martes, 28 de febrero de 2017

Recompensa prometida al desprendimiento (Mc 10, 28-31)

P. Carlos Cardó, SJ
Sagrada familia y santos, óleo de Jerónimo Jacinto de Espinosa (siglo XVII), Museo de Bellas Artes, Valencia, España. 
En aquel tiempo, Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte". Jesús le respondió: "Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres e hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna. Y muchos que ahora son los primeros serán los últimos, y muchos que ahora son los últimos, serán los primeros".
¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Estas palabras de Jesús, como aquellas otras que dijo a propósito del matrimonio: Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mc 10,9), atemorizan a los discípulos. Si tal es la situación del hombre con respecto a su mujer, mejor es no casarse (Mt 19, 10), dijeron en aquella ocasión. Entonces ¿quién podrá salvarse?, piensan en ésta, lo cual quiere decir: ¿cómo vamos a sobrevivir?, ¿tendremos seguridad o nos espera la miseria?
Como siempre, Pedro se hace el portavoz del grupo e interpela a Jesús: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Aduce méritos, reclama derechos. No se pone antes a sopesar el grado de su renuncia, si en realidad lo han dejado todo, y si su seguimiento de Jesús es auténtico o está mezclado con motivaciones no evangélicas.
Viene entonces la respuesta de Jesús, misteriosa, compleja, que puede prestarse a malas interpretaciones. Les aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la buena noticia, recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna.
No es que Jesús borre con una mano lo que ha escrito con la otra. Y sería absurdo manipular estas palabras para justificar el triunfalismo, las riquezas o el afán de lucro en la Iglesia. La respuesta de Jesús no va dirigida directamente a Pedro y al grupo, sino en general a todo aquel que lo siga, y está formulada como un principio general, que los discípulos de todos los tiempos tendrán que comprobar si se aplica a ellos, si cumplen las condiciones, y si experimentan realmente el amparo de Dios o no, y por qué.
Recibirán cien veces más si rompen toda atadura material o familiar que les impida adherirse a Cristo y colaborar con Él en la misión de propagar su evangelio. Con esta libertad y desasimiento, la persona se hace plenamente disponible para acoger el don que supera todas sus expectativas.
La promesa de compensación por la renuncia es espléndida: cien veces más, aquí y después de esta vida, en padres y hermanos, porque el discípulo pasa a formar parte de la comunidad de los que son de Cristo, en la que rige la norma del amor fraterno. Asimismo, por los bienes materiales dejados, encontrará el céntuplo en casas y campos. Una vida mejor en lo referente a relaciones interpersonales y sociales, así como en el acceso a los bienes materiales que se hace posible con el compartir fraterno.
Todo ello se da en la nueva familia, que vive los valores del Reino (cf. Mc 4,11) y hace posible en cierto modo lo que ocurrió en la multiplicación de los panes, cuando los panes de la comunidad, puestos a disposición de los demás, alcanzaron para que todos comieran hasta saciarse. Es también lo que procuraban realizar los primeros cristianos, cuando, como parte de la celebración de la fracción del pan, en memoria del Señor, distribuían los bienes entre todos según las necesidades, lo tenía todo en común y no había pobres entre ellos (Hech 2, 44-45; 4, 34).
En esas “casas” encuentra el discípulo centuplicado lo que ha dejado por Cristo y el evangelio, en esa nueva “familia” de los verdaderos hermanos y hermanas de Jesús que escuchan y llevan a la práctica su palabra, se enriquecen porque dan y comparten, encuentran afecto y abundancia, no opresión y desigualdad. Pero por eso mismo, porque su estilo de vida contradice radicalmente la vida de los que no son de Cristo, estas comunidades sufren incomprensiones y rechazo, pudiendo llegar a ser perseguidas. Los discípulos deben dar por supuesto que el anuncio de los valores del evangelio, trae consigo hostilidad contra ellos de parte de quienes los niegan.
La paradoja del evangelio de la renuncia que enriquece, el darse uno mismo para encontrar su mejor yo, hacerse el último y el servidor de todos porque es la forma más auténtica de ser el primero, puede sonar a una imposible utopía, pero es en definitiva el horizonte que impulsa y atrae a quienes buscan la transformación del mundo en justicia e igualdad para todos, condición para poder participar de la vida plena que Cristo ha ganado para los que lo siguen.

lunes, 27 de febrero de 2017

Las riquezas y el seguimiento de Jesús (Mc 10,17-27)

