martes, 19 de marzo de 2024

José esposo de María (Mt 1,16.18-21.24)

 P. Carlos Cardó SJ 

El sueño de José, óleo sobre lienzo de Danieli Crespi (1620-1630 aprox.), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria

Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejada en secreto.
Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: "José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados".
Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor. 

Mateo explica la generación del Hijo de Dios, en la historia humana. Dios no puede ser hecho por el hombre, sólo puede ser esperado y acogido. De esto da ejemplo José, figura de todo hombre justo que se mantiene atento a su propio misterio personal y en él descubre y acoge el misterio de Dios; es ejemplo también de creyente que busca y acoge la voluntad de Dios en su vida, aunque ésta contradiga sus planes y puntos de vista. 

Dice el evangelio que María estaba prometida a José, es decir, vivían el período del compromiso matrimonial, que duraba de seis meses a un año. La novia seguía viviendo con sus padres. Pero aquel compromiso exigía fidelidad; la infidelidad era adulterio y podía ser castigada. 

Pues bien, resultó que (María) esperaba un hijo por acción del Espíritu Santo. Se subraya que José no interviene. No es José quien hace germinar en el seno de María al Hijo del Altísimo, eso sólo lo puede hacer Dios. Y la mayor obra que desde la creación del universo hizo Dios, la obra que ningún ser humano podía programar, ni pretender, la incorporación de Dios en la esfera humana, se realizó de la manera más simple y natural: Una joven resultó encinta, esperando un hijo. María concibe así al autor de la vida, engendra a quien la creó. 

José, por su parte, atraviesa la prueba de la fe, como los grandes creyentes. No sabe cómo aceptar el plan de Dios que supera lo imaginable y siente la tentación de retirarse, decide sustraerse. Opta entonces por recurrir a la ley, que permite dar a la mujer un documento por el cual el marido alejaba y daba libertad a la mujer con la que no quería convivir, a fin de que pudiese casarse con otro y reincorporarse en la vida civil. Por respeto, no porque sospeche de ella, decide dejarla en secreto. No quiere para María un repudio público, como si fuese una adúltera. Y cavila en su interior, sin saber qué hacer, insatisfecho del recurso legal que ha pensado para salir del paso. Duerme intranquilo. 

Entonces, un ángel del Señor se le apareció en un sueño. José es un hombre de puro corazón, de aquellos de quienes Jesús dirá: Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). El hombre de corazón puro tiene a Dios dentro de sí y su palabra le habla en la profundidad de su ser. José lleva a Dios en su interior y su palabra le habla en el sueño, en la hondura de su ser profundo. 

No temas aceptar a María, le dice su ángel de parte de Dios. No temas” es la primera palabra de Dios al hombre. El miedo es contrario a la fe. No temas aceptar a la madre y al fruto bendito de su vientre. Quien rechaza a la madre, rechaza también al hijo. Y no se puede rechazar el plan de Dios que incluye la mediación histórica de la mujer bendita entre las mujeres, para realizar su plan de salvación de la humanidad. 

Le pondrás por nombre Jesús, ordena el ángel al pobre carpintero José. Va a tener que ponerle nombre al Innombrable. ¡El hombre le pone nombre a Dios! Adán afirmaba su soberanía sobre lo creado poniéndoles nombre a todas las cosas. Dios ha querido hacérsenos cercano y accesible, hasta dejar que le nombremos con su nombre: Jesús, Yahvé salva. 

Así se cumplió lo que había anunciado el Señor por el profeta: La virgen concebirá y dará a luz un hijo, garantía de la fidelidad de Dios, que será llamado Dios-con-nosotros. Se insiste en la cercanía del Dios encarnado. Jesús es Dios que salva porque es Dios con nosotros: siempre con nosotros en relación de unión que hace posible el tú a tú, él conmigo y yo con él; Dios junto a nosotros para darnos su fuerza, en su compañía siempre. Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28), nos dirá. 

José aceptó el mandato del ángel y recibió a su esposa. Esta es la gloria de San José. Padre adoptivo es ser padre por decisión libre y amorosa. El padre adoptivo sostiene y protege al niño, lo educa con ternura y firmeza, le proporciona los medios de que requiere para crecer en todas sus facultades. Y eso son años y años de dedicación, de donación generosa y olvido propio para que el hijo se valga por sí mismo. 

