos eucarísticos. Dios está también en el inmenso dolor de los enfermos, de los humillados y maltratados, incluso de quienes están tan enfrascados en el pecado que parecen no tener salida. Y está como el amor que comparte las heridas y la consternación.
Siempre que el hombre grite a Dios por cualquier dolor o sufrimiento, siempre estará acompañado por el grito de ese Dios humano que es Jesús de Nazaret. Ahí está. Quien en su confianza y esperanza se alimenta de este “pan”, hace que esas situaciones pierdan su carácter infernal. «Porque ese amor da a los que sufren una fe tal que es capaz de vencer a todos los poderes destructores y negativos, y muestra nuevos caminos hacia una vida sanada y feliz, antes y después de la muerte» (Medard Kehl).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.