domingo, 15 de enero de 2017

Homilía del II Domingo del tiempo ordinario: El Cordero de Dios (Jn 1,29-34)

P. Carlos Cardó, SJ  
Agnus Dei (Cordero de Dios), óleo de Francisco de Zurbarán (1635-1640), Museo del Prado, Madrid
Dice el evangelio que Juan Bautista, acompañado de algunos discípulos, “viendo pasar a Jesús, dice: Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Con estas palabras, Juan declara que Jesús es el Mesías, que es superior porque existía antes que él (Jn 1,30; 1,1). Juan bautiza con agua (Jn  1,3 1 -1 Mc 1,8), Jesús “va a bautizar con Espíritu Santo” (Jn 1,33); Jesús es el novio, al que pertenece la esposa, Juan sólo es el amigo del novio (Jn 3,29). Juan llama a la conversión de los pecados (Lc 3,3), Jesús es “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
¿Qué quiere decir que Jesús sea el Cordero de Dios?, ¿qué sugiere esta metáfora? El cordero era la víctima del sacrificio de expiación y comunión que hacían los judíos en el templo. En la pascua, cuando celebraban la liberación de Egipto, la comida del cordero evocaba la sangre de los corderos que salvó a Israel del exterminio. En la perspectiva cristiana Jesús viene a ser “el verdadero cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida”.
“Los han rescatado... con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha” (1 Pe 1,18-20); “vi un cordero como sacrificado... porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación...” (Ap 5,6ss); “nuestra cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7). El evangelista Juan refuerza este significado al señalar que Jesús fue crucificado la víspera de Pascua (Jn 13,1; 18,28.39- 19,14.31.42), en el mismo día y casi a la misma hora en que eran inmolados los corderos en el templo y, en lugar de romperle las piernas, como solían hacer con los crucificados, a Jesús no le rompieron ningún hueso y sólo fue atravesado por la lanza (Jn 19,36).
Pero no cabe duda que la designación de Jesús como el “cordero que quita el pecado” alude a los cánticos del profeta Isaías sobre el Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12). En ellos, el profeta anuncia la venida de un personaje que vendrá con la misión de reunir al pueblo de Dios disperso por los pecados cometidos. Cargando sobre sí el pecado de todos, el siervo restablecerá la unión entre el pueblo y su Señor. Desde su nacimiento, el siervo será “luz de las naciones” porque con él la salvación alcanzará a toda la humanidad. Es tan impresionante la coincidencia entre las profecías de Isaías y los relatos evangélicos que se puede decir que aquellos cánticos son como un retrato anticipado de Jesús, manso y humilde, y, sobre todo, de los sufrimientos y dolores de su pasión, voluntariamente aceptada, por la salvación del mundo.
Conviene notar que Jesús quita el pecado del mundo (no se habla de los pecados), porque Jesús arranca la raíz del mal que actúa en el mundo. La ausencia o desconocimiento de Dios, origen de toda trasgresión, es lo que el Cordero quita en el mundo. Sólo Dios puede quitarlo. Y lo borra no sólo del corazón de cada persona, sino también de la sociedad.
El texto de Juan, finalmente, menciona al Espíritu Santo que descendió sobre Jesús en el Jordán. En el bautismo, Jesús se revela como el Hijo de Dios que se ha hecho hermano nuestro y se ha sumergido en la humana condición. Juan Bautista ha visto reposar sobre Él al Espíritu Santo, es decir, no sólo bajar a él sino morar, habitar en él, como lo había anunciado Isaías: Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de temor del Señor (Is 11,2).
Por eso los evangelios testimonian que la razón por la que Jesús habló y actuó como lo hizo fue que estaba lleno del Espíritu divino. Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; es conducido al desierto por el Espíritu Santo; expulsa a los demonios y hace milagros gracias al Espíritu Santo; va a la muerte impulsado por el Espíritu Santo y resucita con la fuerza del Espíritu Santo. En el momento de su muerte entrega el Espíritu, y en su Resurrección es elevado al mismo nivel de Dios, desde donde envía a nosotros el Espíritu: “Reciban el Espíritu Santo”. Por esto es el Salvador. Fuera de Él sólo se puede bautizar con agua. Sólo Él bautiza con Espíritu Santo.
La Iglesia reconoce con Juan Bautista que Jesús es el Salvador. En la Eucaristía, la Iglesia hace presente la entrega del Cordero, cuya sangre es derramada para la remisión de los pecados. Nos acercamos a la mesa de la comunión para llenarnos del Espíritu del Señor, pues también su Espíritu se nos da con su cuerpo y su sangre. Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomen, coman todos de él, y coman con él al Espíritu Santo…, el que lo come vivirá eternamente».

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