P. Carlos Cardó, SJ
El joven rico, óleo de Henrich Hoffman (1889), iglesia baptista de Riverside, Estados Unidos
Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.»
El hombre le contestó: «Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven». Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo: «Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme». Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste.
Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo: «¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!». Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios».
Ellos se asombraron todavía más y comentaban: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?». Jesús los miró fijamente y les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible».
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? (8,36), había declarado Jesús. No se puede identificar la vida con lo que uno tiene, pues eso significa echarla a perder. Ganarla, realizando el fin de nuestra existencia, exige ordenar el uso de las cosas que uno tiene. El pasaje de hoy explica de manera gráfica en qué consiste el mal uso de los bienes. Corresponde al encuentro de Jesús con un rico, que el evangelista Mateo dice que era un joven (19,20).
El saludo con que se presenta ante Jesús indica que lo considera superior a los rabinos: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Por eso Jesús le replica: ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Implícitamente lo invita a reconocer en él la bondad de Dios. Aclarado esto, le responde a su pregunta, que no es una pregunta cualquiera. Como buen creyente que es, el joven quiere saber cómo realizar el anhelo profundo de todo ser humano a una vida plena, lograda y feliz, entendida como la vida eterna prometida por Dios. Por eso Jesús plantea al joven la primera condición para lograrlo: la observancia de los mandamientos que tienen que ver con el amor al prójimo, es decir, no mates, no seas adúltero, no robes, no des falsos testimonios, no estafes a nadie y honra a tus padres. El mandamiento que tiene que ver con el amor a Dios, lo deja para después y lo definirá como seguirlo a Él: ¡ven y sígueme! (v.21), porque en él Dios se revela como Dios-con-nosotros.
El joven queda insatisfecho, quiere algo más. Es una buena persona que desde niño se ha portado bien, conforme a la ley. Jesús, que valora el corazón de las personas, lo miró con cariño, dice el evangelio, y se animó a proponerle el mayor desafío: Una cosa te falta. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo–  luego ven y sígueme. Tener un tesoro en el cielo, es decir, tener a Dios como el tesoro, ha de ser la motivación. Si Dios es lo más importante, la persona puede renunciar a los bienes y destinarlos a resolver las necesidades de los pobres.
Al oír esto, el joven se echó atrás, no se animó a seguir a Jesús, puso mala cara, y se alejó entristecido porque tenía muchos bienes. Nunca más se supo de él. Su fortuna le tenía agarrado el corazón y le hacía imposible creer que Dios podía ser su tesoro, y que podía situarse ante sus bienes de manera diferente para preferir a Dios y ayudar a los demás. La reacción del joven debió afectar mucho a Jesús, pues lo había mirado con cariño, pero él no entra en componendas: Mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!
Como en el caso del matrimonio indisoluble, también aquí los discípulos se quedaron asombrados. Y Jesús insistió: ¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios!  Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de Dios.
¿Por qué una frase tan categórica? Lo que Jesús quiere acentuar, con un lenguaje sin duda adaptado a la mentalidad oriental, es el extraordinario poder que tiene el dinero de agarrar el corazón del hombre, volverlo insensible a las necesidades del prójimo, inducirlo a cometer injusticias y alejarlo de Dios. Es una verdadera idolatría. Y es un hecho universal, pues todos sientan su tremenda atracción ya sean cristianos o no cristianos en todas partes del mundo.
¿Acaso no es el dinero la causa principal de la corrupción en todas las naciones? ¿No es por el dinero que los hombres pierden el honor y exponen a sus familias a las desgracias más lamentables? Por eso el lenguaje de Jesús es tan tajante. Es como si nos dijera: Convénzanse, los bienes de este mundo son bendición y vida si se comparten, pero se tornan maldición y muerte si se acumulan para el propio provecho y confort. Lo que se retiene, divide; lo que se comparte, une.
Emplear el dinero para llevar una vida digna y para contribuir al desarrollo del país, generando fuentes de trabajo, compartiendo las ganancias con equidad y ayudando a promover la vida de la gente, eso significa tener en cuenta la soberanía de Dios. 
Sólo la gracia, que Dios da a todos sin distinción, puede hacer que el rico cambie de actitud frente a su riqueza y se salve. Este milagro se produce cuando la persona se pone ante Jesús que le hace ver: Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Entonces, renunciando a su mentalidad individualista, indiferente y egoísta, podrá liberarse de las cadenas indignas del dinero y alcanzar un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra (Cf. Papa Francisco, Evangelii gaudium, 208).

domingo, 26 de febrero de 2017

Homilía del VIII domingo del tiempo ordinario: No se preocupen por el mañana (Mt 6, 25-34)

