lunes, 12 de diciembre de 2016

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

P. Carlos Cardó, SJ.
La visitación, Carl Bloch, Museo Nacional de Historia, Dinamarca
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno. Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor". Entonces dijo María: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava".
Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Es el fin de una larga espera de dos mil años: Dios se demuestra fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
En el pasaje aparecen también las dos actitudes que hacen a María figura y madre de la Iglesia: su servicio y su fe. María “va de prisa”, movida por la caridad, para ayudar a Isabel, que se encuentra en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, el anuncio de la salvación: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Con este saludo, Bendita entre las mujeres”, Israel honraba a las grandes mujeres de su historia: a Yael y a Judit (cf. Jueces, c. 4, y Judit, c.13), que vencieron al enemigo de su pueblo. María vence al enemigo de la humanidad. Lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Génesis, cap. 3). En María la creación se torna bendición y vida.
En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento!”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función que cumple dentro del plan de salvación. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Cuando Isabel terminó su saludo, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó su canto de alabanza: Celebra todo mi ser la grandeza del Señor. Es consciente de que todo su ser es don de Dios y lo devuelve a Él en su alabanza. Ella enseña a percibir la propia vida como regalo que ha de ser acogido, cuidado y compartido. Asimismo, ella nos hace ver que nuestra vida es importante para Dios, que nos salva y cuenta con nosotros. El Dios que me salva ha mirado la humildad de su sierva.

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