sábado, 3 de diciembre de 2016

«Vocación de los Doce» (Mt 9, 35-10, 1.6-8)

P. Carlos Cardó, SJ
En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia. Al ver a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos". Después, llamando a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias. Les dijo: "Vayan en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente".
El relato destaca una de las actitudes más características de Jesús: su compasión. Mateo la describe con las mismas expresiones empleadas en el inicio de la multiplicación de los panes. El cuidado compasivo que Jesús tiene por los pobres, lo va a comunicar a los que va a llamar y enviar. La vocación y la misión nacen de la misericordia.
El cuadro es desolador: la población vivía en la pobreza y la ignorancia. Y Jesús “se conmovió”. En hebreo, “compadecerse” equivale a “rompérsele el corazón”. Es lo que siente Jesús ante toda miseria material y espiritual.
A continuación sigue el relato del llamamiento de los Doce, comparada a la cosecha: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos”. Esta alegoría resalta el hecho de que la llamada y la misión no dependen de la iniciativa que tomen las personas sino de la voluntad de Dios. Él es el dueño de la mies, Él es quien llama a los trabajadores. La tarea es inmensa y Jesús necesita colaboradores. Nos dice que debemos pedir para que los llamados respondan generosamente.
Jesús se prolonga en el mundo por medio de sus discípulos, de ayer y de hoy: “Como el Padre me ha enviado, así los envío yo” (Jn 20,21). Los apóstoles son unos enviados, representantes de quien los envía; por eso los hace capaces de hacer lo que Él hacía: expulsar espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias; y el anuncio que harán es idéntico al suyo: “el Reino de Dios está cerca” (Mt 4,17; 10,7).
Es un grupo de pequeños artesanos y pescadores; lo más desproporcionado para la tarea que habrá que realizar. De siete de ellos (Andrés, Felipe, Bartolomé, Tomás, Santiago Alfeo, Tadeo, y Simón el fanático) apenas sabemos nada. El primero es Simón, a quien Jesús llamó Cefas, piedra. Siguen Santiago y Juan, hijos de un tal Zebedeo, designados en el evangelio de Marcos como “Boanerges” (hijos del trueno), es decir, “violentos”. Hay otro Simón, conocido como el “cananeo” por pertenecer al partido de los zelotas, que luchaban contra los romanos. Del noveno de la lista, Leví, sabemos que era publicano, recaudador de impuestos para los romanos, con quien una persona decente no se juntaba. Y el último de la lista es Judas, el traidor.
Mucho tendrá que trabajar Jesús para hacerles comprender su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. No hay entre ellos sabios o fariseos, ni nobles saduceos de la casta sacerdotal de Jerusalén. No son cultos ni virtuosos cumplidores de la ley Son hombres comunes y corrientes. Los une la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él.
La convivencia entre ellos no debió ser fácil. No todos son personas honorables, incluso resultan incompatibles entre sí. No obstante, ellos estuvieron con Jesús en todas las circunstancias de su vida, vieron sus lágrimas por el amigo muerto, le observaron rezar a su Padre del cielo, conmoverse en sus entrañas ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su propia muerte.
Poco a poco, ya no hubo secretos entre ellos y Él.“Yo no los llamo siervos sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor” (Jn 15,15). La palabra fue calando en su interior. Y más tarde, cuando ya no recordasen al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos. Y aun cuando se encontrasen en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podían, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso.
Tan  identificados se sentirán los apóstoles con la persona y misión de Jesús que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Jesús su propia vida.
Los mismos sentimientos ante la multitud de «ovejas sin pastor» los debe tener hoy Jesucristo. Y siguen siendo pocos los obreros para «cosechar». Su palabra, la misma que dirigió a sus discípulos, la escucho yo: Ven, sígueme, cuento con tu colaboración para sanar toda dolencia y anunciar el Reino... 

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