P.Carlos Cardó, SJ
Abandonado, oleo de Georges Rouault (1935-39), Memorial Art Gallery, Rochester, Nueva York
Por eso yo les digo: No anden preocupados por su vida con problemas de alimentos, ni por su cuerpo con problemas de ropa. ¿No es más importante la vida que el alimento y más valioso el cuerpo que la ropa? Fíjense en las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, no guardan alimentos en graneros, y sin embargo el Padre del Cielo, el Padre de ustedes, las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que las aves?
¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede añadir algo a su estatura? Y ¿por qué se preocupan tanto por la ropa? Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, se pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen!
No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimentos? o ¿qué beberemos? o ¿tendremos ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por esas cosas, pero el Padre del Cielo, Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero el Reino y la Justicia de Dios, y se les darán también todas esas cosas. No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se preocupará por sí mismo. A cada día le bastan sus problemas.
No se inquieten, no anden preocupados, dice Jesús a sus discípulos. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia angustiosa por resolver las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario para vivir, reflejo del miedo a la muerte. Pues bien, dice la Carta a los Hebreos que Jesús vino precisamente a liberar a los que el miedo a la muerte los hacia vivir como encadenados (Hebr 2,15). Dios es el único que nos garantiza la vida, es Él quien nos la da y la alimenta.
En el fondo del consejo de Jesús late la advertencia contra el peligro de considerar las propias necesidades (simbolizadas en el alimento y el vestido) como si fueran un absoluto. El único absoluto es Dios y su reino. Debemos, por tanto, satisfacer las necesidades, pero con la dignidad de hijos e hijas que colaboran mediante su trabajo en la obra de su Creador y Padre, y comparten el fruto de sus esfuerzos. Así, cuando el alimento y el vestido dejan de ser ídolos para la persona, pasan a ser medios para establecer la comunión con Dios y con el prójimo.
Estamos en las manos de Dios. Si Él alimenta a las aves del cielo y viste de esplendor y belleza a las flores del campo, ¿qué no hará por sus hijos que valen mucho más ante sus ojos? Andar ansiosos significa vivir como los paganos, ignorantes de la presencia providente de Dios que sabe lo que necesitamos.
Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza y holgazanería. San Pablo dirá: El que no quiera trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad en el trabajo una vida inactiva y pasiva. No dice: No trabajen. Él dice: No hagan del trabajo un ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedades. “El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San Jerónimo).
Es el pensamiento, según algunos, característico de la espiritualidad apostólica de San Ignacio, a quien se le atribuye esta máxima: “Obra como si todo dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no de ti”.
En la base por tanto de nuestro empeño responsable en el trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la actitud interior de libertad y confianza. Actitud de libertad para no dejarnos esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al trabajo que disfraza muchas veces una verdadera evasión de problemas no enfrentados, o una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa que todo depende de él y se vuelve un desconfiado, un hombre de poca fe.
No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. Bástale a cada día su propia inquietud, dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia labor y su propia gracia”.
En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo, cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador, continuador de la obra de Dios.
Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad” son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento eficiente de una empresa bien administrada.
A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobreexigencia y la competitividad, es imprescindible redescubrir  el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo que más vale en la vida: la propia interioridad, los seres queridos y Dios. “Yo soy”, no “yo hago” es la proclamación de la libertad humana y cristiana. 

