viernes, 30 de diciembre de 2016

La Sagrada Familia (Mt 2, 13-15. 19-23)

P. Carlos Cardó, SJ
La huida a Egipto, acuarela de James Tissot, Museo de Brooklyn, Nueva York 
 Después de que los magos partieron de Belén, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo".
José se levantó y esa misma noche tomó al niño y a su madre y partió para Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo.
Después de muerto Herodes, el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel, porque ya murieron los que intentaban quitarle la vida al niño".
Se levantó José, tomó al niño y a su madre y regresó a tierra de Israel. Pero, habiendo oído decir que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre, Herodes, tuvo miedo de ir allá, y advertido en sueños, se retiró a Galilea y se fue a vivir en una población llamada Nazaret. Así se cumplió lo que habían dicho los profetas: Se le llamará nazareno.
El drama de esta familia tenía como causa principal el significado extraordinario, absolutamente fuera de lo común, que tenía su niño. Desde que nació, José y María vieron que Jesús era, y siempre iba a ser, aceptado por unos y rechazado por otros. El destino futuro de su niño se les anticipó ya de manera dramática en la figura despiadada de Herodes que quería matarlo. Si lograron salvarlo fue gracias a la presencia providente de Dios que los impulsó a huir: Levántante –dijo el ángel del Señor a José–, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Se quedarían allí, exiliados, como cualquier atemorizada familia de inmigrantes, hasta que murieron los que atentaban contra la vida del niño. Guiados por Dios, decidieron ir a vivir a Nazaret, pueblecito de una de las más deprimidas regiones de Palestina, la Galilea.
De los largos años vividos por Jesús en Nazaret, no sabemos casi nada. El más elocuente, Lucas, apenas nos da unos cuantos datos elementales, que él mismo resume al final con estas escuetas palabras: el niño crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres…, y vivía sujeto a sus padres (Lc 2, 39-40. 50-53). Jesús mismo no hablará para nada de sus años en Nazaret. Sólo se sabe que sus paisanos lo conocían como el hijo de José, el carpintero, y que había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la multitud que le seguía. 
Pero a pesar de esta falta de información, es obvio que Jesús, en su hogar de Nazaret, se nutrió, creció y maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y enraizados en la cultura de su pueblo. Ellos forjaron su personalidad, le marcaron el sentido de su vida desde la fe religiosa, le adiestraron para valerse por sí y responder a la voluntad de Dios, su padre.
Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como referente el hogar de Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o raquíticas según la calidad de sus nutrientes. Es verdad que la familia no lo es todo, pero es indudable que ella marca la fisonomía física, psíquica, cultural, social y religiosa de las personas. En las relaciones familiares se lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia y de los valores, de la propia seguridad y de la capacidad de expresar sentimientos y afectos.
La crisis de la familia es una realidad preocupante. Además de ir en aumento el número de familias disfuncionales, las bien constituidas padecen el bombardeo incesante de mensajes que minan su unidad y consistencia: violencia, pornografía, frivolidad, relativismo e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a muchos a emigrar, así como la extendida costumbre o imposición de horarios sobrecargados que hace que los padres pasen la mayor parte del día fuera del hogar. Por estas y otras causas, la familia puede ser la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones.
Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Cuando un hombre y una mujer se aman (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que propicia la unión, el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, la fe. Sólo sobre esta base se consolida el ámbito eficaz para la formación de personas verdaderamente libres, responsables y seguras. 

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