sábado, 21 de enero de 2017

Sus parientes decían que estaba loco (Mc 3,20-21)

P. Carlos Cardó, SJ

Toda la ciudad se reunió en su puerta. Acuarela de James Tissot (1886-1896), Museo de Brooklyn, Nueva York.
En aquel tiempo, Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a buscarlo, pues decían que se había vuelto loco.
Regresó a casa. Probamente a la de Pedro en Cafarnaum, donde le curó a su suegra. En la actual Cafarnaum, pueden verse unos descubrimientos arqueológicos –aún no del todo convalidados–, designados como la casa de Pedro, que podrían haber sido el lugar donde Jesús solía alojarse, donde se reunía con sus discípulos y adonde  acudía la gente para oír sus enseñanzas y ser curados de sus enfermedades. Refrenda la autenticidad histórica del lugar el hecho de que en torno a esta casa se reunió un conjunto de familias cristianas, que formaron un núcleo de viviendas –una insula la llamaban los romanos­– con claros vestigios del modo de vida de las primitivas comunidades cristianas.
El hecho es que en el evangelio de Marcos, la “casa” se convierte en símbolo del lugar del encuentro con Dios y símbolo de la Iglesia, donde Jesús sigue realizando su obra. Por lo demás, la “casa” es el lugar donde uno encuentra a Dios próximo.
Se reunió mucha gente, al punto que no podían ni comer. La multitud lo necesita y Él no puede dejar de atenderla. Pero las críticas lo persiguen también. Los escribas y fariseos, guardianes de la Ley y de la religión, lo siguen mezclados entre la gente porque les inquieta lo que enseña y porque las autoridades de Jerusalén los envían a espiarlo. Ese Nazareno era un peligro para sus instituciones.
Aparecen de pronto sus parientes. También entre ellos hay quienes lo traicionan. A su llamada a seguirlo, ellos responden con el “sentido común” y la falsa compasión, que les hace decir: ‘está loco, pobre, es un enfermo’. Les pesa el ser parientes suyos, temen las consecuencias; por eso no se han convertido a Él ni han pasado a formar parte de sus discípulos. Son los que están fuera; en cambio, la multitud de los pobres está dentro de casa.
No se puede dejar de observar que tales ‘parientes de Jesús’ se reproducen aun hoy en quienes, perteneciendo a su Iglesia, escuchan pero no ponen en práctica su palabra, sino que pretenden “llevárselo”, en nombre del sentido común, de la prudencia, de la sensatez que el mundo les enseña. Basan su vida en la sabiduría del mundo, no en la de Dios.
Olvidan que la “la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1Cor 1,25). En el cuadro de la narración aparece clara la contraposición entre los prudentes de este mundo y los sencillos. Entre estos últimos, que escuchan la Palabra, Jesús hallará a sus verdaderos parientes, su verdadera familia.
La incomprensión que sufre Jesús se reproduce de algún modo en la experiencia de muchos cristianos cuyo compromiso de fe y los valores que guían su conducta resultan incómodos a sus familiares, que los critican y quieren hacerlos cambiar de vida. Personas que se mueven con criterios éticos definidos, que mantienen una conducta incorruptible o manifiestan una clara conciencia social, pueden revivir la soledad que Jesús sufrió por ser fiel a los valores del Reino.
Finalmente, quedan expuestos en el pasaje los motivos por los cuales condenarán a Jesús y los diversos comportamientos que se tienen con Él: o es un loco y hay que llevárselo, o es un mentiroso falso profeta y hay que condenarlo, o un blasfemo y es reo de muerte, o un endemoniado y hay que huir de él. Porque si es justo y veraz, no queda sino creer en Él y seguirlo. 

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