sábado, 25 de febrero de 2017

El ejemplo de los niños (Mc 10, 13-16)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesucristo y los niños, óleo de Jean Hippolyte Flandrin (1837), Museo de Arte e Historia de Lisieux, Francia
En aquel tiempo, la gente le llevó a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos trataban de impedirlo. Al ver aquello, Jesús se disgustó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". Después tomó en brazos a los niños y los bendijo imponiéndoles las manos.
De los que son como los niños es el Reino. Hay que hacerse como ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, siervo de todos, que por nosotros se hizo pequeño, pobre y humilde.
Para nosotros, niño evoca ternura, inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, paidion podía designar también a un pequeño sirviente, esclavo o cautivo; para los hebreos, el niño –y la madre– era propiedad del varón, no tenía derechos propios y no contaba para nada en la sociedad. Tanto en un ámbito cultural como en el otro, los niños viven necesitados de todo, son y llegan a ser lo que los demás les permiten; pueden vivir y desarrollarse si alguien los toma bajo su cuidado y pertenencia.
En el contexto en que habla Jesús, si se tienen en cuenta las enseñanzas que ha venido dando desde la multiplicación de los panes, se puede decir, en fin, que niño es también el último que se hace servidor de los demás, no se ha contaminado con la levadura de los fariseos y la de Herodes de la ambición de tener, el afán de poder y la búsqueda del propio interés.
La invitación de Jesús a asumir la condición del niño supone por tanto una conversión en la manera de pensar. Equivale a no andar como “los grandes” satisfechos de sí mismos, que se creen superiores a los demás, que no deben nada ni tienen necesidad de nadie. Uno puede renacer (Jn 3,1ss) para alcanzar la verdad del hijo que en su dependencia de su Padre del cielo desarrolla su crecimiento en libertad y autonomía.
Este adulto-niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha recibido gratis y debe darlo gratis. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y puede perderla; sabe que puede vivirla disfrutándola para sí o entregarla al servicio. Sabe que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre, porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. El Salmo 131 lo expresa: Señor, mi corazón no es soberbio ni mi mirada altanera. No he perseguido grandezas que superan mi capacidad. Aplaco y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Con esta serena quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia.
No se trata de la primera infancia, sino de aquella madurez y libertad en la que se recupera la inocencia. A estos niños Jesús bendecía y prometía el reino. Por tanto, el hacerse niño según el evangelio no tiene nada que ver con el infantilismo, que es fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no busca más que satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido, aferrándose a los demás y a las cosas, exigiendo y manipulando; pero sin corresponder, ya que no puede valerse por sí mismo. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo la personalidad de Jesucristo.
La gente acudía a Jesús con sus niños para que los tocara.  Era un gesto muy común y tenía un contenido religioso: se bendecía imponiendo las manos sobre la cabeza. La hemorroisa y muchos enfermos querían tocar a Jesús porque de él salía una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19; Mc 5, 30). Muy propio de los niños es también el tocar. Pero los discípulos se molestan. Su actitud es contraria a la actitud de libertad de los niños. Además, es claro que quieren acaparar a Jesús para ellos solos.
Y Jesús se indignó. Literalmente, tuvo ira. Es el mismo sentimiento que le causó la actitud de los fariseos cuando lo criticaron por querer sanar al hombre de la mano seca en sábado (Mc 3,5). Jesús siente esta indignación por el rechazo del evangelio.
Y proclama: Dejen que los niños vengan a mí; no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. El amor salvador de Dios muestra toda su eficacia colmando el deseo de los pequeños de este mundo que ponen toda su confianza en Él.  Hacerse como ellos es renunciar a la falsa afirmación de sí mismo, para poder acoger el don del Reino. Lo contrario, querer guardarse la vida, es perderla.

viernes, 24 de febrero de 2017

El Matrimonio (Mc 10, 1-12)

P. Carlos Cardó, SJ
Matrimonio de la virgen, óleo de Domenico Beccafumi (1518), Oratorio de San Bernardino, Siena, Italia.
En aquel tiempo, se fue Jesús al territorio de Judea y Transjordania, y de nuevo se le fue acercando la gente; él los estuvo enseñando, como era su costumbre. Se acercaron también unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?".
 Él les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?". Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa". Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".
Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio".
Para poner a prueba a Jesús, los fariseos le preguntan si es lícito al marido separarse de la mujer. Su respuesta es terminante y contiene dos argumentos. El primero es éste: si Moisés permitió el divorcio fue por la “dureza del corazón” del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y poner en práctica los preceptos más santos. Jesús critica la actitud parcial, legalista, que lleva al hombre a quedarse sólo en lo que señala la ley, y no aspirar a ideales más altos de amor y de servicio.
El segundo argumento lo toma del libro del Génesis (2, 24), rebatiendo con él una norma legal secundaria. Lo que está en el Génesis es lo que Dios quiso desde el principio. El poder repudiar a la esposa es un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que parte de conveniencias humanas egoístas.
De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad entre el hombre y la mujer. Por el matrimonio ambos forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas.
La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que lo siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.
Por supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio.
Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas, dice insistentemente el Papa Francisco. Pero aunque sean tan frecuentes los fracasos matrimoniales, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido.
Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice San Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos.
En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía de la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la indisolubilidad del matrimonio se ve sólo como una ley, una dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan así la indisolubilidad, únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada.
La fidelidad indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.
Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Es una necesidad urgente, clamorosa. Para que puedan llegar a formar familias estables y unidas, ellos necesitan una formación que los capacite para poner las condiciones necesarias de la unión matrimonial en una sociedad fragmentada que tiende a desunir.
Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. Hoy más que nunca la capacidad de asumir frustraciones forma parte de la educación del adulto. El evangelio forja hombres y mujeres de personalidad recia, libres y responsables. Él nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a tomar con coraje y perseverancia las medidas necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Sería infiel a Él. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar las crisis. 