Eso es José para Jesús, eso hizo por Jesús, y por eso lo alabamos junto a María. En un país como el nuestro, en el que la paternidad, por tanto descuido, irresponsabilidad y traición, está a veces tan venida a menos, la figura de José puede mover a los jóvenes a desear vivirla y ejercerla como una de las más sublimes realizaciones del ser humano y a aceptar el don de la vida, como un misterio que los trasciende y sobrepasa, pero que no deben temer si lo aceptan con amor, porque el amor desecha el temor. Un hijo es un misterio que se acoge como un regalo y se cuida con plena responsabilidad.

lunes, 18 de marzo de 2024

La mujer adúltera (Jn 8, 1-11)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y la adúltera, óleo sobre lienzo de Valentín de Boulogne (1620 aprox.), Museo Paul Getty, Los Ángeles, Estados Unidos (1620-1630 aprox.), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria

Jesús se dirigió al monte de los Olivos. Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía.
Los escribas y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices?". Decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y con el dedo se puso a escribir en el suelo.
Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: "Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra".
De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo.
Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí de pie en el centro. Jesús se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?".
Ella contestó: "Nadie, Señor. Jesús le dijo: "Tampoco yo te condeno. Ve, y en adelante, no peques más". 

El Hijo de Dios no ha venido para condenar sino para salvar (Jn 3,17). Su modo de ser choca con el modo de ser de los que se creen puros y juzgan a los demás. 

Éstos, los fariseos y doctores de la ley, le traen a una mujer que han sorprendido en adulterio. Según la ley (Lev 20,10), era un delito que se castigaba con la pena de muerte. Pero lo que ellos quieren realmente es juzgar a Jesús. Por eso le preguntan: Señor, esta mujer ha sido atrapada en adulterio. ¿Qué dices sobre ello? Si Jesús se opone al castigo, desautoriza la ley de Moisés; si lo aprueba, echa por tierra toda su enseñanza sobre la misericordia y contradice la autoridad con que él mismo ha perdonado a los pecadores. Al mismo tiempo, si afirma que se debe apedrear a la mujer, entra en conflicto con los romanos que prohíben a los judíos aplicar la pena de muerte; y si se opone, aparece en contra de las aspiraciones de los judíos de ejercer con autonomía sus derechos. La pregunta era capciosa por donde se la viera. 

Pero Jesús hace presente a Aquel que da la ley y es la fuente de toda justicia. Con esa autoridad tiene que hacer ver que el amor misericordioso ha de ser la norma de todo comportamiento humano. Por eso guarda silencio y con su gesto de ponerse a escribir con el dedo en el suelo, parece no interesarse en la cuestión planteada. 

La mujer, por su parte, con su dignidad por los suelos, no puede aducir nada; sólo aguarda la terrible condena. Pero ella no imagina que a su lado está quien personifica la misericordia. Sabe, sí, que su vida está en manos de ese rabí galileo llamado Jesús, que recorre los pueblos haciendo el bien a la gente y es amigo de pecadores y publicanos. No puede adivinar que él la conoce mejor que quienes la acusan, que ya la ha mirado con profunda compasión y que está dispuesto incluso a dar su vida por ella, como el pastor bueno que sale a buscar a la oveja perdida. De pronto, se escucha la voz de Jesús: indulta a la mujer, le otorga la remisión de la pena que podría corresponderle. Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra, dice a los escribas y fariseos. Y se van retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos. 

Se quedan solos Jesús y la mujer. “Quedaron frente a frente la mísera y la misericordia”, dice San Agustín. ¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?, pregunta Jesús. Ninguno, Señor, responde ella con estupor por lo sucedido. Tampoco yo te condeno, añade Jesús. Puedes irte, pero no vuelvas a pecar. Un futuro de dignidad, de vida rehecha y transformada se abre para ella. 

Hay que detenerse a contemplar esta imagen de Jesús. A todos nos conviene porque a veces podemos ser duros e insensibles. El amor está por encima de la intransigencia, resuelve el pecado, vence al castigo. El amor integra, no discrimina, no excluye. 

Pensando en la pobre Iglesia de los pecadores, el P. Karl Rahner dejó esta reflexión: «Esta Iglesia está ante Aquel al que ha sido confiada, ante Aquel que la ha amado y se ha entregado por ella para santificarla, ante Aquel que conoce sus pecados mejor que los que la acusan. Pero él calla. Escribe sus pecados en la arena de la historia del mundo que pronto se acabará y con ella su culpa. Calla unos instantes que nos parecen siglos. Y condena a la mujer sólo con el silencio de su amor, que da gracia y sentencia libertad. En cada siglo hay nuevos acusadores de ‘esta mujer’ y se retiran una y otra vez comenzando por el más anciano. Uno tras otro. Porque no había ninguno que estuviese sin pecado. Y al final el Señor estará solo con la mujer. Y entonces se levantará y mirará a la adúltera, su esposa, y le preguntará: ¿Mujer, dónde están los que te acusaban?, ¿ninguno te ha condenado? Y ella responderá con humildad y arrepentimiento inefables: Ninguno, Señor. Y estará extrañada y casi turbada porque ninguno lo ha hecho. El Señor empero irá hacia ella y le dirá: Tampoco yo te condenaré. Besará su frente y le dirá: Esposa mía, Iglesia santa». (Karl Rahner, Iglesia de los pecadores).

domingo, 17 de marzo de 2024

V Domingo de Cuaresma: El grano de trigo caído (Jn 12,20-33)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús consolado por un ángel en Getsemaní, óleo sobre cobre de Carl Bloch (1873), Museo de Historia Nacional, Hillerod, Dinamarca

Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!".
Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir. 

