viernes, 6 de enero de 2017

El bautismo de Jesús (Mc 1, 7-11)

P. Carlos Cardó, SJ
Bautismo de Jesús, óleo de Pietro Perugino, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia
En aquel tiempo, Juan predicaba diciendo: "Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo".
Por esos días, vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Al salir Jesús del agua, vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en figura de paloma, descendía sobre él. Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Tú eres mi Hijo amado: yo tengo en ti mis complacencias".
Al inicio del evangelio de Marcos, el pasaje del bautismo de Jesús en el Jordán traza la línea de mira que hay que tener para conocerlo: es el Mesías, el Cristo, ungido por el Espíritu, y el Hijo amado de Dios, en quien Dios su Padre se complace.
En el Jordán aparece simbólicamente lo esencial de la misión de Jesús. Realizará su obra de salvación del género humano, no poniéndose  por encima de nosotros, sino ‘con nosotros’, demostrando que en Él Dios se ha hecho en verdad el Dios-con-nosotros. Y así, identificándose con nuestra realidad, alineado entre los pecadores, como uno más: Fue contado entre los malhechores (Is 53,2). En Jesús, Dios se ha acercado a lo más profundo de nosotros, hasta tocarnos en nuestro ser pecadores.
Bautismo significa ‘inmersión’. Hundirse en el agua era símbolo del morir. El destino de Jesús se veía anticipado. El Mesías tenía que sumergirse en la muerte para salir de ella triunfante e iniciar para Él y para nosotros una vida nueva. Hombre entre los hombres e Hijo de Dios, quiso ser solidario con nosotros hasta sumergirse en la muerte.
Y en cuanto salió del agua [Juan] vio abrirse los cielos. Con Jesús se abren los cielos. Se despejaron los nubarrones que impedían a los seres humanos la comunicación con Dios. Para los judíos, Dios había dejado de hablar: ya no había profetas. Para los paganos, la historia seguía encerrada en el horizonte sin salida del destino y la fatalidad. Dios se acerca como nunca lo había hecho, de manera plena, definitiva y sin vuelta atrás, proyectando así el horizonte de la realización del ser humano hasta la participación en su vida divina.
El Bautista vio también que el Espíritu bajaba sobre Jesús como paloma. El Espíritu que descendió sobre María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, consagra ahora a  Jesús y lo impulsa a realizar su obra salvadora (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Este Espíritu hará que Jesús se comprenda a sí mismo como el Hijo querido del Padre, consagrado para anunciar la buena noticia de la liberación (Lc 4, 18).
Se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Esta voz recoge las palabras del Salmo 2,7, que se cantaba en la ceremonia de entronización del rey. Aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: la de ser el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, su presencia visible, su enviado definitivo.
Juan bautizó en el Jordán al autor del Bautismo, y el agua viva tiene, desde entonces, poder de salvación para los hombres, dice el prefacio de la misa del Bautista. El bautismo de Jesús remite al bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo.
En nuestro bautismo Dios tomó posesión de nosotros, entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública, solemne, infundiéndonos su vida, por el Espíritu. 
En el bautismo, también de nosotros dijo Dios: Tú eres mi hijo y te convierto en templo de mi Espíritu. A partir de entonces podemos decir con infinita confianza: Abba, Padre querido. ¡Podemos vivir como bautizados! Podemos hacer ver que pertenecemos a Dios, que estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus–, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia. 

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