lunes, 27 de febrero de 2017

Las riquezas y el seguimiento de Jesús (Mc 10,17-27)

P. Carlos Cardó, SJ
El joven rico, óleo de Henrich Hoffman (1889), iglesia baptista de Riverside, Estados Unidos
Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.»
El hombre le contestó: «Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven». Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo: «Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme». Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste.
Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo: «¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!». Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios».
Ellos se asombraron todavía más y comentaban: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?». Jesús los miró fijamente y les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible».
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? (8,36), había declarado Jesús. No se puede identificar la vida con lo que uno tiene, pues eso significa echarla a perder. Ganarla, realizando el fin de nuestra existencia, exige ordenar el uso de las cosas que uno tiene. El pasaje de hoy explica de manera gráfica en qué consiste el mal uso de los bienes. Corresponde al encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20).
El saludo con que se presenta ante Jesús indica que lo considera superior a los rabinos: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer en él la bondad de Dios. Aclarado esto, le responde a su pregunta, que no es una pregunta cualquiera. Como buen creyente que es, el joven quiere saber cómo realizar el anhelo profundo de todo ser humano a una vida plena, lograda y feliz, entendida como la vida eterna prometida por Dios. Por eso Jesús plantea al joven la primera condición para lograrlo: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo, es decir, no mates, no seas adúltero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. El mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, lo deja para después y lo definirá como seguirlo a Él: ¡ven y sígueme! (v.21), porque en él Dios se revela como Dios-con-nosotros.
El joven queda insatisfecho, quiere algo más. Es una buena persona que desde niño se ha portado bien, conforme a la ley. Jesús, que valora el corazón de las personas, lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo–  luego ven y sígueme. Tener un tesoro en el cielo, es decir, tener a Dios como el tesoro, ha de ser la motivación. Si Dios es lo más importante, la persona puede renunciar a los bienes y destinarlos a resolver las necesidades de los pobres.
Al oír esto, el joven se echó atrás, no se animó a seguir a Jesús, puso mala cara, y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. Nunca más se supo de él. Su fortuna le tenía agarrado el corazón y le hacía imposible creer que Dios podía ser su tesoro, y que podía situarse ante sus bienes de manera diferente para preferir a Dios y ayudar a los demás. La reacción del joven debió afectar mucho a Jesús, pues lo había mirado con cariño, pero él no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!
Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios.
¿Por qué una frase tan categórica? Lo que Jesús quiere acentuar, con un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es el extraordinario poder que tiene el dinero de agarrar el corazón del hombre, volverlo insensible a las necesidades del prójimo, inducirlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios. Es una verdadera idolatría. Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción ya sean cristianos o no cristianos en todas partes del mundo.
¿Acaso no es el dinero la causa principal de la corrupción en todas las naciones? ¿No es por el dinero que los hombres pierden el honor y exponen a sus familias a las desgracias más lamentables? Por eso el lenguaje de Jesús es tan tajante. Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho y confort. Lo que se retiene, divide; lo que se comparte, une.
Emplear el dinero para llevar una vida digna y para contribuir al desarrollo del país, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. 
Sólo la gracia, que Dios da a todos sin distinción, puede hacer que el rico cambie de actitud frente a su riqueza y se salve. Este milagro se produce cuando la persona se pone ante Jesús que le hace ver: Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Entonces, renunciando a su mentalidad individualista, indiferente y egoísta, podrá liberarse de las cadenas indignas del dinero y alcanzar un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra (Cf. Papa Francisco, Evangelii gaudium, 208).

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