jueves, 23 de febrero de 2017

Cuidar la comunidad (Mc 9, 41-50)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo en la sinagoga, óleo de Gerbrand Van Den Eeckhout (1658), Galería Nacional de Dublin
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para esta gente sencilla que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar. Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con tus dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo; pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que con tus dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo; pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Todos serán salados con fuego. La sal es cosa buena; pero si pierde su sabor, ¿con qué se lo volverán a dar? Tengan sal en ustedes y tengan paz los unos con los otros".
La característica que define la identidad de la comunidad cristiana es la pertenencia a Cristo: sus miembros son de Cristo. Jesús se identifica con cada uno de los que lo siguen. Por eso hasta el más mínimo gesto de atención y acogida a ellos, como dar un vaso de agua, es significativo, toca personalmente al mismo Cristo. Todo aquel que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, yo les aseguro que no perderá su recompensa.
Ser de Cristo, pertenecer a Él, significa una identificación personal con él, que se muestra en una misma manera de pensar y sentir, un recíproco ser el uno para el otro que hace que la acogida o solidaridad que se tenga con uno se tiene con el otro.
Los que son de Cristo son los que se han hecho niños (Mc 9, 37; Mt 18, 2s; Lc 9, 47s), pobres de sí mismos y llenos de Dios, han asimilado el ser para los demás como el pan con el que Jesús identificó su propia vida entregada (Mc 8, 14-21; Mt 16, 5-12; Jn 6,35 ); son los que se presentan como los últimos y servidores de los demás (Mc 9,35) y por ello reproducen los rasgos característicos de Jesús. Por eso la presencia de Jesús se prolonga en ellos y quien se acerca a ellos se acerca a Jesús, quien a ellos acoge, acoge a Jesus y a Dios, su Padre, que lo envía. 
En oposición a estos pequeños están los grandes: aquellos que se han dejado contaminar con la levadura de los fariseos y la levadura de Herodes (Mc 8,15) y se han vuelto incapaces de entender y asimilar la lección del pan. Su forma de ser está condicionada por la ambición del tener, por el afán de poder y por la búsqueda del propio interés. Son los que se creen superiores a los demás y buscan más ser servidos que servir; ricos de sí mismos, están vacíos y sin Dios. Su mentalidad se filtra en la comunidad, corrompe a los que son de Cristo, a los pequeños.
Pensando en ellos, Jesús dice una frase de gran severidad sobre el escándalo. Escándalo literalmente significa piedra de tropiezo; es, pues, una acción o un mal influjo que hace que el otro caiga, transgreda la norma del bien obrar, abandone los valores en los que cree. En otras palabras, escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal. Los pequeños de la comunidad de Jesús creen ya en Dios, pero la conducta de los grandes puede hacerles difícil la fe.
La advertencia es tajante: quienes, valiéndose del poder que tienen, influyen negativamente en la comunidad hasta hacer que los niños y pequeños dejen de ser de Cristo, abandonen su manera de ser conforme al ejemplo del Señor, y los hagan actuar como ellos, esos tales son un peligro en la comunidad y acabarán de manera desastrosa. Inducir a otro a que abandone su ideal de servicio para asumir los valores contrarios al evangelio –la ambición, el poder, el interés egoísta– es ponerle delante una piedra para que tropiece y caiga fuera del camino del seguimiento de Jesús.
Quienes con sus malas acciones, en fin, no sólo contradicen la ley de Dios sino que siembran división y desaniman a los que creen en Cristo, volviéndolos desconfiados de la eficacia de las enseñanzas de Cristo, escépticos respecto al valor y calidad de la comunidad de los que lo siguen, defraudados en sus expectativas hasta el punto de abandonar la comunidad y perder la fe, esos causantes de escándalo deben darse cuenta de que el daño que causan es tan grave, que más les valdría morir de mala muerte, hundidos en el mar con una rueda de molino encajada en el cuello. Para los judíos una muerte sin sepultura, era la que más horror les causaba.
Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. Las frases sobre tu mano, tu pie o tu ojo que hay que cortar si son ocasión de escándalo, obviamente no significan mutilación; son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva que Jesús emplea para movernos a optar decisivamente en favor de los valores del evangelio. Esto implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas, pero que pueden ser obstáculo para seguir a Cristo. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. Sólo así logra la persona su plena realización en Dios. 
No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.