Unos griegos, venidos a Jerusalén para la Pascua, quisieron ver a Jesús. Ellos representan a todos los que serán atraídos a Jesús cuando sea levantado sobre la tierra. Serán el fruto del grano caído en tierra. A partir de este hecho, Juan desarrolla una serie de temas que clarifican el sentido de la entrega de Jesús en la cruz. 

El primer tema es el de “la hora”: Ha llegado la hora. La presencia y acción de Dios en Jesús se manifestará gloriosamente en su muerte. En la “hora” de su paso de este mundo al Padre, será glorificado como el Hijo y se pondrá de manifiesto la relación que existe entre él y Dios, y entre nosotros y Dios. A todos, judíos y griegos, se les revelará el misterio de la vida y muerte de Jesús: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. 

Pero Jesús sabía que su crucifixión iba a ser un duro golpe a las expectativas que sus seguidores habían puesto en él como Mesías. Por eso, no sólo intentó hacerles comprender que su forma de ser Mesías era radicalmente distinta a la idea del Mesías político, dominador poderoso que ellos esperaban, y que su crucifixión iba a significar la demostración suprema del amor de Dios y de su propio amor por la humanidad. En la cruz de su Hijo, Dios iba a establecer con la familia humana una alianza irrompible. 

Jesús actuaba en perfecta sintonía con su Padre; vivía para el Padre y para los demás. Por eso, asume la misión que ha recibido de él, no pasivamente, sino voluntariamente. Consciente, pues, de que la fecundidad de su obra depende de su muerte, hace una comparación de su propia entrega con estas palabras: “si el grano de trigo, que cae en tierra no muere, queda infecundo; pero si muere dará fruto abundante” (12, 24). 

Con esta parábola, Jesús identifica su destino: cae, muere y da mucho fruto. El grano que muere se hace fecundo, da vida. Dando su vida, Jesús cumple el plan del Padre, fuente de vida, que le ha enviado al mundo para dar vida a todo lo creado. Jesús no podría actuar de otra manera. Poner a resguardo su vida, reservándosela sólo para sí, sería quedarse solo, dejaría de ser el Hijo que cumple la voluntad del Padre y da vida. 

Pero la parábola del grano de trigo nos lleva también a profundizar en el sentido de nuestra propia vida. Por eso dice Jesús: “Quien ama su vida, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella en este mundo, la conservará para la vida eterna.” (12,25). En los otros evangelios, dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá” (Mc 8,35 par). Jesús nos recuerda que el egoísmo vuelve estéril la vida. Quien centra su vida en sí mismo, buscando sólo su propio interés, rompe la relación esencial de la persona a los demás y acaba finalmente por quedarse solo, frustrando (perdiendo) su vida porque la vida es relación, entrega, amor. Quien sepa desprenderse de su propia vida, como Jesús, la pondrá al servicio de los demás, dará vida a otros y se realizará a sí mismo según Dios. Una persona así siente que su vida está sembrada como el grano de trigo, que fructifica en las manos de Dios para vida del mundo. 

Después del anuncio de su pasión, nos dice el evangelio que Jesús experimentó una profunda congoja. Consciente de la muerte dolorosa e injusta que le esperaba, se sobrecogió de temor y de angustia. Él no va al encuentro de la cruz de manera impasible. Es un ser humano y la rehúye y se siente perturbado. Su sensibilidad le lleva a implorar a su Padre que lo libre de ese trance. Pero no se deja llevar por su deseo sino por la voluntad de Dios: “¡Ahora mi alma está turbada! Y ¿qué voy a decir?, ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (12,27). Esta angustia mortal anticipa la agonía que vivirá en el Huerto de los Olivos, cuando se sienta movido a clamar: “Padre aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.

La carta a los Hebreos presenta esta imagen de Cristo probado por el sufrimiento, que “presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención de su actitud reverente”. Se nos invita ahí a considerar la pasión de Cristo como una oración escuchada. La angustia, asumida en la oración y transformada por ella, se convierte en ofrenda que Dios acepta, otorgándole a Jesús la victoria sobre la muerte. La oración de Jesús se convierte en el modelo de súplica en medio de la prueba. 

