martes, 21 de marzo de 2017

El perdón (Mt 18, 21-35)

P. Carlos Cardó, SJ
Ábside de San Clemente de Tahull, fresco del Maestro de Tahull (1123), Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona.
En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: "Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?" Jesús le contestó: "No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete". Entonces Jesús les dijo: "El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.
Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: ‘Págame lo que me debes’. El compañero se le arrodilló y le rogaba: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.
Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’ Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía.
Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano".
Pedro pregunta cuántas veces tiene que perdonar. Quiere un límite razonable a la disponibilidad que debe tener para perdonar. No pregunta cuántas veces lo tienen que perdonar a él, como si él fuera agraviado y no tuviera necesidad de ser perdonado. Hay que perdonar siempre, le responde Jesús. Y propone una parábola.
La parábola contrapone la magnanimidad del Señor que perdona una deuda incalculable a un empleado, y la mezquindad de éste que no perdona a un compañero suyo una deuda pequeña. La deuda del empleado es enorme: diez mil talentos. Según el historiador Flavio Josefo (+ 101 d.C.) el talento valía diez mil denarios; luego diez mil talentos sumaban cien millones de denarios. Como el salario de un obrero era un denario al día, la suma que debía el empleado era impagable, aun trabajando sin descanso la vida entera.
Los diez mil talentos prestados por el señor a ese empleado me dan una pálida idea de lo que Dios me ha dado. Todo lo he recibido de Él. La deuda que le tengo es mi propio ser. Pero para Él no lo es, porque es un regalo, su amor es gratuito y desinteresado, no espera nada a cambio.
“Dios nos creó no porque tuviera necesidad de nosotros, sino para tener en quien depositar sus beneficios” (San Ireneo). Y si en algo se concentra la totalidad e intensidad de su amor por mí es en el perdón que me ha concedido cada vez que he pecado. Ahí su amor de padre muestra toda su generosidad, pues sólo busca mi vida. Para el cristiano, esta es la razón última del tener que perdonar a los que nos ofenden.
Desde otra perspectiva, es evidente la importancia del perdón para convivir humanamente en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es propio de débiles o una actitud puramente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, humanizar los conflictos y romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, ni echar tierra sobre la historia; es no “tomarte la justicia por tu mano”, no practicar la ley del talión.
El perdón no niega la realidad del mal cometido. Tampoco suprime los sentimientos naturales de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia. Lo que hace el perdón es quitar de la mente y del corazón el odio, el rencor y el deseo de venganza –“instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción– para abrir, en cambio, la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas poniendo fin a la persistente amenaza. Con los sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, y mantenemos abierta la herida producida.
La justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación, al pobre le debe solidaridad, al perdido el salir en su búsqueda, al culpable la corrección, al deudor la condonación de la deuda. Es la disparidad de la justicia divina, hecha de gracia y de perdón. Esta justicia es la que nos lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención, regeneración y cambio.
Esta justicia nos hace actuar como Dios actúa: Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso. Nos asemeja a Jesús, que no sólo habló del perdón, sino que lo practicó y en la cruz oró por sus verdugos. Este Jesús es el que nos dice: Ámense como yo los he amado (Jn 13). Y por medio del Apóstol Pablo nos recomienda: Sean bondadosos y compasivos y perdónense como Dios los ha perdonado por medio de Cristo (Ef 4, 32).
Siempre que hagamos prevalecer el mandamiento del amor, será posible convertir el mal que sufrimos, cualquiera que sea su causa, en una oportunidad para crecer en humanidad a una altura que quizá no habríamos logrado en otras circunstancias. Ejemplos de ello los podemos recordar en personas que han sabido elevarse por encima de las ofensas e injusticias sufridas, demostrando una nobleza de espíritu y una magnanimidad admirables. En uno de los campos de exterminio nazis, Ravensburg, apareció esta oración garabateada por un judío en un trozo de papel:
“Acuérdate, Señor, no sólo de los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también de los de mala voluntad. No recuerdes tan sólo todo el sufrimiento que nos han causado; recuerda también los frutos que hemos dado gracias a ese sufrimiento: la camaradería, la lealtad, la humildad, el valor, la generosidad y la grandeza de ánimo que todo ello ha conseguido inspirar. Y cuando los llames a ellos a juicio, haz que todos esos frutos que hemos dado sirvan para su redención y  perdón”. 
Y finalmente, cabe recordar que si podemos formar comunidad y participar de la mesa fraterna para comer un mismo pan y beber juntos la misma copa, no es porque no cometamos errores o seamos incapaces de ofendernos, sino porque somos perdonados y por eso nos perdonamos, para rezar como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

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