miércoles, 22 de febrero de 2017

¿Quién dicen que soy yo? (Mt 16,13-19)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesús entrega las llaves a Pedro, fresco de Pietro Perugino (1482), Capilla Sixtina, El Vaticano.
En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?" Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".
Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Van camino de Jerusalén y Jesús tiene con sus apóstoles un diálogo íntimo pero cargado de tensión porque han quedado desconcertados con el anuncio de su pasión. En este contexto, Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las opiniones que circulan sobre él. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista vuelto a la vida. Otros lo identifican con Elías, vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar el Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros lo ven como Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión y fue martirizado por los dirigentes del pueblo. Otros, en fin, dicen que es un profeta más.
Pero Jesús quiere saber qué piensan y qué esperan de él los que van a continuar su obra. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo de la cruz. Por eso les pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo?
Pedro, actuando en nombre de los Doce, le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Estas palabras, con las que proclama que reconoce a Jesús como Mesías divino, no han podido nacer de su genial perspicacia; como las demás los discípulos, él es un hombre sin mayor instrucción, un pobre pescador de Galilea. Sus palabras han sido fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Ahora ya todo cambia, Jesús puede manifestarles claramente el misterio de su persona y del destino que le aguarda. Él es el enviado del Padre, el Mesías Salvador, que entregará su vida por nosotros, será crucificado y resucitará por la fuerza de Dios su Padre.
Pedro tiene el germen de esa fe que irá madurando en él hasta que, vuelto de sus pruebas, sea capaz de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 31).  Por eso Jesús le dice: Tú serás llamado piedra, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, dándole como misión el servicio de la unidad, sobre la base de la conservación de la común fe revelada y el vínculo de la caridad.
¿Quién dicen ustedes que soy yo? La pregunta llega hasta nosotros. De la respuesta que se dé se seguirán las diversas formas de concebir y vivir la fe cristiana. Un ideal ético de valores y actitudes que ayuda a vivir humanamente bien consigo mismo y con los demás; una conciencia social que empeña a la persona en la lucha por la justicia; un referente sobrenatural más o menos mítico o mágico, al que se remiten las propias incógnitas e inseguridades; una cosmovisión filosófica –enunciados y argumentos­– que dan razón de la causa y del sentido de la realidad existente; un conjunto de prácticas religiosas, oraciones, invocaciones y ceremonias de alabanza y súplica que ordenan los días del año con descansos y festividades fijadas por la costumbre del grupo cultural al que se pertenece…
Todo eso puede ser más o menos bueno, más o menos humanizador, pero ahí no hay una relación con alguien, no hay un cara a cara, en el que se conoce a Jesucristo cada vez más internamente y se le ama hasta desear ir tras Él. No ocurre lo que dice San Pedro: que se le ama aunque no se le haya visto, se confía en Él aunque de momento no se le pueda ver, y eso mantiene en el interior una alegría indescriptible y radiante (1Pe 1,8).
Nuestra respuesta a la pregunta de Jesús: ¿Quién dicen ustedes que soy yo?, no puede ser otra que la que le dieron sus verdaderos discípulos que, dejando redes y barca, se decidieron a seguirlo. Ellos creyeron y llegaron a conocer que Jesús era Salvador, consagrado por Dios (Jn 6, 68), el Cristo, Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16).
En su forma humana de ser y en lo que hizo por nosotros, hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene y hemos confiado en él (1 Jn 4, 16). Su ejemplo y sus enseñanzas iluminan y dan sentido a la existencia, y por eso es lo central y más importante en la vida, hasta el punto de poder decir con San Pablo: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo  (2 Tim 2,11-13).

martes, 21 de febrero de 2017

Hacerse como niños (Mc 9,30-37)

P. Carlos Cardó, SJ
Cristo bendice a los niños, Carl Vogen Von Vogelstein (1805), Galería de Arte Moderno, Florencia
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero Él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará". Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutían por el camino?" Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos".Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado".
Jesús instruye a sus discípulos sobre su destino de cruz, pero no lo entienden. Se ponen más bien a discutir quién es el más importante en el grupo. El deseo de ser apreciado es natural; su realización asegura la confianza que la persona necesita para progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que los talentos que Él nos da fructifiquen en las mejores formas de servicio que podemos ofrecer. Pero sobre este deseo natural y esta voluntad de Dios, se puede montar el afán de sobresalir, el arribismo, que ya no busca el mejor servicio sino la propia gloria y el propio beneficio.
Jesús aprovecha la ocasión para enseñar el modo como se ha de ejercer la autoridad. Sólo es lícito ejercerla como servicio, nunca para dominar a los demás, lucrar o servirse a sí mismo. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. Y si este servicio se hace a los débiles y a los últimos de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró cómo actúa Dios. Esta lógica del servicio, que invierte los valores del mundo, adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere aparecer y ser tenido como el último y el servidor de todos
A continuación Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la salvación con el gesto de poner a un niño en el centro y afirmar: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero y el niño, estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin ambiciones, su vida está pendiente del don de Dios. Por no tener nada y necesitarlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con los pequeños de este mundo: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge.
La lección es clara: La persona vale no por el poder que tiene, sino por su amor y servicio, sobre todo a los que más necesitan de su ayuda en la sociedad. Quienes así actúan tienen como norma de vida el ejemplo de Jesús, que manifestó una atención preferencial para con los enfermos, los pobres y los pecadores y una especial predilección por los pequeños. Y convenzámonos: no hay nada más satisfactorio que saber que nuestra vida está entregada al bien de los demás. Por eso, quien quiera ser el mayor, que se sitúe en su familia, en su centro de trabajo, en la sociedad donde mejor pueda servir, porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros (Mc 10,31).
En la Iglesia, sobre todo allí donde ella es más lo que Cristo quiso, es decir, en la celebración de la Eucaristía, nos reunimos todos por igual. Allí no hay, no puede haber,  diferencias de rango ni de poder. Partimos juntos el pan y cobramos fuerzas para resistir a los escándalos que observamos en el ejercicio corrupto de la autoridad; nos ratificamos en nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos; y aprendemos a fiarnos del Espíritu que transforma nuestros corazones en el amor fraterno.
Por el camino venían discutiendo acerca de quién era el más importante. Jesús les dijo: El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Mucho hay que trabajar –como el Papa Francisco lo hace y nos exhorta– para reparar lo que la mentalidad del mundo ha dañado en la Iglesia, para recuperar aquello que se ha alejado del evangelio, para purificar o fortalecer lo que se ha corrompido o debilitado, para cambiar todo lo que sea necesario a fin de que la Iglesia sea en verdad la comunidad de hermanos y hermanas que Cristo quiere.