Entonces –continúa san Juan- se oyó una voz venida del cielo, la misma que resonó en la Transfiguración: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré” (12,28). Esta voz hace comprender el misterio de Jesús como Hijo de Dios. Ella hace comprender que la cruz no es un fracaso ignominioso, sino el lugar en que se revelará la gloria divina en Jesús. Esa voz nos da también a nosotros la certeza de que en la entrega de nosotros mismos consiste nuestra verdadera realización personal, que da fruto abundante.

sábado, 16 de marzo de 2024

Jesús Mesías de Nazaret (Jn 7, 40-53)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo y Nicodemo, óleo sobre tabla de Crijn Hendricksz Volmarijn (siglo XVII), subastado por Christies en 1962, actualmente en colección privada

Algunos de la multitud que lo habían oído, opinaban: "Este es verdaderamente el Profeta". Otros decían: "Este es el Mesías". Pero otros preguntaban: "¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?".
Y por causa de él, se produjo una división entre la gente. Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él. Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y estos les preguntaron: "¿Por qué no lo trajeron?".
Ellos respondieron: "Nadie habló jamás como este hombre". Los fariseos respondieron: "¿También ustedes se dejaron engañar? ¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en él? En cambio, esa gente que no conoce la Ley está maldita". Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús, les dijo: "¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?".
Le respondieron: "¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta". Y cada uno regresó a su casa. 

Durante la Fiesta de Sucot o de las Cabañas, Jesús tiene una larga controversia con los judíos de Jerusalén sobre su origen e identidad. No podían negar que Jesús les hablaba con una autoridad y sabiduría muy superior a la de sus maestros y doctores del templo; pero, al mismo tiempo, les decepcionaba su realidad tan humana y su origen tan humilde. 

Por esto, muchos al oírlo, pensaron que era un farsante porque sabían que era galileo y el Mesías tenía que ser de la familia de David y nacido en Belén de Judea. Otros se quedaron a medio camino y creyeron ver en él al Profeta que, según el libro del Deuteronomio (capítulo 18) vendría como otro Moisés para hablarles de Dios mejor que nadie. Y otros, en fin, se adhirieron a Jesús, reconociéndolo como el Cristo que vendría a dar cumplimiento a las promesas de Dios y establecer su Reino. 

¿Un Mesías de Galilea? Desde el comienzo de su evangelio Juan pone esta cuestión como la dificultad que más sintieron los judíos para aceptar a Jesús. Uno de sus primeros discípulos, Natanael, se extrañó cuando su amigo Felipe le dijo que habían reconocido en Jesús de Nazaret a aquel de quien hablaron Moisés y los profetas, y exclamó: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46). Según la concepción de la época, el Mesías tenía que aparecer en majestad, vinculado a lo más glorioso de la historia de la nación: la monarquía davídica. Por esto, en torno a esta cuestión se produjeron los mayores enfrentamientos entre los judíos –sobre todo del partido de los fariseos– con los primeros cristianos. La pretensión de éstos de proponer a Jesús como el Salvador del mundo les parecía insensata: ¿cómo podía haber sido el Mesías un hombre de orígenes tan humildes? 

En el fondo lo que escandalizaba era la humanidad del Hijo de Dios. No aceptaron un salvador de nuestra propia carne. No aceptaron que precisamente por ser de nuestra carne, es salvación de toda carne. Al negarse a ver en el hombre concreto, Jesús de Nazaret, la encarnación de Dios, les fue imposible ver la salvación a través de lo humano. Hoy también, al negarse a ver en la humanidad de Jesús el camino hacia su realización perfecta como personas, muchos niegan validez a los valores que su forma de ser hombre les exige. Prefieren una fe vacía, un cristianismo ideologizado, desencarnado,  falsamente espiritual, que no toca realmente la vida concreta de los humanos y la transforma. Pero Dios ha querido revelarse en nuestra realidad y elevarla. Es en lo humano donde podemos tener acceso a él. De otro modo, Jesucristo deja de ser mediador entre Dios y los hombres y Dios sigue siendo el gran desconocido, a quien nadie ha visto jamás, y cuyo mensaje no afecta para nada la vida de la gente y la situación del mundo. 

Desde su infancia, la vida de Jesús, y sobre todo su muerte en cruz, es signo de contradicción (Lc 2, 34), piedra de escándalo con la que chocan las diversas maneras de entender a Dios y de relacionarse el hombre con Dios. Jesús no se impone; no tienen sentido la fe y el amor impuestos. Pero su palabra y el ejemplo de su vida mueven a una definición: o se está con él o se está contra él. Él es la Palabra en la que Dios se nos dice. A cuantos la recibieron… les dio la capacidad de ser hijos de Dios (Jn 1, 12), es decir, de convertirse en lo que la Palabra es y participar de la vida divina como hijos en el Hijo. Esta Palabra habla en el corazón de todo ser humano, atrayéndolo al amor y a la justicia, todos pueden escucharla y responder a ella.