lunes, 20 de febrero de 2017

Curación de un epiléptico sordomudo (Mc 9, 14-29)

P. Carlos Cardó, SJ
Jesús cura a los enfermos, óleo de Benjamín West (1817 – Versión 2), Hospital de Pennsylvania, Estados Unidos
En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte y llegó al sitio donde estaban sus discípulos, vio que mucha gente los rodeaba y que algunos escribas discutían con ellos. Cuando la gente vio a Jesús, se impresionó mucho y corrió a saludarlo.
Él les preguntó: "¿De qué están discutiendo?" De entre la gente, uno le contestó: "Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu que no lo deja hablar; cada vez que se apodera de él, lo tira al suelo y el muchacho echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. Les he pedido a tus discípulos que lo expulsen, pero no han podido".
Jesús les contestó: "¡Gente incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme al muchacho". Y se lo trajeron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, se puso a retorcer al muchacho; lo derribó por tierra y lo revolcó, haciéndolo echar espumarajos. Jesús le preguntó al padre: "¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?" Contestó el padre: "Desde pequeño. Y muchas veces lo ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él. Por eso, si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos". Jesús le replicó: "¿Qué quiere decir eso de ‘si puedes’? Todo es posible para el que tiene fe".
Entonces el padre del muchacho exclamó entre lágrimas: "Creo, Señor; pero dame tú la fe que me falta". Jesús, al ver que la gente acudía corriendo, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: "Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Sal de él y no vuelvas a entrar en él". Entre gritos y convulsiones violentas salió el espíritu. El muchacho se quedó como muerto, de modo que la mayoría decía que estaba muerto. Pero Jesús lo tomó de la mano, lo levantó y el muchacho se puso de pie.
Al entrar en una casa con sus discípulos, éstos le preguntaron a Jesús en privado: "¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?" Él les respondió: "Esta clase de demonios no sale sino a  fuerza de oración y de ayuno".
Después del anuncio de la pasión y de las reacciones contrarias de los discípulos, Marcos incluye este pasaje para mostrar la victoria de Jesús en su lucha contra el mal hasta en su último reducto, que es la muerte. El niño epiléptico es presentado como muerto. Los discípulos tienen que pedir la fe que los capacita para creer en la resurrección.
La impotencia de los discípulos para curar al muchacho proviene de su falta de fe. Recuerda lo ocurrido en la tempestad, cuando Jesús dormía y ellos se aterrorizaron y Jesús les dijo: ¿Por qué son tan cobardes? ¿Todavía no tienen fe? (Mc 8,40). Hace pensar también en la situación de la primitiva Iglesia después de la resurrección, cuando no sentían la presencia de Jesús en medio de las tribulaciones y persecuciones. El mensaje del relato va a ser claro: el sentimiento de impotencia sólo es superable con la fe, y ésta se ha de alimentar con la oración.
Literariamente el pasaje está compuesto por cuatro escenas concatenadas. La primera (vv. 14-19) muestra a la multitud, dentro de la cual están los discípulos y los doctores de la ley. Se destaca en ella la incredulidad que irrita a Jesús y le hace exclamar: ¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?
La segunda escena (vv.20-24) corresponde al diálogo de Jesús con el padre del muchacho y la exhortación a creer más. La tercera (vv. 25- 27) es el enfrentamiento con el espíritu inmundo que concluye con la victoria de Jesús, presentada como un anticipo de la resurrección (muchos creían que el muchacho estaba muerto). Y la cuarta escena (28-29) enfoca la reunión privada con los discípulos. En ella Jesús les hace ver que para ser verdadero discípulo y poder continuar su obra es imprescindible mantener un relación personal con Dios, basada en la confianza, que se expresa y alimenta en la oración.
El espíritu es mudo y sordo, como se queda el discípulo por su repugnancia y miedo a la cruz del Señor, que le impide incluso preguntarle sobre su sentido: Ellos no entendían lo que quería decir y les daba miedo preguntarle (Mc 9, 32).
El padre del muchacho, por su parte, vive un proceso que es propio de todo cristiano en su camino de fe: Si puedes hacer algo, compadécete de nosotros y ayúdanos, dice en primer lugar, manifestando una fe imperfecta por medio de una plegaria condicionada: si puedes…No sabe hasta dónde llega el poder de Jesús o duda de que pueda resolverle un problema humanamente imposible. Además, los amigos de Jesús (los cristianos, miembros de su comunidad) no han podido y él ha perdido confianza.
Jesús le responde: ¿Qué es eso de ‘si puedes’? Todo es posible para el que tiene fe. Y esta respuesta mueve al hombre a dar el paso a la fe verdadera y a la oración perfecta, que abren el espacio para que se manifieste la acción de Dios. El poder de Jesús no tiene límite pero depende del hombre que ese poder tenga efecto. Y el hombre responde: Creo, Señor, pero ayúdame a tener más fe. Ahora el objeto de su petición es la fe que salva. Es la oración perfecta, pide justamente aquello sin lo cual no se recibe ningún favor, que es la fe misma. Parte de la humilde confesión de la propia incredulidad y desemboca en la confesión del poder de Dios, en la apertura a su señorío sobre todas las cosas y en el abandono completo en su voluntad; las tres primeras peticiones del padrenuestro, que deben estar presentes de alguna manera en todas nuestras plegarias.
Entonces viene el milagro. El muchacho que estaba sin vida, muerto, se despertó, es decir, resucitó. Los verbos que se emplean: lo levantó y se puso en pie, son justamente los verbos característicos del triunfo de Jesús sobre la muerte y de las primeras fórmulas de la fe pascual. La curación del muchacho epiléptico está puesta como un anticipo de la resurrección de Cristo.
Finalmente, Jesús se reúne en privado con sus discípulos en la casa. Allí, en el espacio más propicio para el encuentro con Él y para la escucha de su palabra, Jesús les hace ver que hay ciertos demonios que no pueden ser expulsados sino con la oración. Se describe gráficamente la opresión extrema que causan estos “demonios”: hacen que las personas se sientan por los suelos (cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra) y pierdan su capacidad de valerse por sí mismas (el muchacho era sordomudo, convulsionaba, arrojaba espuma, le chirriaban los dientes).
Frente a tales situaciones, la fe hace confesar la propia impotencia y la confianza en el poder superior, que pertenece sólo a Dios y a quien hay que recurrir mediante la oración.

domingo, 19 de febrero de 2017

Homilía del domingo VII del tiempo ordinario: Amar a los enemigos (Mt 5, 38-48)

P. Carlos Cardó, SJ
Pantocrátor, mosaico bizantino (1261), iglesia de Santa Sofía (Hagia Sophia), Estambul, Turquía.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero yo les digo: No resistan al malvado. Antes bien, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Si alguien te hace un pleito por la camisa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Da al que te pida, y al que espera de ti algo prestado, no le vuelvas la espalda. Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo». Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque Él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo.
Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios. 
Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero no perdona a su hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que se ha roto.
Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por medio de él, iluminar a toda la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano, Israel, por tanto, tiene que abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso.
El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza del profeta Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega para el deseo y el empeño práctico en favor de la paz: llegará el día en que todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, aceptarán el señorío de Dios sobre todas las naciones y entonces de sus espadas forjaran arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se entrenarán más para la guerra.  (Is 2,4).
El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo humano.
El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y aversión al enemigo como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se defiende y apoya a los que son del grupo.
Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que, conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa haber conocido a Dios.  Si no se ama, no se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).
La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.
Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con nuestras decisiones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable que el odio es una enfermedad del alma. Sin embargo nos podemos acostumbrar al mensaje que los medios de comunicación, sobre todo, las películas, nos transmiten acerca de la venganza como virtud; se enaltece al vengador, se da por sentado que la venganza resuelve el mal cometido, y eso no es verdad porque muchas veces genera una pendiente por la que es casi inevitable deslizarse.
Allí donde se desencadena el odio y la sed de venganza como reacción frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia. Refiriéndose al odio y a la venganza dice Etty Hillesum, la mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje del cristianismo: “No veo más solución sino que cada cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205).
Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.